miércoles, 5 de marzo 2025
LA CUARESMA, UN TIEMPO MUY OPORTUNO PARA MAYOR FRECUENCIA DE LA “CONFESIÓN”
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miércoles, 19 de febrero 2025
EL DECÁLOGO: LOS DIEZ MANDAMIENTOS
Entonces, ¿el amor
es libre? Es libre en aspectos secundarios, pero no es libre en los aspectos
principales. Es decir, yo puedo ponerme en ocasión de amar a algo o a alguien,
si lo trato con mayor o menor frecuencia, pero no puede evitar amarle si es
bueno. Y no puedo evitar no amarle si no es bueno. Es una cuestión de
principios.
El conocimiento de
Dios tiene una doble fuente. La primera es la revelación de Dios mismo. Sabemos
cómo es Dios, porque Él mismo se ha mostrado en la historia de la humanidad: en
la historia del pueblo de Israel, y en el mensaje de Jesucristo. En el Antiguo
Testamento (la Biblia judía), se nos ha mostrado como un Dios de misericordia y
de justicia. En el Nuevo Testamento (los Evangelios y los escritos de los
apóstoles), como un Dios, que es llamado Verdad y Amor, y que se manifiesta
como Padre. Por eso, en la medida en que se vive la fe cristiana, y se descubre
que es justo y bueno y que nos quiere como Padre, es fácil amarle.
Pero para amarle con todo el corazón, con
toda el alma y con todas las fuerzas hace falta algo más. Aquí viene la segunda
fuente: la experiencia personal de Dios, que se produce al tratarle y
descubrirle personalmente. Si no hubiera tanto testimonio en la historia,
podría parecer imposible. Sin embargo, son muchos los cristianos que han
seguido ese camino de conocimiento personal de Dios y han llegado a tratarle
como Dios y como Padre. Para nosotros estos santos se han convertido en
maestros de oración.
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
El señorío es el modo en que Dios existe, y también Cristo ejerce este señorío. No por casualidad enseguida se ha introducido para él el nombre que sólo es válido para Dios: “Kyrios Christos”, y esto sucedió con la propia naturalidad que posee lo inevitable, porque él era realmente Señor. Por eso, Jesucristo reclama también el dominio no sólo sobre las cosas, sino también sobre lo que es más que las cosas: la Alianza y la Ley de Dios. A los fariseos, que le decían que sus discípulos no podían cortas ninguna espiga en día de sábado, les contesta que el Hijo del hombre es dueño del sábado, y junto con el sábado lo es también de toda la Ley (Mt 12,8). En la Última Cena, ejerce su señorío sobre la Alianza, cuando declara que la antigua ha concluido e instituye la nueva (Lc 12,20). Jesucristo mismo instituye esa acción -la Eucaristía- que constituye el núcleo y la fuente de la vida cristiana.
Nosotros conocemos muy bien el momento en el que él ha hecho esto, y de qué manera lo ha efectuado. Los Evangelios según san Mateo, san Marcos y según san Lucas cuentan de qué forma Jesús ha celebrado, por última vez, la Cena pascual con sus discípulos antes de su muerte. En esta celebración, separándose claramente de la Antigua Alianza, ha instituido, por medio de su sangre, el nuevo banquete en conmemoración suya y la Nueva Alianza. El evangelio de san Juan relata, en el capítulo sexto, el discurso que pronunció Jesús en Cafarnaún, en el que ha proclamado por anticipado esta Institución. Finalmente, san Pablo habla de ella en el capítulo undécimo de su Primera carta a los Corintios y destaca claramente que el Señor mismo se lo ha revelado.
En síntesis, lo que se instituyó en esa ocasión está establecido por Dios. Aquí el hombre no tiene nada que crear ni determinar, sino obedecer y realizar. No sólo eso: esta Institución también ha transmitido un poder, una custodia y un orden especiales. En sí, se podría pensar que el Señor habría instituido el Misterio y luego lo habría confiado al sentimiento piadoso de sus fieles. Luego este Misterio se habría deslizado por la historia y habría experimentado su difusión particular a partir del contenido de las horas respectivas, a partir de la peculiaridad de los pueblos y épocas. Pero, no realidad, no se ha desarrollado así.
Ha ordenado a la Iglesia a través del ministerio y del poder, cuando eligió a los apóstoles y les dijo: “Quien a vosotros oye, a mí me oye” (Lc 10,16): “Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el Cielo” (Mt 18,18). El ministerio debía continuar a lo lardo de la historia “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Es por eso que los apóstoles debían tener sucesores, a quienes aquéllos tenían que transmitir su ministerio. La Institución está confiada a este ministerio y a la Iglesia. Su autoridad determina la forma de la realización y la difusión particular del culto sagrado.
A partir de esto, se torna cuál es la actitud que, en primer lugar, la Iglesia exige de nosotros: fe, piedad y la participación más viva, pero no de tal modo que nuestra vivencia personal se guíe por ellas y se libere nuestra energía religiosa creativa, sino como disponibilidad y obediencia. Cuando los fieles concurren al templo a celebrar la santa Misa, no lo hacen para expresar la profunda emoción religiosa de la comunidad o para recibir estímulos a indicaciones útiles por parte de un hombre que les despierta confianza. Ellos ingresan en un ordenamiento puesto por Dios, para efectuar un servicio que está organizado de antemano.
La Institución del Señor pertenece al ámbito de la revelación y, junto con ésta, al ámbito de la creación. Reconocer esto es clave para poder comprenderla, y aceptarla es dar el primer paso en el santuario.
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
La vida religiosa es la unión del hombre
con Dios. No consiste simplemente en un conocimiento o en una experiencia, sino
también en un estar-realmente-unido a él. Dios es, y también el hombre es, pero
frente a Dios y originado por él. De Dios al hombre y del hombre a Dios hay una
relación, más esencial y real que todo aquello que dentro del mundo puede
vincular a un ser a otro. Esta unión y efecto que ella produce en la
experiencia, en el pensamiento y en el obrar del hombre es la vida religiosa.
La vida religiosa puede recibir ahora una
doble orientación. Puede integrarse en el obrar cotidiano, en el intercambio
con los otros hombres, en la relación con las cosas, en el trabajo, la labor y
el combate de la existencia cotidiana. Puede ser que un hombre realiza en forma
responsable su labor diaria, porque es consciente de que esta última responde a
la voluntad de Dios; o respetuoso del mandamiento divino, vacila frente a una
injusticia; o bien, acoge con paciencia y compasión al prójimo, al estar
impregnado del amor de Cristo. Esta es una auténtica vida religiosa, hasta
cierto punto la demostración de la autenticidad religiosa. La religión llega a
ser aquí el alma de la misma existencia cotidiana, aquello que la Sagrada
Escritura llama “el caminar en presencia de Dios”. Pero la vida religiosa
también puede separar de las acciones y sucesos externos y dirigirse
inmediatamente a Dios, por e. j. cuando el individuo medita sobre la revelación
divina; cuando se dirige con sus peticiones a él; cuando camina interiormente
delante de Dios; cuando examina su propio obrar y se renueve en el bien.
Sin embargo, ahora debemos distinguir
algo. Lo que hacemos en este espacio reservado no surge de la espontaneidad de
nuestra vivencia y necesidad religiosa, como si concurriéramos a la iglesia a causa
de una gran penuria colectiva y expresáramos nuestra aflicción frente a Dios.
También este es naturalmente posible, y pertenece a las experiencias religiosas
más intensas que puede vivir un hombre, cuando él -junto con los otros- se pone
delante de Dios y siente que él es aquél de quien todo procede y hacia quien
todo se dirige. Pero lo que acontece en la Santa Misa no tiene este carácter,
por cuanto ella no es la expresión espontánea de la existencia, que se entiende
y se desenvuelve religiosamente en sí misma. Tampoco es el resultado de esa
energía creadora, que a partir de la agitación interior del momento articula la
palabra piadosa y la acción expresiva, sino que es algo ordenado en sí mismo y
establecido como válido para siempre. Nunca se desarrolla a partir de la relación
del individuo y de la comunidad con Dios, sino que sale al encuentro del hombre
y exige que él la reconozca, confíe en ella y la realice. No se basa en
creación, sino en la institución.
Pero tal institución no la puede realizar
cualquiera, sino sólo quien está facultado para hacerlo. Ella no tiene su
origen en la piedad personal o en la súbita idea creadora, sino en la
autoridad: quien tiene autoridad, puede realizarla en su ámbito. Allí donde el
padre es la cabeza reconocida -también en sentido religioso- de la familia,
puede introducir una costumbre o una celebración que luego une a la familia.
El hombre no tiene poder para disponer un
precepto tal. No hay ninguna autoridad terrenal que pueda obligar de una forma
tal, lo cual prueba el hecho que siempre afirmamos de que todo auténtico poder
proviene de Dios. Dios no le ha concedido al hombre establecer una acción que
obligue a todos los pueblos y épocas por igual.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / La Institución, capítulo 23/1, p.
88-90)
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LA UNICIDAD DE LA PERSONA DE CRISTO
Al
terminar el siglo IV, toda la teología era consciente de la necesidad de
mantener firmemente la integridad de las dos naturalezas en Cristo. Nicea había
puesto de relieve la unidad de Cristo y la perfecta divinidad del Verbo; el
rechazo del apolinarismo había recalcado, a su vez, que la unidad de Cristo no
podía afirmarse sobre la negación de una humanidad completa. Era claro que
ambos extremos -unidad y diversidad en Cristo- debían ser afirmados sin ninguna
ambigüedad.
Por otro
lado, con la afirmación de la doble naturaleza de Cristo se habían clarificado
puntos importantes del misterio de la Encarnación, entre ellos, la
consustancialidad de Cristo con el Padre y con los hombres y, por tanto, se había
clarificado la naturaleza de su mediación, pues ésta se fundamenta en el mismo
ser de Cristo. Esta mediación hay que entenderla no como la mediación de
alguien que estuviese ontológicamente entre Dios y los hombres -como mediación
de un ser intermedio-, sino como la de quien, por unir en sí mismo lo
humano y lo divino, pertenece por propia naturaleza a ambos mundos. La
mediación de Cristo se realiza pues en la íntima unidad de su ser. Era lógico,
pues, plantearse en forma refleja la cuestión de cómo concebir esta unidad.
La
unidad de Cristo se constituye así en el centro de atención de la cristología
del siglo V, indisolublemente unidad a la soteriología. Se trata de una
cuestión sobre la que las tradiciones alejandrina y antioquena, tenían
posiciones diversas y complementarias, y que podía haberse solventado en forma
pacífica. No fue así, sino que estalló en forma apasionada, alcanzando momentos
muy agrios, sobre todo, en el enfrentamiento de sus personajes más
emblemáticos: Nestorio (+450), patriarca de Constantinopla, y Cirilo (+444),
patriarca de Alejandría. Los tiempos y el pensamiento teológico se encontraban
duros para afrontar esta cuestión, pues contaban con la rica herencia teológica
recibida de los siglos anteriores.
Cristología y soteriología
Son inseparables. La primera es el estudio de la
Persona de Cristo; la segunda es el estudio de la obra de Cristo, es decir, la
salvación de los hombres. Ambos extremos son inseparables, porque en Jesucristo
su ser, es decir, su naturaleza de Dios y hombre, y su vocación del Salvador
son inseparables.
(Fernando Ocáriz/Lucas F. Mateo-Seco/José Antonio Riestra,El Misterio de Jesucristo, Editorial Eunsa, 4ª edición, p. 28 y 191)
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¿Qué pasó realmente cuando el Señor instituyó el
Misterio de la Eucaristía? Si meditáramos sobre lo que sucedió en ese momento, en
quién era el que le dio todo su ser y su obra a una acción que, en adelante,
renovada incesantemente, debe constituir el centro de la vida de los fieles,
quizá podríamos representarnos los detalles de tal institución de la siguiente
forma: en todo lo esencial, el Señor ha determinado tanto la estructura, como
también los detalles de las frases y de la acción. Esto más sagrado ha sido
preservado por él de los efectos destructores y deformantes de la historia, en
tanto lo ha situado inmediatamente en un ámbito espiritual reservado, protegido
por leyes rigurosas. Él ha podido encontrar una precisión tal que fuese
completamente entendida, aunque, por otra parte, ha tratado de separar
claramente lo nuevo de lo viejo.
La Iglesia siempre ha sabido que, en la
celebración eucarística, debe acontecer nuevamente lo mismo que en ese
entonces, pero no en la forma de ese núcleo es puesto en relación con todas las
fuerzas, motivos y circunstancias que pueden determinar una tal realización
efectiva.
¡Es por eso que la acción sagrada ha
tenido una historia tan extensa y tan diversa! No puede extrañar entonces que
en su fisonomía haya algo vivo e imperecedero, pero también algo transitorio y
extinguido.
Quiere decir entonces que la acción
sagrada se lleva a cabo en medio de la imperfección humana. Si la realiza un
sacerdote que tiene una relación vital con lo litúrgico, las palabras y
acciones aparecen persuasivas y convincentes, mientras que en otro adquieren
sencillamente un carácter forzado y antinatural. Además de ello está la
insuficiencia en el lenguaje, en las actitudes y en los movimientos, sin hablar
de todo aquello que puede ser el resultado de una pobra participación personal
y de una religiosidad carente de seriedad.
De todo esto pueden surgir grandes
obstáculos para los fieles. Cuando el fiel creyente acude a la celebración
sagrada, él la experimenta tal como es, junto con sus deficiencias. En este
caso, de él depende si permanece frente a ella como un espectador, que espera
que le “sea ofrecido algo conveniente” y se regocija o se siente desilusionado
o, en caso contrario, entiende que se trata de un culto que se realiza
comunitariamente y que, en consecuencia, no depende del sacerdote o de la
comunidad, sino también de él mismo.
En realidad, cada uno de nosotros es
responsable de la realización de la santa Misa, de acuerdo con el modo y la
medida de nuestras capacidades. En tanto el individuo está en condiciones de
remediar un inconveniente dentro del orden establecido de la celebración o
mejorar algo en su interior; debe hacerlo. En el resto, él debe aceptar la misa
tal como ella se celebra allí donde él concurre. No debe censurar demasiado los
defectos, y a causa de éstos no puede sentirse eximido de su propia cooperación
frente a todas las cosas. Debe reconocer que lo esencial de la misa no resulta
deformado a causa de las deficiencias, debe avanzar en conformidad con lo
esencial y de esta manera ayudar a realizar la obra santa.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / Obstáculos: la deficiencia, capítulo 22, p. 83-86)
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Barbastro
/ Huesca, 9 de enero de 1902, nacimiento de
Este entrelazamiento de cualidades
humanas y sobrenaturales -fruto del favor divino y de su correspondencia a la
gracia- constituyó una característica muy marcada del fundador del Opus Dei,
que se esmeró en perfeccionar cotidianamente con el exclusivo deseo de ponerlas
al servicio de la misión recibida.
1. Personalidad de san Josemaría en lo humano
La
citada obra, Coordinador José Luis Illanes, ISBN 978-84-8353-558-5, año 2013
El
texto referenciado comprende las páginas 29 a la 37, ambas inclusive.
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Hoy no se suele hablar de Fidelidad, quizá muchos tampoco la supieran definir, y lo más grave, en la familia, en el trabajo, en la política y en la misma sociedad, podríamos asegurar: se debería conocer y dar un paso en valorarla y vivirla. La verdadera fidelidad es persevetante, pues se vive siempre y para siempre, esto es posible, si sabemos y deseamos y si vivimos como hijos de Dios. El número 126 de Surco de san Josemaría nos concreta: “Ser fiel a Dios exige lucha. Y lucha cuerpo a cuerpo, hombre a hombre -hombre viejo y hombre de Dios-, detalle a detalle, sin claudicar".
La fidelidad se identifica con la lealtad y tiene sintonías: con la esperanza, la perseverancia, cumplimiento del deber, vocación, compromisos cristianos, lealtad a la Iglesia. Qué importancia tiene, la fidelidad en lo pequeño, en lo poco. Lo asegura Cristo a través del evangelista san Lucas: “Quien fiel en lo poco es fiel en lo mucho y quien es injusto en lo poco también es injusto en lo mucho” (capítulo 16,10)
Me atrevo a sugerir la lectura de un buen libro, ya antiguo, del 2004, cuyo autor José Morales Martín, publicado por Ediciones Rialp: FIDELIDAD. También destacar algunos de sus capítulos y reseñar algunos de sus textos:
- Ecos de la fidelidad en la literatura y en el mundo real.
- Fundamentos de la fidelidad humana.
- Enemigos de la fidelidad.
- Los soportes de la fidelidad.
- El arte de la fidelidad.
“La lealtad y la felicidad son dos virtudes de la persona humana que en el uso común de los términos pueden resultar equivalentes. Muchos aspectos de la lealtad pueden decirse asimismo de la fidelidad, y en cualquier caso, las áreas semánticas de ambas vienen a coincidir. Una definición adecuada de la lealtad puede servir también como definición de la fidelidad y viceversa" (2)
“La idea de amistad ha sido propuesta y elaborada por Aristóteles, desarrollada principalmente por Cicerón, y vivida durante siglos en el marco de la concepción cristiana de la persona. La vida tradicional y clásica de la amistad incluye tres componentes. Los amigos han de encontrarse bien en mutua compañía; deben obtener un provecho humano y espiritual; y han de compartir un cierto compromiso común con ideales elevados”. (3)
“Claridad de principios según las enseñanzas cristianas. Conocer y aceptar el significado y el alcance correcto de esas realidades divino-humanas es de suma importancia para la persona que debe decidir entre los diversos caminos y alternativas que se ofrecen para emplear su libertad, en torno al sentido del matrimonio, la naturaleza del sacerdocio ministerial, y el ideal evangélico de la virginidad” (4)
“Suelo afirmar que tres son los puntos que nos llenan de contento en la tierra y nos alcanzan la felicidad eterna del Cielo: una fidelidad firme, delicada, alegre e indiscutida a la fe, a la vocación que cada uno ha recibido y a la pureza. El que se quede agarrado a las zarzas del camino -la sensualidad, la soberbia-, se quedará por su propia voluntad y, si no rectifica, será un desgraciado por haber dado la espalda al Amor de Cristo” (5)
“Al revelar su Nombre, Dios revela, al mismo tiempo su fidelidad que es de siempre y para siempre, valedera para el pasado (” Yo soy el Dios de tus padres” Ex 3,6) como para el porvenir (“Yo estaré contigo”, Ex 3,12). Dios, que revela su Nombre como “Yo soy”, se revela como el Dios que está siempre allí, presente junto a su pueblo para salvarlo. “(6)
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(1) Fernando Ocáriz, Carta de 19 de marzo de 2022, p. 184-185
De la obra citada: (2), (3) y (4) en las páginas: 55, 67 y 176 respectivamente.
(5) Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios, n. 187
(6) Catecismo de la Iglesia Católica, n. 207
Para comprender mejor lo que estamos
diciendo, deseamos preguntar lo siguiente: ¿qué configuración hubiera adoptado
este “hacer”, si hubiese quedado confiado simplemente al sentimiento piadoso,
el que muchas veces se equipara con el sentimentalismo? Para responder a esta
pregunta, sólo tenemos que mirar los numerosos devocionarios existentes.
En la Última Cena y en el Gólgota, cuando
se tiene presente todo esto, se ven los esfuerzos que fueron necesarios para
configurar alto tan noble, verdaderamente inspirados por Dios, como lo es la
Santa Misa.
En ella no hay ni calco ni contemplación
sentimental. Lo que ocurrió en el Gólgota en general no aparece, sino que
permanece fuera del conjunto. La acción está determinada por el acontecimiento
de la Última Cena en el Cenáculo. Es probable que una de las tareas más
importantes de la renovación religiosa sea redescubrir el ámbito del auténtico
misterio y el comportamiento que ha de adoptarse ante él, que precisamente no
tiene en sí nada de sentimental. Este comportamiento no sólo rehúsa mitigar con
engaños lo que debe ser creído, más bien lo afirma en todo su rigor. Aquí, en
el estilo propio de la liturgia, quizás es el único lugar en el que todavía
subsiste y puede ser enseñada la verdadera disciplina del arcano.
La forma de la Misa aspira a justamente
lo contrario de aquello que pretende el sentimentalismo: ser conmovido y
recurre a actos enternecedores, que permiten experimental lo horrendo o el
desamparo; a palabras que brotan del sentimiento; a conversaciones ficticias, a
imágenes estremecedoras, etc. Nada de esto se encuentra en la Misa, por eso el
sentimental tiene la alternativa tanto de no relacionarse en ella con nadie y
recluirse en devociones particulares o de adulterar su carácter y hacer de ella
una forma enfermiza del misterio de la Pasión, o también puede tener la
valentía de observarse a sí mismo y examinar sus propios sentimientos. Se debe
superar el sentimentalismo, de lo contrario, no se establece una relación
correcta con la Santa Misa. El individuo debe renunciar de entrada a juzgarla
de acuerdo con su sentimiento y deseo personales, porque ella es la estructura
configurada por la Iglesia para cumplir el mandato del Señor.
En consecuencia, quien cree realmente, es decir, quien quiere obedecer a la revelación, también tiene que hacerlo aquí y someter su sentimiento a esta regla. Para el que aquí está obrando, será evidente una vida completamente distinta de la de su propia individualidad, ya que se encontrará con sentimiento que provienen de las profundidades de Dios, la interioridad de Cristo le saldrá al encuentro y experimentará las fuerzas que actúan en el interior de la Iglesia.
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / Obstáculos: el sentimentalismo, 21/2 último, p. 81-83)
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El sentimentalismo consiste en la necesidad de sentirse conmovido por algo, en cada caso, por algo agradable o que proporciona felicidad, por algo doloroso o espantoso grande y noble o débil y desvalido. Uno tiene más necesidad de ello, otro la tiene en menor medida, pero cada uno en cierta manera y en cierta forma. Es notable, pero esta disposición anímica se encuentra particularmente en aquéllos que no parecen dotados de mucha sensibilidad, como son los intelectuales, hombres voluntariosos y disciplinados, por naturaleza sobrios y prácticos. Con esto queremos decir que el sentimentalismo significa una cosa diferente del verdadero sentimiento. Éste último puede ser fuerte, diáfano y puro, pero, por el contrario, el sentimentalismo está relacionado con la sensibilidad. Por eso, se encuentra principalmente en hombres que no tienen un carácter puro, determinado por valores nobles. Pero también se halla, como ya dijimos, en aquéllos que aparentemente se basan en el carácter, en la voluntad y en la disciplina, pero que simplemente se deslizan hacia la mediocridad.
Todo esto vale también para lo religioso en general. El modo como el hombre sentimental concibe las formas religiosas; las verdades que él privilegia; las frases que repite en su boca y su comportamiento en general… todo se basa en la necesidad de sentirse conmovido. Hasta cierto punto no se puede decir mucho contra esto, ya que es precisamente una disposición natural, al igual que lo es una inteligencia mediocre o un músculo débil. Pero, en cuanto esta disposición natural se constituye en determinante, produce consecuencias funestas, ya que despoja de su grandeza a la revelación, convierte en estañas a las figuras religiosas y a la vida espiritual en algo flácido, débil, antinatural y desagradable. Ejemplo de esto lo encontramos en todas partes, simplemente tenemos que tener en cuenta los libros de meditación y los de oración, que se difunden por todas partes, así como el arte religioso habitual, o considerar el modo en que se habla de la Pasión de Cristo o d ellos pobres de espíritu. Ante todo, ha caído bajo su influencia nefasta una imagen y una invocación como la del Corazón de Jesús. En sí, esta “devoción” pertenece a lo más profundo que ha producido la piedad cristiana, pero ella debería acrecentarse por la majestuosidad de la verdad revelada, perfeccionada por la fuerza del sentimiento de Cristo, es decir, debería ser pura y noble. Pero, por el contrario, en general, esta devoción sólo es de una debilidad y antinatural insoportables.
Todavía habría mucho por decir. En todo caso, el sentimentalismo existe y tiene mucha fuerza. La celebración comunitaria de la misa le resulta pesada al sentimentalista, ya que experimenta la acción sagrada como algo áspero y frío, como algo que no tiene interioridad y que no permite ningún acercamiento, como algo que ni consuela ni edifica.
Por este motivo, el sentimentalismo busca imponerse a esto y realiza la santa Misa a su modo: el altar, cuya fisonomía nunca debería abandonar ni remotamente la forma de la mesa sagrada, se convierte en una estructura lujosa con adornos, lamparitas y angelitos; la acción se llena de ceremonias que deberían afectar a la fantasía; la vestimenta del monaguillo es elegante y vistosa. El texto y la melodía de los cantos se torna artificioso, afectado; en lugar de un misal con sus textos magníficamente redactados, pululan devocionarios llenos de reproducciones artísticas y afectos débiles y falsos. El memorial del Señor se convierte en una exposición “edificante”, y la participación colectiva en la celebración sagrada se vuelve un acontecimiento emotivo. (continúa)
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / Obstáculos: el sentimentalismo, 21/1, p. 80-81)
En el Salterio, encontramos la frase: “Cantar
al Señor un cántico nuevo”. Esto no quiere decir que el cantor deba componer un
poema nuevo, sino que el cántico debe brotar del corazón renovado. La fuerza de
la renovación pertenece a la esencia de la vida. Aquélla no consiste sólo en
hacer algo antes no existía, sino en hacer algo que ya existía, concebirlo de
un modo nuevo, de tal modo que es hecho como si comenzara ahora. El hombre
puede realmente romper la monotonía que surge de lo ya visto y realizado muchas
veces, para comenzar nuevamente a partir de la disposición interior.
Tanto más puede hacer esto, por cuanto la
santa Misa es algo absoluto e inagotable. Mucho de ella es obra del hombre,
tanto en el buen sentido de la palabra -como servicio del hombre, al que Dios
le ha encomendado algo- como también en sentido peyorativo, como acción
meramente extraña y fría. Pero lo propio de ella es la obra redentora del
Cristo vivo. Él tiene en sí la plenitud de la sabiduría y del amor divino no
sólo objeto que se recibe, sino como fuerza viviente que opera. En la
celebración del memorial del Señor, no dependemos de nuestra propia capacidad
de ver y apreciar, sino de Cristo que obra en nosotros. Sí, por sobre todos y
en sentido estricto, él es quien “obra” en ella y quien se hace presente en
nuestro “memorial eucarístico”.
La rutina y la monotonía expresan que las
cosas, activades e incluso los hombres mismos, sólo lo tienen una medida
limitada del sentido y de la realidad, por la cual imprevistamente se ven
obligados a llegar a un punto, a partir del cual no pueden decir nada nuevo y
en lugar de interés, que los incita, tienen que recurrir a la fidelidad. Pero
aquí hay algo completamente diferente. Con quien nos encontramos en la Misa, es
con Cristo y su obra redentora, es decir, con el Logos en su significación divina
ilimitada y con su amor inagotable, quien no sólo exige que debemos ser dignos
de él, sino que, además, se nos acopla e instituye junto con nosotros la acción
del memorial. A partir de lo que la Misa es en sí misma, la fe nos dice que la
monotonía únicamente puede sobrevivir a partir de nosotros mismos, es decir,
cuando no tomamos en serio a Cristo y a su amor. Cristo es novedad en la medida
en que el creyente traba amistad con él. Cada acto de obediencia o de progreso,
cada situación de la vida que superamos a partir de su doctrina y de su fuerza,
revela algo nuevo de él. La Misa entrega tanto cuanto uno le pide, y la fuerza
renovadora de la cual hablamos no depende de sí misma, sino que puede contar
con la posibilidad infinita de Dios.
Si alguien replica que esto sería precisamente fe, pero lo que se ve y escucha son acciones y palabras humanas con su inaccesibilidad, entonces, también sólo se e puede contestar que efectivamente “sólo” es fe, pero también “fe real”, y que se comprende la verdad de lo que se cree, a medida que uno se familiariza con ella.
TODOS LOS SANTOS
1 de noviembre. La Iglesia, nuestra Madre, nos invita hoy a pensar en aquellos que, como nosotros, pasaron por este mundo con dificultades y tentaciones parecidas a las nuestras y vencieron. Es esa muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, según nos cuenta la Primera lectura de la Misa (Apocalipsis 7,9). Todos están marcados en la frente y vestidos con vestiduras blancas, lavadas en la sangre del Cordero (Apocalipsis, 7,3-9)(Francisco Fernández-Carvajal, Hablar con Dios, tomo IV, p. 784-791)
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CONMEMORACIÓN
DE TODOS LOS FIELES DIFUNTOS
2 de noviembre. En este mes de noviembre la Iglesia nos invita con más insistencia a rezar y a ofrecer sufragios por los files difuntos del Purgatorio. Con estos hermanos nuestros, que “también han sido partícipes de la fragilidad propia de todo ser humano, sentimos el deber -que es a la vez una necesidad del corazón- de ofrecerles la ayuda afectuosa de nuestra oración, a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado”
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Si se desea tener una
conciencia bien formada; si se desea encontrar la buena y segura doctrina; si
se desea localizar el mejor y completo manual, la mejor biblioteca de
orientación humana y moral, etc., todo ello en el:
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA,
Algunas referencias sobre “La Verdad”,
reseñadas en la citada publicación:
Vivir la Verdad. El Antiguo Testamento lo proclama: Dios es fuente de toda verdad. Su Palabra es verdad (Proverbios 8,7). Su les es verdad (Salmos 119.142) “Tu verdad, de edad en edad” (Salmos 119,90). Puesto que Dios es el “Veraz” (Romanos 3,4), los miembros de su pueblo son llamados a vivir en la verdad. (Salmos 119,30). Catecismo n. 2465
En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. “Lleno de gracia y de verdad” (Juan 1,14), él es la “luz del mundo” (Juan 8,12), la Verdad (Juan 14,6) El que cree en él, no permanece en las tinieblas (Juan 12,46). El discípulo de Jesús “permanece en su palabra”, para conocer “la verdad que hace libres” (Juan 8,31-32) y que santifica (Juan 17,17). Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” (Juan 14,17) que el Padre envía en su nombre y que conduce “a la verdad completa” (Juan 16,13). Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad: “Sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no” (Mateo 5,7). Catecismo n. 2466
Buscar la verdad y el bien. La conciencia como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad del error. “Sin embargo, muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega” (Gaudium et spes, 16). Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea. (Juan Pablo II, Encíclica, Veritatis splendor 62ª)
Rectificar cuando sea necesario. Acostúmbrate a no mentir jamás a sabiendas, ni por excusarte, ni de otro modo alguno, y para esto ten presente que Dios es el Dios de la verdad. Si acaso faltas a ella por equivocación, enmiéndalo al instante, si puedes, con alguna explicación o reparación; hazlo así, que una verdadera excusa tiene más gracia y fuerza para disculpar que la mentira. (San Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 30)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
En el Yo confieso, el celebrante y los fieles reconocen su pecado. Su confesión se dirige a Dios y a la vez a los demás que están ante Dios, pero también se dirige a María, la Madre del Salvador, al arcángel Miguel a Juan Bautista, a los apóstoles Pedro y Pablo y a todos los santos. Después del arcángel, quien aparece aquí como el conductor de las milicias celestiales, se encuentra el mundo de los ángeles. Pero los santos, de quienes se habla aquí, no son solamente esos grandes personajes individuales a quien casi siempre designamos con este término, sino todos los hombres redimidos y vueltos a la casa del Padre celestial. También en otros lugares son mencionados los que ha sido llamados a entrar en la vida eterna.
Significa que la comunidad no se extiende sólo sobre toda la tierra, sino que, además, sobrepasa también los límites de la muerte. A partir de los congregados en torno al altar, se extiende hacia todos lados, y como comunidad verdaderamente sustentadora aparece la totalidad de la humanidad redimida.
La Iglesia en esta comunidad universal. La conciencia de ser ella la que sustenta la acción sagrada se pone de manifiesto una y otra vez. Es evidente que la misa es algo totalmente diferente del acto religioso privado de un individuo. Pero tampoco es el culto de una comunidad reunida en una forma particular, como es el caso de una secta. La comunidad es “Iglesia” en toda la extensión de la palabra. Que tan grande es esta extensión, se torna evidente cuando leemos lo que san Pablo y san Juan dicen sobre ella. Ella es ilimitada, ya que se hace una sola cosa con la creación redimida. “El nuevo hombre”, “el nuevo cielo y la nueva tierra” son los nombres con los que se expresa su total compenetración. Esta Iglesia no es simplemente la totalidad de los redimidos, ligados a la totalidad de las cosas, sino que es, más bien, una unidad viviente. Ella está configurada y conformada, lleva en sí una imagen esencial dominante: el Cuerpo Místico de Cristo. Tiene poder para proclamar la doctrina de Cristo, administrar sus sacramentos y ser una autoridad cuyo respeto o desconsideración se dirigen hacia Dios mismo. En consecuencia, en la base de la acción litúrgica de la misa, no se halla solamente el número infinito de almas y corazones, la fe y el amor de la creación, sino también una unidad conformada, ordenada, respetable y dotada con pleno poder.
De todo esto surge la obligación de
adaptarse a esta totalidad. Existe en el hombre la inclinación a la intimidad y
al aislamiento religioso, a los cuales se opone la grandeza y la amplitud de lo
que estamos considerando aquí. Pero hay también una hostilidad, más pronunciada
que aquéllas: la del sentimiento religioso moderno, contra lo auténticamente
eclesial, es decir, contra el ministerio y la institución, contra la autoridad
y la estructura. Tenemos tendencias a ver lo religioso únicamente en lo
inmediato y en lo que fluye libremente a raudales, en tanto la autoridad y la
institución tienen escasas influencias sobre nosotros. Es por eso que se
necesita aquí una autodeterminación todavía más importante. En el texto de la
misa, se impone continuamente esa actitud que ha sido llamada “romana”, la cual
justamente reposa en esta conciencia de la unidad constituida, de la autoridad
dada por Dios, de loa instituido y de lo legítimo. Sus exteriorizaciones apenas
dicen algo, ya que nos resultan algo extraño, incluso muchas veces nos parecen
algo irreligioso.
(Romano Guardini, Celebración de la
Santa Misa / La comunidad y la Iglesia, 19/2, p. 74-76)
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Cuando los que concurren a la iglesia se
introducen en el espacio sagrado, lo hacen como personas individuales, con sus
cualidades y circunstancias particulares, sus preocupaciones y anhelos. Cada
uno está en sí y frente a los otros, cada uno está cerrado herméticamente en si
mismo, imbuido de todas esas sensaciones basadas en las palabras: “yo… no tú”,
con sentimientos de extrañeza, de indiferencia, de desconfianza, de arrogancia,
de aversión y de enemistad; mediante los endurecimientos que trae consigo la
lucha de la existencia cotidiana y los desengaños que ha experimentado la buena
voluntad. Así ingresan en el templo, así se paran, se arrodillan y se sientan
dentro de él. Pero esto no constituye todavía una comunidad. Consideremos lo
que es incorrecto o cuestionable en esta actitud, como ser la dureza de
corazón, el orgullo, el rencor, etc. En su interior, se encuentran hombres con
sus pensamientos, sentimientos, aspiraciones, etc. Cada uno de los asistentes
con toda su actitud: “yo”. Pero esto también adquiere, por lo general, la forma
de un amor propio ampliado. En lugar de un yo individual, se presenta el yo
como grupo natural, el cual no tiene nada que ver con lo que efectivamente
significa la “comunidad”. En realidad, la comunidad es la asamblea de los que
pertenecen a Cristo, el pueblo santo de Dios unido en la fe y el amor. Lo
específico en ella es la obra de Dios, la nueva creación realizada por él. Pero
eso específico se expresa en la actitud de los hombres mismos.
Si alguna vez consideramos atentamente
las oraciones de la santa Misa, notaremos que en ellas la palabra “yo” se usa
en muy contadas ocasiones. Cuando aparece es porque tiene una razón precisa.
Por ejemplo, en la oración inicial, ante todo en el “yo confieso…”; en el
Credo, donde el individuo hace una profesión de fe personal ante la revelación
de Dios; en las oraciones inmediatamente antes de la comunión, porque
justamente proceden de lo más íntimo del individuo. Pero, por lo general, se
dice “nosotros”: te alabamos, te adoramos, te bendecimos, te damos gracias, te
glorificamos, perdónanos, socórrenos, ilumínanos… Este “nosotros” es la
comunidad, es algo reconocido, querido y perfeccionado en forma acorde a lo que
significa. Con esto decimos también que no estamos haciendo referencia
específicamente a la “vivencia comunitaria”, a la experiencia gozosa, grande o
impactante, de la unidad íntima de muchos frente a Dios, la cual a veces
sobrepasa a los individuos, los satisface y sostiene. Como toda vivencia
auténtica, esa experiencia es un don que o bien se prolonga por horas o bien no
es concedido, sin que se puede hacer algo respecto a eso. Aquí no estamos
hablando de la “vivencia”, sino de la “realización efectiva” de la comunidad.
No se trata de lo que se nos ofrece, sino de loque queremos y debemos hacer.
Para avanzar, tendremos que tener en
claro, ante todo, cuán profundamente estamos encerrados en nosotros mismos y qué
egoístas somos, a pesar de todo lo que decimos sobre la comunidad. Cuando
hablamos de comunidad, solemos referirnos sólo a una vivencia de autoexpresión,
en la que sentimos la vida colectiva a nuestro alrededor, y apoyados en ella
nos elevamos por encima de nuestra pequeñez, con lo cual nos sentimos más
fuertes o más entusiasmados que de costumbre. Pero, en realidad, los hombres
están siempre solos consigo mismos, aun cuando están durante mucho tiempo junto
a los demás. Lo que se opone verdaderamente a la comunidad no es el
individualismo, sino el egoísmo. Éste es el que debe ser derrotado, lo cual no
se consigue por un frecuente y extenso trato social, sino por la superación
interior del propio parecer, se asumen sus deseos como propios y uno se humilla
a sí mismo a causa de ellos.
Quizá en alguna ocasión, particular nos daremos cuenta de cuáles son los muros de indiferencia, de falta de respeto y de enemistad que se levantan entre nosotros y el otro, por lo cual antes de la misa o durante la oración inicial, buscaremos derribar esos muros. (continúa)
Quizás no lo puedes hacer tal como el Sermón
de la Montaña lo dice en su divina simplicidad: que abandones todo, vayas,
repares tu falta y vuelvas. Pero tal vez no se tenga que decir con tanta
ligereza que no se puede hacer. El hombre puede hacer mucho más que lo que se
imagina, y sería muy bueno para nuestra existencia cristiana, aburguesada y
empobrecida, que más a menudo cada uno, a partir del corazón creyente,
sencillamente fuese e hiciese lo que el amor, el arrepentimiento y la
generosidad le piden.
En consecuencia, si perdonas
sinceramente, el vínculo sagrado se recompone. Quizás esto no suceda en la
primera ocasión. A veces, el desengaño y la indignación son tan grandes, que
sinceramente resulta muy difícil que puedan ser perdonados. En este caso, haz
al menos lo que puedas, y ruega a Dios que él vigorice tu esfuerzo. Quien
consuma el auténtico perdón no es el hombre. El mandamiento de “perdonar al
enemigo” también puede ser expresado de la siguiente manera: “escucha el
mensaje de que te es posible perdonar a tu enemigo por cuanto Cristo -que en la
cruz ha perdonado a sus enemigos- obra en ti el perdón”. Si el hombre
simplemente perdona por sí mismo, por sus propias fuerzas, esto es algo
diferente de lo que el Señor afirma. En tal caso, la sensatez es la que evalúa “no
importa, aquí no ha pasado nado”; la indiferencia es la que afirma “que importa”;
la que, por contraste, no es otra cosa que aversión encubierta, es la afabilidad
artificial; la cobardía es la que no se tiene confianza para resolver las
cuestiones, etc. El perdón que Cristo predica es otra cosa.
Significa que el amor de Dios gana espacio y crea ese nuevo orden que debe reinar entre los hijos e hijas de Dios. En consecuencia, si por amor a Dios y a su sagrado misterio te empeñas en efectivizar el mandamiento del amor, creas el ámbito en el que Dios hace crecer la comunidad de los que están unidos en su amor.
La confesión sacramental, un camino de libertad y
de amor a Dios
La confesión es un tesoro infinito —cada sacramento lo es— para los cristianos de todos los tiempos. Allí nos encontramos con la misericordia sin límites del Señor. Allí volvemos a ser nosotros mismos, y nos ponemos de nuevo en manos de Dios, confiadamente, con una alegría inquebrantable. La confesión sacramental es camino de libertad y de amor al Señor.
El sacramento de la confesión y la
vida cristiana
Necesitamos la gracia que nos
concede el Señor a través de los sacramentos. La novedad en
nuestra existencia viene por esa participación en la vida divina.
San Josemaría amaba con locura esas
“huellas de Cristo” y animaba, a cada persona que trataba, a que
frecuentase con devoción los sacramentos para vivir vida cristiana. Invitaba,
inspirándose en la parábola del hijo pródigo, a “volver hacia la casa del Padre, por medio de ese
sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos
de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios”
(San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64)
El Catecismo de la Iglesia Católica
recuerda que “sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Jesús
es el Hijo de Dios, y dice de sí mismo: ‘El Hijo del hombre tiene poder de
perdonar los pecados en la tierra’ (Mc 2,10) y ejerce ese poder
divino: ‘Tus pecados están perdonados’ (Mc 2,5; Lc 7,48)”.
Y también expone algo más: al atardecer del día de la
Resurrección, los discípulos se habían reunido en casa con las “puertas
cerradas por miedo a los judíos” (Jn 20,19). El Señor se presentó en medio de
ellos “y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los
pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos” (Jn
20, 21).
Crecer por dentro: confesión y
acompañamiento espiritual frecuente
(Extracto del Documental arriba encabezado, publicado por la Oficina del Opus Del de Madrid, 17.09. 2014)
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La comunidad no significa que se encuentran reunidas muchas personas, ni tampoco únicamente muchas personas piadosas y devotas. Se puede dar esto, pero en este caso carece de esa unidad, fortaleza y el mismo tiempo intimidad, que define a la “comunidad”. De esta característica esencial habla la frase de Cristo: Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos (Mt 18,20). También lo hace el libro de Los Hechos de los Apóstoles, en su relato sobre los primeros tiempos después de Pentecostés: Íntimamente unidos, frecuentaban a diario el Templo, partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón; ellos alababan a Dios y eran queridos por todo el pueblo. Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad con aquéllos que debían salvarse (2,46-47). La comunidad existe allí donde un grupo de personas están reunidas en virtud de la fe, conscientes de su permanencia a Cristo y de la celebración del misterio sagrado.
Esto no ocurre porque sí, sino que los hombres, en torno a quienes se produce esto, deben hacer algo. A veces, se produce espontáneamente, por ejemplo, cuando una necesidad apremiante o una alegría poderosa inunda los corazones, o la persona de un expositor inspirado reúne a un auditorio, o una de esas misteriosas oleadas espirituales atraviesa las horas y, a partir de muchos individuos, configura una gran unidad, emocionada y orientada por algo común a todos. Por regla general, una comunidad surge cuando los hombres la desean. En esto pueden ayudar muchos factores: la solemnidad del lugar, el sonido del órgano, el poder de la Palabra de Dios, la gravedad y el misterio de la acción sagrada.
Para que haya comunidad, el creyente debe comprender lo que es ella, debe quererla y hacer lo que le corresponde para lograrla. Aquí habría mucho que decir, ante todo, algo que tiene que acontecer antes de entrar en la iglesia.
El Señor dice en el Sermón de la Montaña […] si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda Mt 5,23-24). Significa que cuando vas a celebrar la fiesta sagrada y te viene a la conciencia de que has hecho algo injusto a alguien y él está enojado contigo, no puedes entrar en el templo, como si no pasara nada. Si así lo haces, entras en el espacio externo, pero no en la comunidad, pues ésta no te acepta. Ella se quiebra allí donde tú estás. La comunidad es la relación sagrada que aquí va desde un hombre hasta otro, por cuanto conduce desde Dios al hombre y desde éste hacia Dios. Ella es la unidad que consiste en que el Cristo viviente “está en medio de éstos”, frente al rostro del Padre y en la fuerza del Espíritu Santo. Pero cuando tú cometes alguna injusticia contra “tu hermano”, es decir, contra cualquier hombre, y él te lo reclama, entonces se levanta entre ambos un muro que, destruye esa unión sagrada. En lo que a ti respecta, no hay aquí ninguna comunidad. Si debe haberla -y tú eres responsable de que eso ocurra-, ordena las cosas.
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Jesucristo y los Mandamientos
Los diez mandamientos son considerados por el antiguo pueblo hebreo como fruto de su alianza con Dios en el Sinaí. Y sabemos que, en tiempos de Jesucristo, eran muy venerados y conocidos por todos los buenos judíos.
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“Amarás al prójimo como a ti mismo”. A veces, se nos olvida o nunca nos hemos dato cuenta de que “prójimo” es la misma palabra castellana que “próximos”.
Es más “prójimo” el que está más “próximo”. Y precisamente porque está más cerca, hay que amarle más. A esto s ele llama también el “orden de la caridad”. Está bien amar a toda la humanidad, pero hay que empezar por amar a las personas más cercanas. Esto que parece tan lógico es difícil. Amar a la humanidad es bastante fácil. Sobre todo, es fácil pensar y declarar que uno ama a la humanidad, porque es muy barato y no compromete a nada.
(Juan Luis Lorda, Los diez mandamientos, colección Patmos n. 269, Ediciones Rialp)
La obligación del Decálogo
Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia el prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están grabados por Dios en el corazón del ser humano. (Catecismo de la Iglesia Católica n. 2072)
PREPARACIÓN PARA LA
CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: La
palabra suplicante
Romano Guardiani, capítulo 17
En
sentido estricto, la oración de alabanza se opone a la oración de súplica.
Encontramos esta última ante todo en tres momentos: en la llamada oración
colecta después del Gloria, en la oración secreta después del ofertorio y en la
oración de Postcomunión después de la antífona de comunión.
También en la plegaria eucarística,
justamente en las diferentes peticiones que se hacen antes y después de la
consagración y en el epilogo del Padrenuestro. Aquí debemos ocuparnos en
particular de la oración que aparece en los tres momentos mencionados en primer
término y que es designada con el expresivo término de “Oraciones”.
Estamos tratando de algo importante, lo
prueba la introducción que precede a estas oraciones: El sacerdote besa el
altar -lo cual expresa un contacto muy íntimo con el lugar en el que Dios está
junto a nosotros-, luego se dirige al pueblo y, separando solemnemente las
manos dice: “El Señor esté con vosotros”, a lo que el pueblo responde: “Y con
tu espíritu”. Son las mismas palabras de recogimiento y de fortalecimiento que
ya encontramos antes del Prefacio. Luego el sacerdote dice: “Oremos”, y
continúa la oración. La introducción es aun más solemne en la Oración sobre las
ofrendas. En ésta, el sacerdote dice primero: “Orar hermanos”, y luego prosigue:
para que este sacrificio mío y vuestros sea agradable a Dios, Padre
todopoderoso”, y se responde: “El Señor reciba de tus manos este sacrificio
para alabanza y gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa
Iglesia”. Tras esta preparación, continúa la oración sobre las ofrendas que han
sido puestas en el altar.
En principio, la forma de estas oraciones
nos causa una impresión extraña. Nuestras oraciones suelen ser más ricas en
palabras, contienen más sentimiento, y el estado personal del orante se expresa
en ellas muy directamente. Es verdad que las oraciones de la Misa no son todas
tan austeras como las mencionadas, que provienen de épocas muy tempranas, pero
su carácter es más o menos el mismo. Estas oraciones de la misa, no provienen
del sentimiento personal del individuo, sino de la conciencia de la comunidad,
mejor dicho, de la Iglesia. Ellas son oficiales, del deber, de la
responsabilidad.
Esa piedad tiene una profunda relación
con nosotros; es una piedad objetiva y constituye para nosotros, que caemos fan
fácilmente en el individualismo y en el intimismo exacerbado, una confirmación
y un complemento importante.
¿Hay un orden que guía? Cualquiera sea su
contenido, todas las oraciones concluyen con una frase particular, la llamada
cláusula, que está concebida en estos términos: “…por Nuestro Señor Jesucristo,
tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios,
por los siglos de los siglos”. Aquí aparece claramente el orden por el cual
tiene su fundamento en la relación que existe entre la meta, el camino y la
fuerza con la cual se recorre este último. La meta del Padre, a él se dirige la
oración que busca su rostro, el camino es Cristo y la fuerza es el Espíritu
Santo.
Todo esto es muy importante, porque en
ello se expresa el orden de la existencia cristiana. Este orden es tan
verdadero y esencial, que realmente no somos consciente de él. Es el orden de
la verdad y del amor en el que Dios mismo vive y según el cual ha creado y
redimido al mundo. Él nos llama nuevamente a insertarnos en este orden, y según
ese orden también debe perfeccionarse nuestra oración.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / La palabra alabanza, capítulo 17 p. 65-69)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: La palabra de alabanza
Romano Guardiani, capítulo 16/2
El hombre da gracias a Dios por todo, porque todo es don. Todo significa toda la existencia, tal como surgió de la creación y posteriormente de la redención. Este dar gracias es el sentimiento que más se aleja de toda pequeñez y egoísmo, es la gran apertura del corazón, es un amor que abarca en su totalidad la amplitud de la existencia y la plenitud de la verdad.
Este amor encuentra su más bella expresión en la Gloria, cuando dice: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. “Dar gracias” significa agradecer, aclamar, demostrar la más pura benevolencia. En especial, los griegos, al igual que los romanos, alababan, la virtud de la magnanimidad, la libre nobleza del ser. Tal actitud aparece aquí en relación con Dios y se expresa maravillosamente al decir “te damos gracias por tu inmensa gloria”
Las alabanzas son recorridas por un movimiento profundo, diferente del de la experiencia individual. Quien las pronuncia no es el individuo, sino la comunidad, es decir, la Iglesia. Pero la Iglesia es más que la mera suma de fieles, incluso es más que la gran organización que todo lo abarca. San Pablo y san Juan nos dicen que ella es un ser viviente poderoso -la humanidad renacida en Cristo-, en la que los individuos se configuran como células palpitantes. Esta Iglesia es la que habla en las alabanzas. Quizás se podría agregar que lo que se exterioriza en los himnos litúrgicos no es la alegría de esta Iglesia, sino la alegría de Dios mismo. San Pablo afirma que el mismo Espíritu Santo reza en nosotros “con gemidos inefables “(Rom 8,26).
Si esto es válido para toda ocasión, lo es en particular aquí. Las alabanzas del Antiguo Testamento provienen del entusiasmo profético, las del Nuevo Testamento del acontecimiento de Pentecostés. El libro de los Hechos de los Apóstoles y la Primera carta a los Corintios nos hacen saber cuán fuerte era el torrente interior y la efusión del Espíritu. Tan fuerte era, que su exteriorización rompía incluso el orden lógico de los pensamientos y del lenguaje, de tal modo que sólo se podían percibir balbuceos y clamores. Pero el mismo san Pablo exhorta a refrenar estas efusiones, ya que la palabra encauzada por la verdad y por la disciplina interior es superior a estos arrebatos y balbuceos. Los creyentes deben orar al Señor con “himnos y cánticos inspirados” (1Cor 14; Ef 5,19). De aquí surgen el himno eclesial. La alegría y la fuerza ascensional del Espíritu que el Padre nos ha enviado en su nombre a Cristo, se desbordan y retornan al Padre.
La palabra revelada exige que la escuchemos con recogimiento y que nos entreguemos confiadamente a ella; la de la consagración reclama que asistamos con profundo respeto y presenciemos esta acción sagrada. La palabra de alabanza exige que nos la apropiemos y le demos lo mejor de nosotros, mejor dicho, que nos ofrezcamos nosotros mismos, que nos apoyemos en ella, que nos enseñe a orar y que nos eleve por encima de la pequeñez y pobreza de nuestro ser miserable. También aquí podemos simplemente repetir lo que iya hemos dicho muchas veces. Una buena preparación consistiría en leer el Gloria, el Salmo o el Prefacio el día anterior a la celebración de la Santa Misa o inmediatamente antes de su comienzo, dejar que esa lectura nos vivifique interiormente y nos ejercite en la elevación espiritual que conlleva.
miércoles, 26 de junio 2024
Si en España decimos que conviene que la teología esté en la universidad, recibiremos una mirada irritada de los laicistas más duros y otra de amable conmiseración de una mayoría que nos tomará por locos. Pero podemos alegar, amablemente, que los que están locos son los que no piensan en Dios. Porque han perdido la dimensión más profunda del mundo y de sus personas. Por lo menos, un teólogo debería sentirlo así. Debería darle una pena inmensa, como a Jesucristo ver tanto “como ovejas sin pastor”. Y esa pena sincera es un estímulo enorme para su tarea.
En su hermoso libro sobre santo Tomás de Aquino, dice Chesterton: “Cada generación es convertida por el santo que más la contradice”. Ortega y Gasset declaró que la misión de un intelectual es, precisamente, “oponerse y seducir”: oponerse a lo equivocado e injusto de una cultura, y cautivarla con la razón y la hermosura. Se atribuye también a Chesterton (nadie lo ha encontrado) que “el que no cree en Dios está expuesto a creer en cualquier cosa”. Así es. Durante decenios, la humanidad europea ha creído masivamente y con auténtica devoción en el marxismo. Porque Dios no ocupaba el sitio que debía en los saberes.
Lo explica John Henry Newman en su genial La idea de una universidad: “Si elimináis una ciencia del círculo del conocimiento, no podréis conservar vacío su puesto. Se olvidará esa ciencia y las demás se empujarán unas a otras, saliéndose de sus límites y entrando donde no deben”. Si eliminamos la teología, la reflexión sobre la causa última y la salvación cristiana, ese enorme hueco se llenará de trivialidades incapaces de dar sentido a la vida y fundamentar la moral, la convivencia y la dignidad de las personas. Hasta hace bien poco han ocupado ese hueco ideologías criminales y hoy lo ocupan, por defecto (defecto de teología), las ciencias positivas: a falta de otra cosa, muchos creen que todo es física y evolución.
Pero una persona que cree que es fruto de la evolución de la materia a partir de la nada y por pura casualidad, ha perdido literalmente la razón. Como argumentó Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona en 2006, ¿cómo puede una razón pretender que es razón si está sustentada en un proceso caótico? (continua)
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miércoles, 19 de junio 2024
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: La
palabra de alabanza
Romano Guardiani, capítulo 16/1
Dijimos antes, al hablar de la palabra de la revelación, que la Verdad es proclamada ante todo en la Epístola, en el Evangelio y en la homilía que sigue a continuación. Después hemos hablado de la palabra operante que se pronuncia en la consagración para cumplir con lo que el Señor ha encomendado. Además, en la misa se encuentra la palabra orante. No habría mucho para decir sobre ella, porque se entiende inmediatamente lo que significa. A pesar de ello, queremos fijar la atención en un punto importante.
La oración aparece en la misa, ante todo en la forma expresiva de la alabanza o del himno. A este género pertenece la gran doxología, también llamada Gloria, a causa de la palabra con que comienza. Esta oración se inicia con la alabanza de los ángeles de Belén (Lc 2, 14), continúa con una serie de exclamaciones que alaban la soberanía de Dios, luego se transforma en una especie de letanía en la que se invoca a las tres santísimas Personas de la Trinidad Divina -ante todo a Cristo-, y culmina con la mención gozosa del Dios trinitario.
También es alabanza el llamado Prefacio, el cual constituye la introducción a la oración suprema de la misa denominada Canon, que abarca la consagración. Ya en las frases introductorias, se pone de manifiesto cuán solemne es esa alabaza, porque en ellas el sacerdote y el pueblo se invitan mutuamente y en forma alternada a fortalecerse, elevando el espíritu. El himno propiamente dicho comienza con el homenaje al Padre que está en los cielos, basado en el misterio de la festividad que precisamente se celebra, y al concluir se une al coro de ángeles que contemplan la soberanía de Dios, para terminar con el cántico llamado Santo. La primera parte de este cántico está tomada de la visión del profeta Isaías, quien la escuchó de los labios de los querubines (Is 6,3), la segunda parte, del relato del evangelio sobre la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando los niños lo aclamaban como “el Señor” (Mt 21,9).
Además, en determinadas fiestas solemnes, encontramos alabanzas entre la Epístola y el Evangelio. Son las llamadas secuencias, es decir, himnos que ensalzan el acontecimiento objeto de la fiesta, a través de los cuales se invoca a Dios. Tales secuencias se cantan particularmente en las misas de Pascua, de Pentecostés y del Corpus Christi.
Por último, muchas veces el tono de alabanza se refleja, por cierto, en forma muy tenue, a través de ciertas fórmulas de la entrada, del ofertorio y de la comunión, así como también en el Salmo, en el que, junto con la invocación del Aleluya, se entremezclan versos que se vinculan a la Epístola como si fueran un eco y con el Evangelio como si fueran un preludio.
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / La acción sagrada, capítulo 16/1 p. 62-63)
miércoles, 5 de junio 2024
DE LA SANTA MISA: La palabra
Romano Guardiani, capítulo 15/2
“Anticiparemos algo que será tratado después con más detalle, pero
que debe ser repetido en lo que se refiere al núcleo y a la esencia de toda la
misa. Lo que Jesús realizó por medio de esas palabras en la Última Cena fue
distinto lo que hizo en otra oportunidad, cuando dio una “muestra del poder de
Dios”, del cual estaba totalmente imbuido. Esas palabras no llamaban sólo a las
fuerzas de la creación a servir al Reino de Dios, sino que, además, constituyen
el fundamento de un nuevo mundo, junto con la Encarnación y la Resurrección.
Esas palabras son del mismo rango o jerarquía que aquéllas que en el principio
crearon el mundo. Pero para el Señor esas palabras debían consumar su obra
creadora una única vez, en esa noche, y hacerlo en forma incesante desde aquel
momento “hasta que él vuelva”, tal como dice san Pablo (1 Cor 11,26). Estas
palabras debían resonar en forma ininterrumpida en el transcurso de la
historia, y eso nuevo debía reproducir lo que esas palabras habían obrado por
primera vez en ese entonces. Por eso el Señor se las transmitió a sus
discípulos, encomendándoles: “haced esto en conmemoración mía”.
En consecuencia, cuando el sacerdote dice
estas palabras, éstas no sólo son comunicadas, sino que ellas mismas surgen y
crean. Por eso también es evidente que aquí no sólo estamos en presencia de un
hombre que le habla a la comunidad. Si bien el sacerdote pronuncia estas
palabras, ellas no le pertenecen: él sólo las transmite, pero en una forma tal
que no depende ni de su fe personal, ni de su piedad ni de su capacidad moral,
sino de su oficio. A través de su oficio, el sacerdote efectúa lo que el Señor
ha encomendado. Quien en realidad pronuncia estas palabras ahora, al igual que
antes, es Cristo: únicamente él puede pronunciarlas. El sacerdote simplemente
le presta al Señor su voz, sus pensamientos, su voluntad, su libertad… en la
misma forma que el agua sirve para el Bautismo, aunque el nuevo nacimiento no
se origina en su capacidad purificadora, sino en el poder de Cristo. Cristo es
el que bautiza, al igual que es él quien pronuncia las palabras de la
consagración en la misa.
Nuestra propia actitud tiene que estar de acuerdo con la índole de estas palabras. En ellas no se trata simplemente de un escuchar y de un aceptar piadosos, pero tampoco de una consumación en sentido específico. Lo primero sería poco, pero lo segundo sería por cierto demasiado. El sentido correcto lo da la exclamación del diácono, quien afirma luego de las fórmulas consagratorias: “Mysterium fidei - ¡Misterio de la fe!”. La exclamación anuncia que ahora se revelan la obra más íntima de Dios y su amor más profundo. Nos exige estar atentos e introducirnos en ellos, con toda la energía de la que es capaz nuestra fe”.
viernes, 31 de mayo 2024
DE LA SANTA MISA: La palabra
Romano Guardiani, capítulo 15/1
La Palabra de Dios está presente a lo largo de toda la santa Misa,
así como en general está presente en toda la liturgia. Muchas de sus partes,
como la Epístola y el Evangelio o el Padrenuestro recitado en el momento más
solemne, son notable pasajes que están ligados a la Sagrada Escritura. La
antífona de entrada, el ofertorio la comunión contienen frases breves tomadas
de diversos textos bíblicos, acordes con el significado de cada día. Lo mismo sucede
con el Aleluya entre los textos, que unen la Epístola y el Evangelio. Finalmente,
en las Oraciones propiamente dichas, las palabras de la Escritura o las
alusiones a sucesos relatados en ella se repiten una y otra vez, y participan
de su eficacia sagrada. Un carácter especial adopta en la parte central de la
misa, en la consagración, una frase del Señor.
Después del ofertorio, en el que el pan y
el vino han sido preparados para el banquete sagrado, comienza justamente la
oración fundamental; la Plegaria eucarística. Luego de la Epíclesis (invocación
al Espíritu Santo), después de la Oración sobre las ofrendas, se dice “En la
víspera de su Pasión tomó el pan en sus santas y venerables manos, levantó los
ojos al Cielo y te dio gracias a ti, Dios Padre todopoderoso, lo bendijo, lo pasó
y lo dio a sus discípulos diciembre: `Tomad y comed todos de él, porque esto es
mi cuerpo`. Del mismo modo, después de la sagrada cena, tomó este cáliz
glorioso en sus santas y venerables manos, te dio gracias de la misma manera,
lo bendijo y se lo entregó a sus discípulos, diciendo: ´Tomad y bebed todos de
él, poque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la nueva y eterna alianza´ -
¡Misterio de la Fe! – “que ha sido entregado por vosotros y por todo el mundo
para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía”.
Estas palabras proceden de los relatos evangélicos, así como de la
Primera Carta a los Corintios, en los que se relata la institución de la
Eucaristía. Por eso parece que ellas -al igual que la Epístola y que los
Evangelios, sólo que con más énfasis- repitieran simplemente lo que ocurrió en
ese entonces. Pero, consideradas detenidamente, se percibe que hay en ellas
ligeras modificaciones con respecto a los textos mencionados. Leyendo el texto
bíblico, el sacerdote no sólo relata lo que ocurrió, sino que hace lo mismo que
relata. Sus palabras no dicen solamente “dio gracias”, como en el texto
bíblico, sino “levantó los ojos hacia ti, Padre Todopoderoso, y te dio gracias”.
Es a Dios a quien se dirigen esas palabras. Al mismo tiempo que el sacerdote
dice “tomó el pan”, él toma realmente la hostia que está sobre el altar e
inclina la cabeza cuando pronuncia las palabras “dio gracias”.
En consecuencia, las frades decisivas –“porque
este es mi cuerpo” y “porque éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la
alianza nueva y eterna que será derramada por vosotros y por todo el mundo para
el perdón d ellos pecados”- adquieren un carácter nuevo. Todo el párrafo se
desplaza desde el pasado hacia el presente, desde el relato hacia la acción, y
las frases arriba citadas no sólo relatan lo que él Señor dijo, sino que son
afirmadas a partir del acontecimiento actual: no son recuerdo, sino realidad
efectiva. Que se trata de algo extraordinario y plenamente misterioso lo indica
la frase que se pronuncia luego de la consagración del cáliz: “¡Este el
misterio de nuestra fe!”. Tenemos que comprender bien estas palabras. Luego que
es sacerdote pronuncia las frases de la consagración, el diácono que está a su
lado eleva su voz y proclama en forma solemne: “¡Éste es el misterio de nuestra
fe!”. Pero el significado de esta vigencia absoluta de las palabras del Señor
lo expresa la última frase: “haced siempre esto en conmemoración mía".
Aquí, con las palabras de la Sagrada Escritura, ocurre algo diferente de lo que acontece en la Epístola y el Evangelio, que en el Padrenuestro o en la alabanza del Gloria. En estos casos, la Palabra de Dios es leída, proclamada y oída a partir de la Sagrada Escritura. El sacerdote y el pueblo la hacen suya y la dirigen como oración a Dios. Pero en la consagración, la Palabra de Dios se hace realidad. Se repite ahora lo que fue dicho por Cristo en una oportunidad, no como una palabra nueva, que se origina en la hora presente y de diluye junto con ésta, sino como la palabra antigua pero nueva, afirmada por Cristo en una ocasión y perteneciente a esta hora. La “conmemoración” que se consuma aquí no consiste en que la comunidad recuerde lo que él ha dicho en su oportunidad, sino en que lo mismo que se dijo en esa ocasión forma parte de esta hora. Continúa en el capítulo 15/2
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / La acción sagrada, capítulo 15/1, p. 59-60)
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lunes. 20 de mayo 2023
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
Ya hemos dicho respecto a esto que el
hombre recibe en plenitud la Palabra de Dios cuando la escucha. La palabra se dirige
no sólo al entendimiento sino también al hombre, tiene el modo del hombre y busca
la unidad viviente de espíritu y sangre, alma y cuerpo. Debe ser recibida con
su sentido y con su forma, con su sonido, con su calidez y su
potencialidad. Éste es el significado de
la comparación de la palabra con la semilla.
La palabra tiene que ser efectivamente escuchada,
no solamente leída. La palabra se dirige
hacia nuestro interior a través del oído, no a través de la vista -de la misma
manera que debemos percibir la forma y el color con la vista, no con el oído,
según una transformación artificial. El “como” -la forma- no puede ser separado
del “que” -el contenido-. La Palabra mediada por la escritura y la vista es
diferente de la palabra hablada y percibida por el oído. En la lectura, la
palabra se reduce, ya que, en lugar del sonido, se presenta la letra impresa.
En el culto divino, la palabra no sólo debe ser leída. Si se intentase hacer
sólo esto, todo lo que se necesitaría sería repartir libros, y todos, tanto el
sacerdote como los fieles, se sumergirían tranquilamente en ellos, con lo cual
se conformaría una sociedad de lectores. Lamentablemente, la misa, muchas
veces, se ve reducida sólo a eso, pro no deber ser así. La palabra tiene que
elevarse desde el Libro Sagrado hacia los labios, atravesar el espacio, ser escuchada
por oídos atentos y recibida por corazones bien dispuestos.
Por eso, a partir de las circunstancias
actuales, debemos hacer las cosas de la mejor manera posible. Ante todo, cuando
el texto sagrado es leído, hay que escucharlo con perfecta atención, no sólo
como si se esperara una señal para saber “dónde estamos”, sino para recibirla
con el espíritu despierto, con el alma abierta y con el corazón dispuesto. Esta
atención es tanto más necesaria, por cuanto ya hemos escuchado innumerables
veces estas palabras sagradas. Nos hemos habituado a ellas, por eso no causan
una profunda impresión en nosotros, ya que creemos que conocemos demasiado bien
lo que significan las afirmaciones del ¨Sermón de la Montaña, las parábolas de
Jesús o las frases de las cartas de los Apóstoles. Cuando se las lee, pareciera
que inclinásemos la cabeza y dijésemos: “¡ya las sabemos!”. Debemos superar
esta mala disposición, porque si no nuestra alma será como una calle sobre la
cual siempre transitan peatones y circular coches, es decir, será áspera e
incapaz de recibir semilla alguna. Sería bueno que leyéramos previamente los
textos sagrados, en las vísperas de la celebración. Quizá sería mejor leerlos
en el texto bíblico mismo, para poder comprenderlos mejor en el contexto y
consultar lo que dicen las notas que aclaran o explican los pasajes difíciles.
Lo mismo vale para los restantes textos de la misa, es decir, para la antífona de entrada, para el ofertorio y para la comunión. También aquí obraremos bien, si escuchamos con atención. Cuando lo que dice lector resulta casi inaudible -lo que lamentablemente es muy común-, la palabra escuchada tiene siempre mayor potencialidad que la leída. Es esta ocasión, se podrá también hacer hincapié en que, a veces, los breve pasajes citados líneas arriba, variables para cada día, no resultan muy comprensibles a causa de su brevedad. Estos textos son extraídos siempre de contextos más amplios, ante todo los Salmos, pero también de otros libros de la Sagrada Escritura. Por eso es muy provechoso, en un segundo momento, consultar el pasaje correspondiente en la Biblia y comprenderlo en su contexto.
martes, 14 de mayo 2024
En la misa, la palabra es ante todo una forma de revelación, mediante la cual Dios le dice al hombre quién es él y qué es el mundo ante él. Dios manifiesta su voluntad y otorga su promesa. Es la palabra de la Sagrada Escritura que, en la celebración del memorial del Señor, nos sale al encuentro en cada paso, ante todo en su primera parte, compuesta casi exclusivamente de palabras, mientras que la acción está reducida a su mínima expresión, como determinados gestos y actitudes, o se desplaza simbólicamente de un lugar a otro.
La Primera lectura, la Epístola y el Evangelio son textos extraídos directamente de la Sagrada Escritura. Aquélla del Antiguo Testamento, la segunda -como su nombre indica- de las epístolas apostólicas, a veces también de los Hechos de los Apóstoles, y el último, como lo dice su nombre,
La Palabra de Dios es un gran misterio. En ella habla él mismo, pero con lenguaje humano. Parece que hubiera también un hablar de Dios, que se mantiene, por así decir, en un nivel puramente divino, a través del cual concede inmediatamente luz y sabiduría al espíritu; no se expresa con palabras humanas, sino que permanece en un plano que roza simplemente lo íntimo del hombre, proporciona un convencimiento sosegado, pero inmediatamente comprensible.
Quiere decir que esta palabra tiene que ser aprehendida también efectivamente como “palabra”.
lunes, 6 de mayo 2024
DE LA SANTA MISA: La acción sagrada
Romano Guardiani, capítulo 13/2
Es indudable que esto constituye la
institucionalización, es decir, el centro del culto cristiano. Cuando Dios
dictó la ley de la Pascua, encargó a los hombres hacer una ofrenda en un tiempo
determinado, celebrar un banquete y conmemorar en él la liberación producida
antaño. Ésta era una acción que se desarrolló en forma acorde con lo que los
hombres tienen posibilidad de hacer, pero que, en sentido riguroso, se nutrió
del mandato divino. Con la acción que Cristo instituye ocurre otra cosa. Él no
dice: “deben reunirse un día determinado y organizar una comida en armonía.
Entonces el más anciano tiene que bendecir el pan y el vino, y recordarme en
ese gesto”. Tal acción sería semejante a la cena pascual, cabría dentro de lo
que le es posible hacer al hombre; divino sería sólo el acontecimiento que ella
conmemoraría. Pedro Cristo dice otra cosa. En la frase “haced esto”, el esto
significa precisamente lo que yo he hecho. Pero lo que él hizo es algo que va
más allá de toda posibilidad humana, ya que es una acción de Dios, surgida de
su amor y de su omnipotencia en forma tan incomprensible como la creación y la
encarnación. Jesús confía esta acción a los hombres. No dice “pedid que Dios la
haga”, sino simplemente “haced”, con lo cual pone en sus manos una acción que
sólo puede ser realizada por Dios. El misterio de este acto es análogo al del
lugar sagrado y al del tiempo santo, que ya han sido tratados. El hombre obra,
pero en el obrar humano obra Dios, y no sólo porque Dios participa en todo
obrar humano, sino también que tenemos de él la realidad y la fuerza, el
acontecimiento y la voluntad, de tal modo que todo nuestro obrar es obra de
Dios. Aquí nos encontramos con un acto particular e histórico, que no acontece
en ninguna otra parte tal como es ahora. En este sentido, la palabra
“institución” tiene aquí un significado totalmente particular y único: Dios ha
decidido, proclamado y dispuesto que los hombres deben ejecutar esta acción.
Pero tan pronto como ésta se realiza, él mismo realiza en ella una acción que
le está reservada tan sólo a él.
A este carácter de la acción, el hombre
le añade un sentimiento y un modo de comportarse particulares. Si algo debe
nacer de la originalidad de la experiencia, entonces el hombre tiene que
percibir lo que ocurre y debe tener la fuerza para expresarlo. El procedimiento
tiene que ser digno de fe, vital, noble, dueño de la palabra y del gesto. Si la
acción debe nacer del sentido proporcionado por las horas o las épocas que se
reiteran regularmente, el que la efectúa debe percibir la verdad de esta
relación y el misterio que la envuelve, y tener para esto una expresión acorde
a la diversidad de las horas que se repiten. Se exige algo más, cuando la
acción se origina en la institucionalización.
Este algo más no es la experiencia y las expresiones creativas, no es el conocimiento siempre nuevo del sentido que reside en el núcleo de la existencia y la apropiación de una forma expresiva reiterada, sino la obediencia frente a la voluntad legisladora, el hombre tiene que conocer lo que el Señor ha querido y hacer lo que ha pedido. Esto es el culto, independiente tanto de la experiencia particular como de la comprensión de su significado natural. Este culto tiene su origen en la fe y en la obediencia. No configura ninguna acción particular, sino que recoge una acción divina, le prepara el lugar y le da la fisonomía de un acto terrenal. En consecuencia, en su sentido profundo, es una actitud desinteresada, en la cual el hombre alcanza indudablemente su propio ser. Por eso, esta acción puede ser realizada ininterrumpidamente, bajo las diferentes circunstancias de la historia universal y de la historia particular, tanto en tiempos de riqueza como de pobreza, tanto en las horas de aflicción y de tristeza, como en los tiempos de libertad y de alegría. (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / La acciòn sagrada, capítulo 13,2, p. 54-55)
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viernes, 3 de mayo 2024
Después de haber expuesto la configuración sagrada del espacio y del tiempo, se debería hablar ahora de aquello que se realiza efectivamente en ellos: la acción de la misma misa. Pero de esto trataremos detalladamente en la segunda parte de este libro. Ahora sólo queremos ocuparnos atentamente de una sola cosa, precisamente del carácter que tiene esta acción. Una acción religiosa puede originarse en diferentes causas. Lo que actualmente es más afín a nosotros es la experiencia inmediata. Imaginemos que algunos hombres hubiesen escapado juntos de un peligro mortal y estuviesen a salvo; podemos pensar que podrían estar en silencio, basados en un signo interior, lo que demostrarían quitándose sus sombreros o por medio de alguna expresión de profunda emoción y reverencia frente a Dios. Su acción sería expresión inmediata de lo que habrían vivido, pero justamente sería solamente posible en este momento y entre estos hombres. En cuanto alguien quisiera repetir la misma acción, ésta sería falsa y desagradable.
Pero la acción también podría tener su origen en el significado contenido en un momento que se repite periódicamente. Por ejemplo, al final del día, cuando el hombre ha terminado su tarea, ha pasado por vicisitudes y ha cumplido con sus obligaciones, quiere sumergirse en la oscuridad del sueño, en el cual se anuncia la extensa noche de la muerte. En este momento, el hombre siente íntimamente que tiene que recogerse y ponerse en las manos de Dios, y si ha aprendido a obedecer los avisos interiores, también hará algo semejante a eso… Algo similar vale para el comienzo del día. También aquí el hombre siente que, en sentido estricto, debe hacer algo que es religioso por esencia, como es el afirmarse en sí mismo y dirigirse hacia lo que Dios exige de él. Lo mismo se podría decir para la finalización de un año y para el inicio del nuevo, etc. Estas acciones pueden reiterarse, ya que no proceden de una experiencia irrepetible, sino del ritmo de la existencia que se repite continuamente y es válido para todos. Es por eso que estas acciones también pueden ser realizadas siempre, en distintas circunstancias y por hombres diferentes.
Por último, una acción sagrada también puede surgir por efecto de una institucionalización. La “institucionalización” significa que algo ha sido declarado como válido y por eso obliga a los hombres a realizar una acción determinada. En este sentido, sólo puede instituir quien posee autoridad. Por ejemplo, un hombre que es apreciado por la fuerza religiosa que emana de su persona y tiene confianza de los demás, por un motivo valedero, puede instituir un día conmemorativo. Cuantes veces se reitere ese día, será ocasión para celebrarlo. Esta acción no procede ni de la inmediatez de la experiencia ni de la conexión natural de los días o de los años, sino de la autoridad de aquél que ha instituido la ley.
Únicamente Dios instituye con verdadera autoridad. Lo hizo cuando dispuso, al abandonar Egipto los hebreos, que cada año la cena pascual conmemorase esa salida liberadora. En esta celebración, Cristo instituyó, en la Última Cena, un segundo acontecimiento: la conmemoración de su muerte. En ella presentó su unidad con la voluntad del Padre, su vida y su misión redentoras y su realidad salvífica viviente, presente en las palabras pronunciadas sobre el pan y el vino y en la participación comunitaria de la comunión. Pero a los suyos les dejó encargado que conmemoraran en forma ininterrumpida este acontecimiento, cuando les ordenó: “HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA.” continúa
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / la acción sagrada, capítulo 13/1, p. 52-54)
sábado, 25 de abril 2024
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
Nos hemos preguntado en que consiste el
tiempo sagrado. La respuesta es que Dios de ha introducido en el tiempo, ha
vivido en él, ha obrado y cumplido un destino. Todo esto se resume en el día de
Pascua y en la reiteración del día de Pascua al comenzar cada semana y a lo
largo de todo el año. Pero ciertamente en el misterio mismo de la Misa, el
destino de Dios entre los hombres, encuentra una vez más una expresión
temporal.
Este destino divino se ha realizado en el
tiempo, pero la acción y el destino de Dios han tenido su origen en la voluntad
eterna. Esto aconteció una sola vez para siempre, razón por la cual allí, en
tanto acontecimiento terrenal, ha tenido su comienzo y su fin. Pero, al mismo
tiempo, esta voluntad divina permanece realmente invariable en el ámbito de la
eternidad, donde Cristo está con su destino delante el Padre. Sin embargo,
antes de morir, ha querido que su designio redentor sea conmemorado en forma
interrumpida. Es por eso que en la Última Cena Jesús les entregó a los suyos el
pan de su Cuerpo y el vino de su Sangre, diciéndoles: “Hagan esto en
conmemoración mía”. En consecuencia, los enviados por el Señor, para ejecutar
este mandato en todo el universo, actualizan lo que ocurrió en aquel entonces.
Este memorial que se consuma aquí no es solamente un recuerdo del pensamiento y
del corazón, sino que también resurge lo que es rememorado por ellos. Por medio
de la consagración, la verdadera gracia divina, presente en el ámbito de la
eternidad, se introduce en forma incesante en el tiempo.
En tanto que el Dios eterno existe en
nuestra dimensión temporal, según el tiempo santo en sentido específico. Éste
fue, en primer lugar, aquél que transcurrió entre el anuncio del ángel Gabriel
y la Ascensión del Señor. En este lapso, el Hijo de Dios encarnado estuvo entre
nosotros: vivió, obró y realizó su destino, en ese tiempo y en ningún otro. En
ese entonces, Dios se hizo realmente hombre, en aquel año del reinado de César
Augusto, y murió realmente en ese año “bajo Poncio Pilatos”. Ni antes ni después,
El Logos eterno hecho hombre ha existido en esos años. Esto se actualiza en la
celebración de la santa Misa. Cristo se introduce en medio de la comunidad
reunida y está corporalmente vivo y presente en ella, cada vez que el sacerdote,
a partir del poder que el Señor le ha concedido, repite las palabras sobre el
pan y el vino, y permanece allí hasta el momento de la comunión. De nuevo
tenemos un tiempo determinado, con principio y fin; un lapso breve, en el que,
en sentido estricto, se produce el “tránsito del Señor”.
Ser consciente de este carácter temporal
-de su comienzo, de su transcurso y de su fin- es esencial para la correcta
celebración de la misa. Se trata de un tiempo breve, pero que está impregnado
totalmente de eternidad. Esto es algo que se diluye fácilmente por la costumbre
de exponer el Santísimo durante la santa Misa -prohibida después de la reforma
litúrgica del Vaticano II-. Esta costumbre se origina en el deseo de los fieles
de tener lo más cerca posible al Señor en el misterio de la Eucaristía y
mantenerlo en medio de ellos. En esto hay algo muy vital, e incluso muchas
veces la Iglesia ha cedido a ese deseo. Pero se puede apreciar, justamente, que
cualquiera se da cuenta de que esto no se efectúa sin restricciones. La
exposición del Santísimo, durante la misa, suprime muy fácilmente la conciencia
del tiempo santo. Que la hostia permanezca sobre el altar en forma ininterrumpida
como su fuera una estrella, encubre el acontecimiento del” tránsito”, a través
del cual Dios se hace presente, permanece y vuelve a marcharse.
Es muy importante experimentar esta transitoriedad, es decir, el momento sagrado que proviene de la eternidad. Nos absorbe en sí y, en virtud de su permanencia, está con nosotros en forma diferente de la acostumbrada: en seguida nos hace salir nuevamente a la caducidad de la existencia cotidiana. Pero si hemos experimentado realmente esa transitoriedad, somos depositarios de la semilla de eternidad que proviene de la Resurrección del Señor, y nuestra vida en el mundo perecedero se transforma totalmente.
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“En el día del Señor, está insertado el
descanso del Creador del universo. De su institución. De su institución habla
el Génesis, cuando dice al final del relato de la creación. Así fueron
terminados el cielo y la tierra, y todos los seres que hay en ellos. El séptimo
día, Dios concluyó la obra que había hecho, y cesó de hace la obra que habría
emprendido. Dios bendijo el séptimo día y lo consagró; porque en él cesó de
hacer la obra que había creado (Gn2, 1- 3).
Pero el día del que habla el relato de la creación es el séptimo, es decir, el
sábado. Por el contrario, el día santo del Nuevo Testamento. Jesucristo fue
quien realizó en plenitud los anuncios del Antiguo Testamento, pero también su
Señor. En él se cumplió la promesa que ha recorrido todo el A. T: el Mesías ha
de venir. Toda la Antigua Alianza se orientaba hacía el.
Justamente con eso Jesús puso fin al A.
T, y dio un nuevo sentido, tan diferente, que sus seguidores visualizaron en él
al enemigo de Dios y lo mataron. Pero este destino se convirtió en la
consumación de su amor redentor, y con la muerte y resurrección de Cristo
comenzó el nuevo orden. La tarde anterior a su muerte, en la institución de la
Eucaristía, Jesús habló con sobriedad divina de “la Nueva Alianza sellada con
su Sangre” (Lc 22, 20). Pero el día de Pascua, en el que resucitó y culminó su misión, se
convirtió en el nuevo día de la perfección. En él nuevamente Dios “descansó de
toda su labor creadora y de su trabajo”, a partir de lo cual debe originarse el
nuevo hombre, el nuevo cielo y la nueva tierra. Este día retorna semana tras
semana como domingo. En él están íntimamente unidos los memoriales de la primera
y de la segunda creación. El descanso divino, que se consumó el sábado, se
asocia con el triunfo de su resurrección. En los acordes de la serenidad,
llegan los de la victoria. La promesa se vincula al memorial, ya que el sábado
retrotrae al comienzo, si bien en la eternidad, pero hacia atrás, al comienzo
de todo. El domingo prevé el fin, una vez más en la eternidad, pero respecto a
lo que ha de venir. El domingo tiene carácter escatológico, ya que anuncia el
nuevo mundo que se origina por la obra de Cristo, mundo que debe revelarse en
la eternidad.
Nos hemos preguntado si se puede decir que Dios descansa, ya que él es el que, eterna e invariablemente, está en todas las cosas y obra en todo. Hemos escuchado el testimonio de la revelación, que nos dice que verdaderamente Dios decide llevar a cabo su obra, crea y descansa. Se predica, a lo largo de toda la Sagrada Escritura, que él es el que perfecciona todas las cosas y el que las gobierna, pero también el que es capaz de hacerse presente y de obrar personalmente, con total libertad. Ella relata como Dios llamó a un hombre determinado y celebró con éste un pacto de fidelidad; como ratificó en este pacto al pueblo que surgiría de la descendencia de este hombre; como condujo a este pueblo manteniéndose fiel al pacto sagrado, en medio de permanentes enfrentamientos con su desidia y rebeldía; como se sobrepuso una y otra vez a las reiteradas caídas del pueblo sin rehusar jamás su fidelidad, y como su generosidad traicionada soportó permanentemente este destino. Más aún, la Sagrada Escritura narra como Dios se reveló en su ser más íntimo, cuando el Padre envió al mundo a su Hijo eterno como Mesías anunciado a través de toda la historia del A. T., y como el Espíritu Santo lo guiaba, de tal modo que todos experimentaron lo extraordinario. Finalmente, relata que el Hijo de Dios estuvo entre los hombres hasta cumplir con su destino, cuando la oposición secular se unió contra él y le dio muerte. La consumación de todo esto, la victoria, la resurrección, se manifiesta en el día del Señor” continúa
El domingo tiene carácter casi sacramental. En el sacramento, la configuración de un proceso natural -como ser el lavado o la confesión de la culpa- está unida al imperio de la gracia. En tanto esa figura natural se realiza, la gracia se torna eficaz, de la misma manera que el acto del alma espiritual repercute en el movimiento corporal y se configura en cada acto humano. El domingo es algo parecido a esto. El esfuerzo natural que se acumula en el domingo por los seis días de trabajo, y el aflojamiento de la tensión, que se produce por el descanso dominical, configuran el acontecimiento natural en el que Dios ha insertado el misterio de su descanso, para compartirlo con nosotros. Guardar el domingo significa interiorizar el misterio del descanso divino luego de la obra de la creación del mundo, venerarlo y ponerlo de manifiesto al organizar el día.
Tan bello es este pensamiento en sí, como tan difícil es su implementación. Si hablamos de esto, no podemos internarnos en fantasías, sino que debemos mantenernos en el plano de la realidad.
El domingo está en peligro, justamente porque no deriva del ritmo natural de la vida. Lo que es natural de algún modo se impone. Pero la raíz del domingo está en la revelación, por eso se lo puede destruir fácilmente, aun cuando también se hace patente en este día una necesidad importante de nuestra vida natural. Pero, en forma incesante, se presentan puntos de vista económicos, sociales o de cualquier otra índole, que dejan de lado el domingo: el trabajo lo carcome, el esparcimiento ocupa el lugar del descanso y destruye la sacralidad, o no se concibe el sentido de la acción sagrada misma, por eso el descanso sólo es afirmado por obligación y da origen a un estado de aburrimiento, que es peor que si se continuara trabajando. De este modo, el domingo impone una obligación, que casa uno debe ver cómo la resuelve, de acuerdo con sus condiciones personales.
Esta tarea es importante para cada uno, pero también y ante todo para la familia. Debemos comprender qué es lo que está el juego, ver lo que es valioso para nosotros y realizarlo con tanta decesión como cuando nos decidimos a obrar, siempre que algo importante nos atañe o afecta. (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 11, p. 47-49)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“Separado del ámbito mundano, el lugar
sagrado surgió cuando el Hijo de Dios apareció sobre la tierra, al ser
concebido en Nazaret y nacer en Belén, a ir y venir entre nosotros en
Palestina, cuando se podía decir: “aquí está él, allí va”. Análogamente, ¿hay
también un tiempo sagrado?
Una vez más, tenemos que decir que éste
no depende del hombre. No hay ningún hecho, ni experiencia, ni momento ni nada
que se le parezca, por medio del cual el hombre sea capaz de ennoblecer un día
o una hora, de tal modo que sean santos frente a Dios. Esto puede ocurrir
únicamente por él, en una forma tal, que él mismo se inserta en estas
configuraciones temporales. Yo estoy de una determinada manera “en el tiempo”,
puesto que vivo, me desarrollo, actúo y experimento un destino en él. ¿Pero
algo similar puede pensarse de Dios? Espontáneamente respondemos con un no.
Dios no sólo vive muchísimo tiempo, en forma cada vez más creciente, sino, en
verdad, eternamente.
Su vida en general no tiene nada que ver
con el tiempo. Dios no crece ni disminuye, no se desarrolla ni se transforma
-todo esto implicaría al “tiempo”-, sino que realiza efectivamente su simple
vida infinita, en forma completa y perfecta, en un puro presente. Pero él
también ha creado el tiempo, así como todo lo que existe. Dicho con más
precisión: Él ha creado el mundo, y éste se basa en la temporalidad. De esta
manera, también Dios accede al tiempo y está en él, pero en todas las figuras
temporales, tanto en las pequeñas como en las grandes: tanto en el día, en la
hora, en el minuto, en los destellos temporales para nosotros invisibles -de
los que habla justamente la física-, así como en los años, en las centurias, en
los milenios y en las mediciones temporales inimaginables con las que hacen
cálculos los astrónomos.
Dios accede y abarca a todas ellas, y
ningún tiempo es en sí más sagrado que otro. El que lo sea depende de que el
acontecimiento respectivo puede hacer resaltar la santidad de Dios vigente en
todas partes, encarnarse en el hombre y grabarse en el curso de la historia.
Pero de ninguna manera estamos hablando aquí de eso. Una “hora santa” puede
consumarse en cualquier momento ya sea en un suceso natural, en las relaciones
familiares o en los acontecimientos históricos.
Cuando la liturgia habla del tiempo
sagrado, hace mención a algo concreto y expresivo, de la misma manera que habla
de la forma y de la materialización del lugar sagrado. Sólo la revelación nos
permite saber lo que puede ser esto, pues nos lo hace conocer con toda
claridad, cuando afirma que, en uno de los siete días de la semana, Dios debe
ser glorificado, por cuanto él descansó en ese día, después de haber creado el
mundo.
Esta frase no puede ser tomada en sentido
metafórico. Lo que ella menciona es algo plenamente misterioso, pero totalmente
categórico. El libro del Génesis, en el relato de la creación, dice que la obra
de Dios se consumó en el curso de la semana. Durante seis días, Dios creó todas
las cosas y el séptimo día descansó. El relato no tiene nada que ver con la
concepción científico-natural, la que explicaría en cuánto tiempo han surgido
los astros, las plantas o los animales. La “semana” de la que se habla aquí no
tiene sentido habitual de una indicación temporal, sino que es un símbolo de
ordenamiento sabio al modo humano, según el cual se ha llevado a cabo el
desarrollo del mundo. Pero por encima de esto, lo que se dice sobre la semana
afirma algo perfectamente preciso: ya en los comienzos del mundo, Dios ha
configurado sus siete días de tal modo que ha destinado al hombre seis días de
éstos para trabajar, pero el séptimo lo ha reservado para si mismo, porque “en
ese día”, él se entregó al descanso, después de haber terminado la obra de la
creación.” continúa
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 10, p. 46-47)
“El Dios, sobre cuyo altar se ofrecen los
dones, no es ni el fundamento vital del pueblo ni tampoco el misterio del
mundo, sino que es el Creador y el Señor de todo. Por medio de la ofrenda, se
le rinde tributo como tal Señor. Mediante esta ofrenda tributada, no se
pretende ni se procura que Dios pueda vivir y permanecer fuerte, sino proclamar
que todo le pertenece a él. El hombre sólo puede disponer de las cosas, si Dios
se lo concede. En sentido estricto, el animal escogido del rebaño debe ser
sacrificado únicamente delante del altar, no porque Dios necesite su sangre,
sino porque toda vida es propiedad suya, la cosecha debe ser consumida sólo
ante el altar, porque todo lo que “lleva semilla en sí mismo”, es propiedad de
Dios. Esto se expresa en la ofrenda del animal y de las primicias del campo.
Del altar, el hombre recibe nuevamente rebaños y semillas, con lo cual puede
disponer de ellos.
El altar es la mesa a la que nos convoca
el Padre que está en el cielo. Por la redención hemos sido hechos hijos e hijas
de Dios, razón por la cual él nos lleva a su casa. En el altar, somos
convidados de su santa mesa. En ésta, la mano del Padre nos entrega el “pan del
cielo”, justamente la Palabra que es la Verdad, y superando todo don imaginable,
a su Hijo encarnado, el Cielo vivo (Juan 6).
Significa que lo que se nos da es una realidad corporal y, a la vez, verdad
plena de sentido, vida y persona, en una palabra, ofrenda.
Ahora bien, si preguntamos si en la mesa
Dios también recoge algo; si pensamos que la antigua creencia, según la cual
hay una real comunidad de banquete entre Dios y el hombre, tampoco encuentra su
consumación en la atmósfera pura de la fe cristiana… la respuesta no es
sencilla, ya que se tiene miedo de atentar contra el temor reverencial. Siempre
podemos recurrir a un misterio, que rebosa en las cartas de san Pablo y que
también aparece en los discursos de despedida del Evangelio según san Juan. El
fruto de la venida divina es la redención. Pero esto no significa únicamente
perdón de los pecados y justificación, sino, además, que el mundo es devuelto
al Padre. Y junto con ello significa no sólo que el hombre se dirige nuevamente
hacia Dios por la obediencia y el amor, sino también que el hombre, y a través
de él el mundo, es aceptado con toda su realidad en la vida de Dios. Esto es lo
que Dios desea fervientemente que ocurra. Cuando se nos dice que él nos ama, no
sólo significa que Dios piensa en nosotros con benevolencia, sino que nos ama
en el más pleno y profundo sentido de la palabra.
Dios anhela alhombre. Él extraña a su
creación, quiere tenerla consigo. Cuando Cristo exclama en la cruz: “Tengo
sed”, está expresando, antes que nada, la necesidad material del moribundo,
pero no sólo eso (Juan 19,28). Cuando en el pozo de Jacob los
discípulos le piden que coma del alimento que ellos le han traído, él les
contesta: Mi comida es hacer la voluntad de aquél que me envió y llevar a
cabo su obra (Juan 4,34). Aquí aparece una forma completamente misteriosa de hambre y de
sed, como es el hambre y sed de Dios mismo. San Agustín afirma que recibir la
eucaristía significa no tanto que nosotros comemos al Dios vivo, sino, más
bien, que este Dios viviente nos introduce en sí mismo. No queremos abusar en
estas cosas, porque son de una santidad velada. Sin embargo, debemos señalar
que hay un misterio del amor y de la comunidad divina, que se realiza
efectivamente en el altar.
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El altar como mesa, capitulo 9 p. 44-45)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN DE LA
“El altar es el umbral para el
arrobamiento divino. Por Cristo, Dios ha dejado de ser desconocido e
inaccesible, ha orientado su mirada hacia nosotros, ha venido a nosotros y se
hizo uno de nosotros, para que podamos ir hacia él y pertenecerle. Pero el
altar es la frontera donde se produce el tránsito de Dios hacia nosotros y de
nosotros hacia él.
Aquí debemos decir algo sobre las
imágenes con las que solemos expresar los misterios divinos. Ellas revelan la
plenitud de éstos y extraen rasgos particulares, para que podemos captarlos más
fácilmente. En tanto vemos el altar como umbral, pensamos en algo determinado y
dejamos de lado otros aspectos, por ejemplo, aquéllos a los cuales hace
referencia el término “mesa”. Las imágenes proceden también del mundo terrenal.
En sí, entre los ámbitos humanos y divinos no hay ninguna puerta, tal como
existe entre la calle y el interior de una casa o entre un cuarto y otro. En
consecuencia, las formas de representar nuestra existencia son trasladades a la
vida divina por medio de imágenes. Pero no conviene insistir demasiado sobre lo
inapropiado de estas imágenes, a no ser que queremos dejar de lado lo
importantes.
De ninguna manera son simples recursos,
buenos para los niños y para el pueblo, mientras que el hombre “culto” debería
expresar lo que piensa en forma pura, es decir, a través de meros conceptos. Es
por eso que Jacob, el nieto de Abraham, cuando se despertó de su sueño
profundo, exclamó: “¡Qué terrible este lugar! ¡Es nada menos que la casa de
Dios y la puerta del cielo! (Gn 28,17). Y
san Juan escribió en el Apocalipsis: Después tuve la siguiente visión: Había
una puerta abierta en el cielo, y la voz que había escuchado antes, hablándome
como una trompeta, me dijo: “Sube aquí, y te mostraré las cosas que deben suceder
en seguida” (Apoc 4,1). Si dijéramos que en este pasaje el término “puerta”, en realidad,
es “una imagen”, que utilizamos para significar que Dios está próximo, aun
cuando es invisible, ya que ningún hombre puede alcanzarlo, aunque él sí puede
elevarnos hacía sí, esto sería correcto pero mezquino. Aquí se habla de una
puerta, y la puerta es justamente eso. Nuestro pensamiento puede intentar
expresar su significado recurriendo a conceptos y a principios, pero éstos son
simplemente un auxilio o una ayuda, y nada más que eso.
En consecuencia, se invierten los
términos, ya que lo específico es la imagen, y los pensamientos sólo pretenden
hacer patente su profundidad. La imagen dice más que el pensamiento. La
contemplación, el acto por el cual captamos la imagen, es más vital, más plana,
más profunda y más variada que el pensamiento. Si se permite la expresión,
diría que los hombres modernos somos completamente conceptualistas, ya que
hemos perdido la capacidad para contemplar imágenes, oír parábolas y realizar
acciones simbólicas. Pero podemos aprender nuevamente algo de eso, en tanto
estimulemos y ejercitemos la capacidad para ver y percibir, la que hasta ahora
ha sido despreciada y minusvalorada. El misterio del altar contiene más que lo que expresa la imagen del umbral, ya que
también es mesa.
En las religiones de todos los pueblos,
se vislumbra que, en torno a la mesa sagrada, no sólo se hace presente el
hombre, sino también la divinidad. En todas partes, el hombre piadoso deposita
ofrendas sobre el altar, para que la divinidad las reciba. Que estos dones no
deben pertenecer más al hombre, sino a la divinidad, se enfatiza inclusive en
el hecho de que son destruidos o, en todo caso, se impide su utilización por
parte del hombre, ya que se quema el cuerpo de la ofrenda y se derrama la
bebida”. continúa
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 8, primera parte, p. 42-44)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN DE LA
“Se
necesita sólo la disposición interior y una reflexión serena, con las que el
creyente vive realmente este misterio y su corazón responde con profundo
respeto. Más aún, en algunas ocasiones propicias, puede incluso experimentar
algo similar a lo que experimentó Moisés: cuando apacentaba el rebaño en la
soledad del monte Horeb, y se le apareció “el Ángel del Señor en una llama de
fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin
consumirse”, Moisés intentó acercarse…” (Ex 3, 1-5). Es
muy importante que el hombre experimente alguna vez el temor por la presencia
de Dios y se aleje de los lugares sagrados, para que le sea evidente, en lo más
íntimo de sí, que Dios es Dios, y que él es hombre.
La confianza en Dios, la cercanía y el
refugiarse en él se aflojan y debilitan, cuando faltan el conocimiento de la
majestad que aleja de sí y el temor ante la santidad divina. Hacemos bien en
rogar a Dios para que nos permita pasar por esta experiencia. Probablemente el
altar sea el mejor lugar en el que podemos experimentarla. Pero el umbral no
sólo es límite sino también tránsito. Más allá de él se puede pasar a otro
lugar, deteniéndose en él se puede recibir a aquél que se acerca desde allí. En
este sentido, el umbral es algo que constituye una unidad, ya que es ámbito de
unión y encuentro. También esto está presente en el altar. La síntesis de la
revelación lo constituye el mensaje que proclama que Dios nos ama. El amor de
Dios no es la ampliación infinita de aquello que encontramos también en
nosotros mismos. Ese amor debía ser revelado, en consecuencia, es un misterio,
algo inaudito de lo cual somos perfectamente conscientes, cuando vemos
claramente quién es Dios y quiénes somos nosotros. Ese amor encuentra su
expresión auténtica en el acontecimiento de la encarnación. Dios abandonó el
reino que había reservado para sí, descendió, se ha hecho uno de nosotros y ha
adoptado nuestra vida y nuestro destino. Ahora está entre nosotros, está de
nuestro lado. Este es su amor, el que configura una proximidad que de ninguna
manera el hombre había podido concebir para sí mismo. Este estado de ánimo se
expresa en el altar, nos dice que Dios se ha vuelto hacia nosotros, que él ha
descendido de las alturas, que desde su lejanía se la acercado a nosotros.
El altar nos expresa que Dios está entre
nosotros, mejor dicho, en nosotros. El altar mismo afirma que hay un camino, que,
desde la lejanía de nuestra condición de criaturas, nos eleva hacia él; que
desde lo profundo de nuestro pecado, nos conduce hacia él; que podemos recorrer
este camino, pero no con nuestras propias fuerzas sino con las que él nos da.
Podemos ascender hacia Dios, sólo porque ha trazado el camino hacia nosotros.
Puesto que él ha descendido, entonces nos eleva. Él mismo, el que ha venido, es
“el Camino, la Verdad y la Vida”
Lo que llamamos “oración” no es sino la
consumación de este misterio. Siempre que invocamos a Dios nos colocamos frente
a su umbral y lo cruzamos… Pero aquí, en la Iglesia, en el altar, este umbral
se muestra esencialmente en su configuración más expresiva y específica,
porque, en el misterio de la misa, alcanza su más plena perfección. A través de
la autoinmolación de Cristo en su muerte redentora -presupone la encarnación
del Hijo de Dios-, el umbral se manifiesta clara, definitiva y sencillamente como
límite, en tanto es patente quién es el Dios santo y cuál es nuestro pecado,
pero también simplemente como tránsito porque Dios se ha hecho hombre, para
que lleguemos a ser partícipes de la naturaleza divina (2Ped
1, 4). De este modo, se pone de manifiesto que el altar es verdaderamente
“el espacio sagrado”. Ante él, podemos decir “aquí” en una forma que excluye a
todos los demás espacios.”
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 7, segunda parte, p. 40-42)
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DE LA SANTA MISA: El altar como umbral
Romano Guardiani, capítulo 7, segunda parte
“Se necesita sólo la disposición interior y una reflexión serena, con las que el creyente vive realmente este misterio y su corazón responde con profundo respeto. Más aún, en algunas ocasiones propicias, puede incluso experimentar algo similar a lo que experimentó Moisés: cuando apacentaba el rebaño en la soledad del monte Horeb, y se le apareció “el Ángel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse”, Moisés intentó acercarse…” (Ex 3, 1-5). Es muy importante que el hombre experimente alguna vez el temor por la presencia de Dios y se alejo de los lugares sagrados, para que le sea evidente, en lo más íntimo de sí, que Dios es Dios, y que él es hombre.
La confianza en Dios, la cercanía y el refugiarse en él se aflojan y debilitan, cuando faltan el conocimiento de la majestad que aleja de sí y el temor ante la santidad divina. Hacemos bien en rogar a Dios para que nos permita pasar por esta experiencia. Probablemente el altar sea el mejor lugar en el que podemos experimentarla. Pero el umbral no sólo es límite sino también tránsito. Más allá de él se puede pasar a otro lugar, deteniéndose en él se puede recibir a aquél que se acerca desde allí. En este sentido, el umbral es algo que constituye una unidad, ya que es ámbito de unión y encuentro. También esto está presente en el altar. La síntesis de la revelación lo constituye el mensaje que proclama que Dios nos ama. El amor de Dios no es la ampliación infinita de aquello que encontramos también en nosotros mismos. Ese amor debía ser revelado, en consecuencia, es un misterio, algo inaudito de lo cual somos perfectamente conscientes, cuando vemos claramente quién es Dios y quiénes somos nosotros. Ese amor encuentra su expresión auténtica en el acontecimiento de la encarnación. Dios abandonó el reino que había reservado para sí, descendió, se ha hecho uno de nosotros y ha adoptado nuestra vida y nuestro destino. Ahora está entre nosotros, está de nuestro lado. Este es su amor, el que configura una proximidad que de ninguna manera el hombre había podido concebir para sí mismo. Este estado de ánimo se expresa en el altar, nos dice que Dios se ha vuelto hacia nosotros, que él ha descendido de las alturas, que desde su lejanía se la acercado a nosotros.
El altar nos expresa que Dios está entre nosotros, mejor dicho, en nosotros. El altar mismo afirma que hay un camino, que desde la lejanía de nuestra condición de criaturas, nos eleva hacia él; que desde lo profundo de nuestro pecado, nos conduce hacia él; que podemos recorrer este camino, pero no con nuestras propias fuerzas sino con las que él nos da. Podemos ascender hacia Dios, sólo porque ha trazado el camino hacia nosotros. Puesto que él ha descendido, entonces nos eleva. Él mismo, el que ha venido, es “el Camino, la Verdad y la Vida”
Lo que llamamos “oración” no es sino la consumación de este misterio. Siempre que invocamos a Dios nos colocamos frente a su umbral y lo cruzamos… Pero aquí, en la Iglesia, en el altar, este umbral se muestra esencialmente en su configuración más expresiva y específica, porque, en el misterio de la misa, alcanza su más plena perfección. A través de la autoinmolación de Cristo en su muerte redentora -presupone la encarnación del Hijo de Dios-, el umbral se manifiesta clara, definitiva y sencillamente como límite, en tanto es patente quién es el Dios santo y cuál es nuestro pecado, pero también simplemente como tránsito porque Dios se ha hecho hombre, para que lleguemos a ser partícipes de la naturaleza divina (2Ped 1, 4). De este modo, se pone de manifiesto que el altar es verdaderamente “el espacio sagrado”. Ante él, podemos decir “aquí” en una forma que excluye a todos los demás espacios.”
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 7, primera parte, p. 40-42)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN DE LA
“En la vida del creyente, se
da el proceso siempre reiterado, renovado, una y otra vez, en el que él
concurre a la casa de Dios, atraviesa su puerta y encuentra en el interior del
recinto sagrado. Esto es importante, porque es inherente a la verdadera piedad.
El hombre se encuentra ahora ahí y oye, habla, obra y realiza su servicio.
Luego sale de allí y retorna nuevamente al ámbito de la existencia cotidiana y
al recinto privado de su casa, pero lo que ha experimentado en la Iglesia lo
lleva consigo como enseñanza, consejo y fortalecimiento.
Más aún, el espacio sagrado está
estructurado en diversas partes. Pertenece a lo esencial de la liturgia que en
ella las acciones importantes no están libradas a la casualidad o a la
situación anímica particular del individuo, sino que están ordenadas en la
forma más cuidada posible. El acontecimiento de la conmemoración, del
sacrificio redentor del Señor, no se realiza en cualquier lugar de este ámbito
sagrado, sino en uno determinado: el altar. Este altar es un gran
misterio, como figura religiosa originaria se encuentra en la mayoría de las
religiones.
En la época en la cual fueron escritos
los libros del Nuevo Testamento, el altar era la mesa en la que se celebraba el
misterio del banquete sagrado. Pero muy pronto, fue tomando su configuración
típica, la que nos es transmitida en su forma más antigua a través de las
catacumbas. En consecuencia, ¿qué significa el altar? Se puede expresar
su sentido a través de dos imágenes o símbolos: el umbral y la
mesa.
El umbral es la puerta y tiene un doble
significado: como límite y como tránsito. Dice donde termina algo y comienza
otra cosa. Antes que nada, como umbral, el altar constituye simplemente el
límite: entre el ámbito del mundo y el ámbito de Dios, entre los dominios
accesibles al hombre y la inaccesibilidad de Dios. El altar nos hace conocer cuán
distante está la mansión en la que Dios habita. Se puede decir que esa mansión
se encuentra “al otro lado del altar”, para indicar la lejanía de Dios; el
Todopoderoso y Soberano, exaltado por encima de todo lo terrenal.
En consecuencia, lo que asienta esta
lejanía y majestuosidad no son normas ni criterios, sino la esencia misma de
Dios, es decir, su santidad. Pero, por otra parte, esto no puede ser entendido
“solo espiritualmente”, o sea, abstractamente: en la liturgia todo es símbolo.
Y el símbolo menciona más, evoca algo inmaterial por medio de una figura
visible, tal como ocurrió antiguamente, cuando se representó a una mujer en un
edificio, con los ojos vendados y con una balanza en la mano, para decir que
ella era “la Justicia”, pues esta última no era visible.
La liturgia también tiene alegorías, pero las figuras específicas que utiliza son símbolos. “Símbolo” significa que lo evocado está oculto en sí mismo, pero es perceptible en la figura o en la forma, así como el alma humana en sí es invisible, aun cuando puede ser percibida y abordada en los gestos y en los movimientos de la mirada. El altar no es una alegoría, sino un símbolo. Que él es límite, que, ” por encima de él” se encuentra la Majestad infinita, que “al otro lado de él” está la lejanía inaccesible de Dios, el creyente no lo piensa porque esté acostumbrado a ello, sino porque sabe que es verdaderamente cierto.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 6, primera parte, p. 39-40)
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OCTAVARIO
ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS
Del
18 al 25 de enero – mundial y pontificia
§ Cada año, del 18 al 25 de enero,
fiesta de la Conversión de san Pablo, la Iglesia dedica ocho días a pedir
especialmente para que todos aquellos que creen en Jesucristo lleguen a forman
parte de la única Iglesia fundada por Él.
§ El Concilio Vaticano II, en el Decreto sobre ecumenismo, instaba a esta oración,” conscientes de que este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de una sola y única Iglesia de Cristo excede las fuerzas y la capacidad humana” (Decreto Unitatis Redintegratio n. 24)
Día 1º - 18 de enero, JESUCRISTO
FUNDÓ UNA SOLA IGLESIA.
-
Voluntad
de Cristo de fundar una sola Iglesia.
-
La
oración de Jesús por la unidad.
-
La
unidad, don de Dios. Convivencia amable con todos los hombres.
Día 2º - 19 de enero, UNIDAD INTERNA
DE LA IGLESIA.
-
La
unión con Cristo fundamenta la unidad de los hermanos entre sí.
-
Fomentar
lo que une, evitar lo que separa.
-
El
orden de la caridad.
Día 3º - 20 de enero, EL DEPÓSITO DE
LA FE.
-
Fidelidad,
sin concesiones, a la doctrina revelada. El diálogo ecuménico ha de basarse en
el amor sincero a la verdad divina.
-
Exponer
la doctrina con claridad.
-
Veritatem facientes in caritate, proclamar la
verdad con caridad, con comprensión siempre hacia las personas.
Día 4º - 21 de enero, EL FUNDAMENTO
DE LA UNIDAD.
-
El
primado de Pedro se prolonga en la Iglesia a través de los siglos en la persona
del Romano Pontífice.
-
El
Vicario de Cristo.
-
El
Primado, garantía de la unidad de los cristianos y cauce del verdadero
ecumenismo. Amor y veneración por el Papa.
Día 5º - 22 de enero, CRISTO Y LA
IGLESIA.
-
En
la Iglesia encontramos a Cristo.
-
Imágenes
y figuras de la Iglesia. Cuerpo místico de Cristo.
-
La
Iglesia es una comunión de fe, de sacramentos y de régimen. La Comunión de los
Santos.
Día 6º - 23 de enero, LA IGLESIA,
NUEVO PUEBLO DE DIOS.
-
Los
cristianos somos linaje escogido, sacerdocio regio, pueblo adquirido en
propiedad por Jesucristo.
-
Participación
de los laicos en la función sacerdotal, profética y real de Cristo, La santificación
de las tareas seculares.
-
El
sacerdocio ministerial.
Día 7º - 24 de enero – MARÍA, MADRE
DE LA UNIDAD.
-
Madre
de la unidad en el momento de la Encarnación.
-
En
el Calvario.
-
En
la Iglesia naciente de Pentecostés.
Día 8º - 25 de enero, LA CONVERSIÓN
DE SAN PABLO.
-
En
el camino de Damasco.
-
La
figura de San Pablo, ejemplo de esperanza. Correspondencia a la gracia.
- Afán de almas.
(Francisco Fernández-Carvajal, HABLAR CON DIOS, tomo IV, p. 36 ss)
++++++++++++++++++
“A punto de concluir el ciclo litúrgico,
leemos en el Evangelio de la Misa esta expresión del Señor: El cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Lc 21,23) Son palabras eternas
las de Jesús, que nos dieron a conocer la intimidad del Padre y el camino que
habíamos de seguir para llegar hasta Él. Permanecerán porque fueron
pronunciadas por Dios para cada hombre, para cada mujer que viene a este mundo.
Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres
por el ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos ha hablado
por su Hijo (Heb 1,1). “Estos días” son
también los nuestros. Jesucristo sigue hablando, y sus palabras, por ser
divinas, son siempre actuales.
Él es quien descubre el profundo sentido que se contiene en la revelación anterior: Entonces les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras (Lc 24,45). Los judíos que se negaron a aceptar el Evangelio se quedaron como con un cofre con un gran tesoro dentro, pero sin la llave para abrirlo.
Dios es el autor que inspira los libros de ambos Testamentos, de modo que el Antiguo encubriera al Nuevo. Es conmovedor en este sentido el diálogo entre el apóstol Felipe y el etíope, ministro de Candace, que leía al Profeta Isaías. ¿Entiendes por ventura lo que lees?, le preguntó Felipe, ¿Cómo voy a entenderlo si alguien no me guía? Entonces, comenzando por esta escritura, le anunció a Jesús (Hech 8,27-35)” (Francisco Fernández-Carvajal, Hablar con Dios, tomo III, p. 1171/72)
Como sabemos, la lectura de los Santos Evangelios, son focos que iluminan el camino; esplendoroso espejo donde debemos mirarnos; enseñanzas y objetivos donde aprendemos.
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ESPÍRITU SANTO
“Sabemos bien que la fe es adhesión a
Dios, en el claroscuro del misterio, pero es también búsqueda, deseo de conocer
más y mejor la verdad revelada. Ahora bien, tal impulso interior nos viene del
Espíritu, que con la fe concede, precisamente, este don especial del
Entendimiento y casi de intuición de la verdad divina. La palabra intelecto
procede del latín intus legere, que significa leer dentro, penetra,
comprender a fondo. Mediante este don, el Espíritu Santo, que escruta la
profundidad de Dios (1
Cor 2, 10),
comunica al creyente un chispazo de esta capacidad de penetración, abriéndole
el corazón a la gozosa percepción del designio amoroso de Dios. Se renueva
entonces la experiencia de los discípulos de Emaús, quienes, después de haber
conocido al Resucitado en la fracción del pan, se decían el uno al otro: ¿Acaso
no nos ardía el corazón en el pecho, mientras conversaba con nosotros en el
camino y nos explicaba las Escrituras? (San Lucas 24,32)”
(Juan Pablo II, Regina Coeli, 9. IV.
1989, en L`Osservatore Romano, 10/11.IV.1989)
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ESCRITOS DE CATEQUESIS
“C, En
tercer lugar, la vida eterna consiste en una seguridad total. En este mundo
no se da la perfecta seguridad, pues cuanto más tiene uno y más sobresale,
tanto más recela y más necesita; pero en la vida eterna no existirá la
tristeza, ni pasarán trabajos, ni miedo alguno. “Se disfrutará de abundancia
sin temor a los males” (Prv 1, 33).
D, En cuarto lugar, consiste en la feliz compañía de todos los bienaventurados, compañía que será de lo más agradable, porque serán de cada uno los bienes de todos. Efectivamente, cada uno amará a los otros como a sí mismo, y por ello disfrutará con el bien de los demás como con el suyo propio. De lo que resultará que se acrecentará la alegría y el goce de cada uno en la misma medida en que gozan todos. “Vivir en ti es júbilo compartido” (Ps 86, 7).
Cuando llevamos dicho, y otras muchas cosas
inefables poseerán los santos cuando estén en la Patria. En cambio, los malos,
en la muerte eterna, tendrán no menos dolor y pena que alegría y gloria los
buenos.
Esa pena será inmensa en primer lugar por la separación de Dios y de los buenos todos. En esto consiste la pena de daño, en la separación, y es mayor que la pena de sentido. “Arrojad al siervo inútil a las tinieblas exteriores” (Mt 25, 30). En la vida actual los malos tienen tinieblas por dentro, las del pecado, pero en la futura las tendrán también fuera.
Será inmensa en segundo lugar por los remordimientos de su conciencia. “Te argüiré, y te pondré ante su misma vista” (Ps 49, 21). “Gimiendo por la angustia de su espíritu” (Sap 5, 3). Sin embargo, tal arrepentimiento y lamentaciones serán inútiles, pues provendrán no del odio de la maldad, sino del dolor del castigo.
En tercer lugar, por la enormidad de la pena sensible, la del fuego del infierno, que atormentará alma y cuerpo. Es ese tormento del fuego el más atroz, al decir de los santos. Se encontrarán como quien se está muriendo siempre y nunca muere ni ha de morir; por eso se le llama a esta situación muerte eterna, porque, como el moribundo se halla en el filo de la agonía, así estarán los condenados. “Como ovejas han sido puestos en el infierno; la muerte los devorará” (Ps 48, 15).
En cuarto lugar, por no tener esperanza alguna de salvación. Si se les diera alguna esperanza de verse libres de sus tormentos, su pena se mitigaría; pero perdida aquélla por completo, su estado se torna insoportable. “Su gusano no morirá, y su fuego no se extinguirá” (Is 66, 24).
Queda así clara la diferencia que existe entre obrar bien y mal; las buenas obras conducen a la vida, las malas arrastran a la muerte; por ello, los hombres deberían recordar todo esto con frecuencia; que los apartaría del mal y los incitaría al bien. Con singular acierto, pues, se dice al fin: “La vida eterna”, para que así se grave en la memoria cada vez mejor. Quien llevarnos a ella el Señor; Jesucristo, Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.
(S. Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 12, segunda y última parte, p. 112-114)
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ESCRITOS DE CATEQUESIS
“De manera harto apropiada concluye el Símbolo las verdades que hay que creer, con la que es corona de todos nuestros deseos, a saber, como la vida eterna. Y así, termina: “La vida eterna. Amén”. Esto, contra los que aseguran que al alma fenece con el cuerpo. Si así fuera, el hombre sería de la misma condición que los brutos. A éstos les cuadra bien lo del Salmo: “El hombre, hallándose en situación de honor, no lo comprendió; se comparó con las bestias estúpidas, y se hizo semejante a ellas” (Ps 48, 21).
En efecto, el alma humana se asemeja a Dios en la inmortalidad, y a los animales por su faceta sensitiva; por tanto, cuando uno piensa que el alma muere con el cuerpo, se aparte de la semejanza con Dios, y ser sitúa a sí mismo en la línea de los brutos. Contra los de esta opinión leemos: “No esperaron la recompensa de la justicia, ni creyeron en el galardón de las almas santas: porque Dios creó al hombre inmortal, y lo hizo a imagen de su semejanza” (Sap 2, 22.23).
A) En primer lugar, consiste
en la unión con Dios. Dios mismo es el premio y fin de todos nuestros trabajos:
“Yo soy tu protector, y tu galardón grande sobre manera”
(Gen 15, 1).
A su vez, esta unión consiste en visión
perfecta: “Ahora vemos en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara”
(1 Cor 13, 12).
Consiste también en excelsa alabanza. Agustín en su libro 22 De Civit. Dei: “Veremos, amaremos, y alabaremos”. “Gozo y alegría se hallarán en ella; acción de gracias y voz de alabanza” (Is 51, 3).
B) En segundo lugar, la
vida eterna consiste en una perfecta saciedad de los deseos, porque en ella
todos los bienaventurados tendrán más de lo que anhelan y esperan.
En esta vida nadie puede ver colmados sus
deseos, ni existe cosa creada capaz de dar satisfacción completa a los anhelos
del hombre, pues sólo Dios sacia, y aun excede infinitamente; por eso el hombre
no descansa sino en Dios: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está
intranquilo hasta que descanse en ti” (san Agustín, en el libro 1 de las
Confesiones). Pero, como en la patria los santos poseerán a Dios de una manera
perfecta, es evidente que sus anhelos quedarán satisfechos, y aún sobrará
gloria. Por ello, el Señor dice: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21). Y san
Agustín comenta: “El gozo entero no entrará en los gozantes, sino que los
gozantes enteros entrarán en gozo”. “Cuando aparezca tu gloria quedaré saciado”
(Ps 16, 15). “El colma de bienes tus deseos” (Ps 102, 5). Todo lo apetecible
sobreabundará allí.
Si se ansían deleites, allí se hallará el
deleite más grande y más perfecto, pues tendrá por objeto al sumo bien, es
decir, a Dios: “Entonces en el Todopoderoso abundarás de delicias” (Iob
22, 26); “A tu derecho, deleites para siempre” (Ps 15,
11).
Si se ambicionan honores, en la vida
eterna se conseguirá todo honor. Los hombres desean mayormente, ser reyes los
seglares, y obispos los clérigos. Ambas cosas se abstendrán allí: “Has hecho de
nosotros para nuestro Dios un reino y sacerdotes” (Ap
5, 10); “Mira cómo se los ha contado entre los hijos de Dios” (Sap
5, 5)
Si se anhela ciencia, perfectísima la
alcanzaremos en el cielo: conoceremos la naturaleza de todas las cosas, toda la
verdad, todo lo que queramos, y poseeremos allí, junto con la vida eterna
misma, cuanto deseemos poseer: “Todos los bienes acudieron a mí justamente con
ella (con la Sabiduría)” (Sap 7, 11); “A los justos se les concederá su deseo” (Prv
10, 24).
(S. Tomás de Aquino, Escritos
de Catequesis, Artículo 12, primera parte, p. 109-112)
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jueves, 1 de junio 2023
QUIEN ES EL ESPÍRITU SANTO
El Espíritu Santo es el Amor mutuo del Padre
y del Hijo
“Desde toda la eternidad el Padre engendra al Hijo
y lo ama con un amor infinito e inmutable; y en Él a cada uno de nosotros, a
quienes el Padre nos llama a participar en su propia vida divina en el Hijo.
Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria (Catecismo de la Iglesia Católica, Símbolo de Nicea-Constantinopla, n. 685)
Nadie puede
decir: Jesús es Señor, sino por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3).
Cada vez que en
la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia
preveniente, nos atrae al camino de la oración. Pues que él nos enseña a orar
recordándonos a Cristo. (Catecismo n. 2670)
La primera “profesión de fe” se hace en el Bautismo. El “símbolo de la fe” es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28, 29), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad. (Catecismo n. 189)
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Qué son los “dones” del Espíritu Santo
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“¿Qué es el don de temor de Dios? Por medio de este don el Espíritu Santo nos hace conscientes de la grandeza de Dios y de su bondad. Al mismo tiempo nos infunde un vivo horror por todo lo que podría, aun mínimamente ofender a un Padre tan bueno, tan digno de ser amado, tan misericordioso.
¿Qué es el don de fortaleza? Es el don, que da el Espíritu Santo, para robustecer el alma y practicar las virtudes heroicas con la confianza de superar los obstáculos que se puedan presentar, por grandes que aparezcan.
¿Qué es el don de piedad? Por medio de este don el Espíritu Santo nos hace saber que somos hijos de Dios. Da a nuestra relación con Dios y con el prójimo un sentimiento vivo de filiación y de fraternidad. Nos comunica el espíritu de la familia de Dios.
¿Qué es el don de consejo? Es el don que nos da el Espíritu Santo para saber, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural.
¿Qué es el don de ciencia? Por medio de este don el Espíritu Santo nos hace ver las cosas creadas en orden a la santidad; fin para el que hemos sido creados.
¿Qué es don de entendimiento? Por medio de este don el Espíritu Santo perfecciona la virtud de la fe. Con su ayuda le inteligencia del hombre se hace apta para una penetrante intuición de las cosas reveladas y aun de las naturales en orden al fin último sobrenatural.
¿Qué es el don de sabiduría? Para llevar a su perfección la virtud de la caridad. Siendo la caridad la virtud más excelente, el don de sabiduría es el más perfecto de todos los dones. Por medio de este don juzgamos rectamente de Dios y de las cosas divinas que el Espíritu Santo nos hace saborear.
¿Qué son los frutos del Espíritu Santo? Son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: Caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad”. (Jesús Javier Massa Gutiérrez del Álamo, 9 Ideas para conocer y amar al Espíritu Santo)
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martes, 16 de mayo 2023
LAS PERENNES ENSEÑANZAS Y DOCTRINA DE LA IGLESIA
Profesión de la fe propuesta a Durando de Huesca y
a sus compañeros valdenses
(De la Carta Eius exemplo al
arzobispo de Tarragona, de 18 de diciembre de 1208)
“420.
De corazón creemos, por la fe entendemos, con la boca confesamos y con palabras
sencillas afirmamos que el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son tres
personas, un solo Dios, y que toda la Trinidad es coesencial, consustancial,
coeternal y omnipotente, y cada una de las personas en la Trinidad, Dios pleno,
como se contiene en el "Creo en Dios" y en el "Creo en un solo
Dios" y en el símbolo Quicumque
vult.
“421. De corazón
creemos y con la boca confesamos también que el Padre y el Hijo y el Espíritu
Santo, el solo Dios de que hablamos es el creador, hacedor, gobernador y
dispensador de todas las cosas, espirituales y corporales, visibles e
invisibles.
“422. De corazón creemos y con la boca confesamos que la encarnación de la
divinidad no fue hecha en el Padre ni en
el Espíritu Santo, sino en el Hijo solamente; de suerte que quien era en la
divinidad Hijo de Dios Padre, Dios verdadero del Padre, fuera en la humanidad
hijo del hombre, hombre verdadero de la madre, teniendo verdadera carne de las
entrañas de la madre, y alma humana racional, juntamente de una y otra
naturaleza, es decir, Dios y hombre, una sola persona, un solo Hijo, un solo
Cristo, un solo Dios con el Padre y el Espíritu Santo, autor y rector de todas
las cosas, nacido de la Virgen Maria con carne verdadera por su nacimiento;
comió y bebió, durmió y, cansado del camino, descansó, padeció con verdadero
sufrimiento de su carne, murió con verdadera muerte de su cuerpo, y resucitó
con verdadera resurrección de su carne, después que comió y bebi´, subió al
cielo y está sentado a la diestra del Padre y en aquella misma carne ha de
venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
“423. De corazón creemos y con la
boca confesamos una sola Iglesia, no de herejes, sino la Santa Romana, Católica
y Apostólica, fuera de la cual creemos que nadie se salva.
“424. En nada tampoco reprobamos los
sacramentos que en ella se celebran, por cooperación de la inestimable e
invisible virtud del Espíritu Santo, aun cuando sean administrados por un
sacerdote pecador, mientras la Iglesia lo reciba, ni detraemos a los oficios
eclesiásticos o bendiciones por él celebrados, sino que son benévolo ánimo los
recibimos, como si procedieran del más justo de los sacerdotes, pues no daña la
maldad del obispo del presbítero ni para el bautismo del niño ni para la
consagración de la Eucaristía, ni para los demás oficios eclesiásticos
celebrados por los súbditos.
Aprobamos, pues, el bautismo de los niños,
los cuales, si murieren después del bautismo, antes de comenter pecado, confesamos
y creemos que se salvan; y creemos que en el bautismo se perdonan todos los
pecados, tanto el pecado original contraído, como los que voluntariamente han
sido cometidos.
La confirmación, hecho por el obispo, es
decir, la imposición de las manos, la tenemos por sante y ha de ser recibida
con veneración. Firme e indudablemente con puro corazón creemos y sencillamente
con fieles palabras afirmamos que con sacrificio, es decir, el pan y el vino:
que es el sacrificio de la Eucaristía, lo que antes de la consagración era pan
y vino, después de la consagración son
el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, y en
este sacrificio creemos que ni el buen sacerdote hace más ni el malo menos,
pues no se realiza por el mérito del consagrante, sino por la labra del Creador
y la virtud del Espíritu Santo. De ahí que firmemente creemos y confesamos que,
por más honesto, religioso, santo y prudente que uno sea, no puede ni debe
consagrar la Eucaristía ni celebrar el sacrificio del altar, si no es
presbítero, ordenado regularmente por obispo visible y tangible.
Para este oficio tres cosas son, como
creemos, necesarias: persona cierta, esto es, un presbítero constituido
propiamente para ese oficio por el obispo, como antes hemos dicho; las solemnes
palabras que fueron expresadas por los Santos Padres en el canon, y la fiel
intención del que las profiere. Por tanto, firmemente creemos y confesamos que
quienquiera cree y pretende que, sin la precedente ordenación episcopal, como
hemos dicho, puede celebrar el sacrificio de la Eucaristía, es hereje y es
participe y consorte de la perdición de Coré y sus cómplices, y ha de ser
segregado de toda la Santa Iglesia Romana.
Creemos que Dios concede el perdón a los
pecadores verdaderamente arrepentidos y con ellos comunicamos de muy buena
gana. Veneramos la unción de los enfermos con óleo consagrado. No negamos que
hayan de contraerse las uniones carnales, según el Apóstol [cf. 1 Cor 1], pero prohibimos de todo punto desunir las contraídas
del modo ordenado. Creemos y confesamos también que el hombre se salva con su
cónyuge y tampoco condenamos las segundas o ulteriores nupcias.
Pontificado del
Papa Inocencio III, años 1198 al 1216. Los números reseñados al principio de
cada documento, figuran en la obra de Enrique Denzinger, EL MAGISTERIO DE LA
IGLESIA, Editorial Herder 1963.
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jueves, 4 de mayo 2023
ESCRITOS DE CATEQUESIS
“B) Acerca de lo segundo, es decir, de las condiciones en que resucitarán todos los cuerpos en general, se puede considerar cuatro aspectos.
Primero, la identidad del cuerpo resucitado. El mismo cuerpo que ahora existe, tanto en su carne como en sus huesos, será el que resucitará, por más que algunos hayan afirmado que no resucitará este cuerpo que ahora se corrompe. Esto es contrario a la enseñanza del Apóstol: “Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad” (1 Cor 15, 53). Y la Sagrada Escritura atestigua que el cuerpo que por el poder de Dios volverá a la vida, será el mismo: “De nuevo me veré recubierto de mi piel, y con mi carne contemplaré a Dios” (Iob 19, 26).
Segundo, su calidad. Los cuerpos resucitados serán de distinta calidad que ahora: tanto los de los bienaventurados como los réprobos serán incorruptibles, puesto que los buenos permanecerán para siempre en la gloria, y los malos para siempre en el tormento. “Es preciso que esto corruptible se revista de incorruptibilidad, y que esto mortal se revista de inmortalidad” (1 Cor 15, 53). Como los cuerpos serán incorruptibles e inmortales, no habrá empleo de alimentos ni del sexo: “En la resurrección ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles de Dios en el cielo” (Mt 22, 30). Esto, contra la opinión de judíos y sarracenos. “No regresará de nuevo a su casa” (Iob 7, 10).
Tercero, la integridad. Todos, buenos y malos, resucitarán con toda la integridad que corresponde a la perfección del hombre: no habrá ciego ni cojo, ni defecto alguno. “Los muertos resucitarán incorruptibles” (1 Cor 15, 52), es decir, exentos de las corrupciones de la vida presente.
Cuarto, la edad. Todos resucitarán en la edad perfecta, a saber, de treinta y dos o treinta y tres años. La razón de ello es que los que aún no llegaron a ese tiempo, no tienen la edad perfecta, y los viejos ya la han perdido; por consiguiente, a los niños y jóvenes se les otorgarán lo que les falta, y a los ancianos les será devuelto. “Hasta que lleguemos todos a varón perfecto, según la medida de la edad de madurez de Cristo” (Eph 4, 13)
C) La tercera consideración versa sobre los cuerpos de los justos. Para los buenos serán motivo especial de gloria el hecho de tener sus cuerpos gloriosos, adornados de 4 dotes.
La primera es la
claridad: “Brillarán los justos como el sol en el reino de su Padre” (Mt 13,
43).
La segunda es la impasibilidad: “Es sembrado en vileza, resucitarán en gloria”
(1 Cor 15, 43); “Secará Dios toda lágrima de sus ojos, y no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni lamentos ni dolores, porque lo de antes pasó “. (Apc 21, 4).
La tercera es la agilidad: “Brillarán los justos, y avanzarán como chispa en cañaveral” (Sap 3, 7).
La cuarta es la sutileza: “Es sembrado un cuerpo animal, resucitará un cuerpo espiritual” (1 Cor 15, 44); no quiere decir que sea por completo espíritu, sino que estará totalmente a éste.
D) La última consideración trata de los cuerpos de los
condenados. El castigo eterno producirá en ellos cuatro taras contrarias
a las dotes de los cuerpos gloriosos. Serán oscuros: “Sus rostros, caras
chamuscadas” (Is 13, 8). Pasibles, si bien nunca llegarán a descomponerse, puesto que
constantemente arderán en el fuego, pero jamás se consumirán: “Su gusano no
morirá, y su fuego no se extinguirá” (Is 66, 24). Pesados
y torpes, porque el alma estará allí como encadenada: “Para aprisionar
con grillos a sus reyes”
(Ps 149, 8). Finalmente, serán en cierto modo carnales tanto el alma como el cuerpo: “Se corrompieron los asnos en su propio estiércol” (Ioel, 17)
(S. Tomás de Aquino, Escritos
de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 11, última,
p. 107-109)
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26 de abril 2023
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“En su discurso en el Areópago, en Atenas, san Pablo dice: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28). Ninguna partícula del universo puede subsistir, si no está impregnada de Dios. Sin embargo, hay una presencia efectiva y una morada actual de Dios en el mundo. Todo el Antiguo Testamento relata la historia de su venida y de su permanencia entre los hombres, de cómo los ha gobernado y dirigido y del destino que su amor por ellos los hizo cargar sobre sus espaldas. Pero la última y sustancial venida, presencia y morada de Dios entre nosotros es Cristo. El prólogo del Evangelio de san Juan dice que la Palabra “estaba en el mundo y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”, Y agrega, “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (san Juan 1, 10-11; 14)
Donde estaba Jesús esta Dios. Cuando Jesús entraba en el templo, iba a una casa o caminaba por las calles, allí estaba Dios, en un forma tan particular y expresiva, que se debe añadir que, así como estaba allí, al mismo tiempo no estaba en el umbral del templo, en otra casa o en otra calle cualquiera. Hablar así parece extraño, infantil, espiritualmente torpe, pero, sin embargo, es verdad. La verdad es siempre la verdad, y ella declara que algo real y esencial se presenta, es visto y expresado manifiestamente. Pero hay distintos grados jerárquicos de la verdad, pues algunos son superiores y más nobles que otros. Es una verdad maravillosa la que afirma que Dios está en todas partes, gobierna como Creador cada lugar del mundo y lo sostiene con su poder y con su amor. Pero hay otra verdad, mucho más noble y sagrada, que nos revela que Dios ha venido efectivamente en Cristo, de tal modo que allí donde estuvo Cristo también de una manera novedosa y específica, estaba presente Dios, una manera que nuestro pensamiento no comprende, porque no puede ponerla en consonancia con la omnipresencia divina, que es experimentada por la intimidad viva de nuestro espíritu como el más profundo misterio del amor de Dios.
A partir de esto, se logra también la respuesta de por qué el templo eclesial es casa de Dios y recinto sagrado. En primer lugar, por el hecho de que el obispo, en virtud de su ministerio, lo separa del vínculo universal que tiene el mundo del hombre con la realidad natural, lo aparte de las finalidades y aplicaciones de la existencia cotidiana y se lo adjunta a Dios. De este modo, lo convierte en propiedad de Dios, en expresión de su inaccesibilidad, reflejo de su santidad y signo de su soberanía. Pero esto es, antes que nada, una anticipación, pues, en sentido específico, el lugar se torna sagrado en virtud de la celebración del memorial del Señor. En la consagración del pan y del vino, él mismo se hace actualmente presente en una forma que sólo es válida aquí. Él permanece en medio de la comunidad reunida de los fieles, con su amor redentor y con su destino salvífico universal. En la comunión, él se da como alimento y luego vuelve a marcharse. Así, una y otra vez, tiene lugar el “paso del Señor”, y la Iglesia es el espacio el cual se consuma esta venida, permanencia y partida del Señor. Tales pensamientos nos preparan para celebrar la santa Misa. Afirmar que el templo es el lugar sagrado al cual él vendrá, que es el lugar donde permanecerá y del cual volverá a ausentarse, nos arranca de la distracción y nos hace vencer la indiferencia”
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El espacio
sagrado, capítulo 5, segunda y última, p. 36-38)
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viernes, de abril 2023
“El Espíritu Santo no sólo santifica las almas de los miembros de la Iglesia, sino que con su poder resucitará nuestros cuerpos. “El que resucitó de entre los muertos a Jesucristo nuestro Señor” (Romanos 4,24); “Si por un hombre vino la muerte, por un hombre la venido la resurrección de los muertos” (1 Corintios 15, 21). Por ello nuestra fe profesa que habrá una resurrección de los muertos.
A, Tocante a lo primero, la fe y la esperanza en la resurrección nos son útiles en cuatro sentidos.
Primero, para sobreponernos a la tristeza que nos produce la muerte de los nuestros. Es imposible que uno no sienta la muerte de un ser querido; pero, si esperamos en su resurrección, se mitiga considerablemente el dolor. “Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos, para que no os entristezcáis como los hombres sin esperanza”
Segundo, porque libran del miedo a la muerte. Si el hombre no esperara otra vida mejor después de su fallecimiento, la muerte sería sin duda muy de temer, y habría que hacer cualquier mal antes de morir. Pero como creemos que existe esa vida mejor, a la que llegaremos después de la muerte, está claro que nadie debe temerla ni cometer maldad alguna por evitarla. “Para aniquilar por medio de su muerte al que detentaba el señorío de la muerte, es decir, al diablo, y libertad a cuantos, por miedo a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud” (Hebreos 2, 14-15).
Tercero, porque nos vuelven alertados y afanosos por obrar bien. Si no contase el hombre con más vida que la actual, tampoco tendría mayor afán por obrar de esta manera; hiciese lo que hiciese, quedaría insatisfecho, puesto que sus deseos no tienen como objeto un bien limitado a un cierto tiempo sino la eternidad. Pero como creemos que por lo que hacemos aquí, recibiremos bienes eternos en la resurrección, esta fe nos impulsa a practicar el bien.
Cuarto, porque nos retraen
del mal. Del mismo modo que es un estímulo para obrar el bien la esperanza del
premio, retrae del mal el miedo al castigo que creemos estar reservado a los
malos. “Y marcharán los que hayan hecho el bien a una resurrección de
vida, y los que hayan hecho el mal a una resurrección de condena” (San
Juan 5, 29). (Continúa)
(S. Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis,
El símbolo de los Apóstoles, Artículo 11, primera parte, p.
105-107)
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martes, 11 de abril 2023
San Mateo, en su Evangelio 16, 15-16, comenta como el Señor un día les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Si esa misma pregunta nos la formula, que también nos la hace ¿sabríamos dar una acertada?
Para acertar a la ilusionante y sobrenatural pregunta, responde la fe que nos lleva a conocer a Cristo como Dios, a verle como nuestro Salvador, y en la medida que se conozca y se medite el Evangelio, la vida, enseñanzas y el andar terreno del Señor.
“Es importante aquello en lo que creemos, pero más importante aún es aquel en quien creamos” (Benedicto XVI, Homilía, 26 de mayo 2006)
“El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones. Él es Aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muerto. Mientras está en la historia es el centro y el fin de la misma: Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el fin. Ap 22, 13, (C.D.F. Declaración Dominus Iesus, n. 15)
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en la unidad de su Persona divina; por esta razón El es el único Mediador entre Dios y los hombres.
Jesucristo posee dos naturalezas, la divina y la humana, no confundidas, sino unidas en la única Persona del Hijo de Dios.
Cristo, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, tiene una inteligencia y una voluntad humanas, perfectamente de acuerdo y sometidas a su inteligencia y a su voluntad divinas que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 480, 481, 482)
Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a un solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo, consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, `semejante en todo a nosotros menos en el pecado` [Hebr 4, 15]; engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y el mismo, en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a un solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito de dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino un solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo…
miércoles, 22 de marzo 2023
Cantalamessa
y la «chispa»: la palabra de Dios a veces
Raniero Cantalamessa, segunda predicación de los ejercicios de Cuaresma de 2023
El texto que meditó lo tomó de la 1ª Carta de San Pablo a los Romanos:
Cantalamessa
se centró en predicar sobre la evangelización, tema que interesa a los Papas
recientes: de la Evangelii Nuntiandi, de San Pablo VI, a
la Evangelii gaudium,
del Papa Francisco, pasando por las encíclicas de Juan Pablo II y la creación
de un Pontificio Consejo
Y en nuestros días el tema se trata en la reforma de la Curia (en Praedicate Evangelium)
El núcleo de lo que se anuncia lo señala San Pablo en los tres primeros capítulos de la
- primero, cuál es la situación de la humanidad frente a Dios tras
el pecado;
- segundo, cómo se sale de esa situación mala, cómo uno se salva por la
fe y se hace nueva criatura.
Encender la chispa
en tantos? No se encenderá en quien escucha el mensaje evangélico si antes no se ha encendido -al menos como deseo, como búsqueda y como propósito- en quien lo anuncia. Ha habido y hay excepciones; la Palabra de Dios tiene fuerza propia y puede actuar, a veces, aunque sea pronunciada por quien no la vive... pero es la excepción”.
De los evangelizadores depende crear las condiciones para que esa chispa se encienda y se propague, señaló.
"Pero ella se enciende en las formas y momentos más inesperados. En la mayoría de los casos que he conocido en mi vida, ese descubrimiento de Cristo que cambia la vida se produjo al encontrarse con alguien que ya había experimentado esa gracia, al participar en una reunión, al escuchar un testimonio, al haber experimentado la presencia de Dios en un momento de gran sufrimiento, y -no puedo callarme, porque es lo que pasó conmigo –habiendo recibido el llamado bautismo del Espíritu".
Cada vez más son los laicos evangelizadores. Cantalamessa apunta que "por la escasez de nuestro número, nos es más fácil a nosotros, clérigos, ser pastores que pescadores de almas: más fácil pastorear a los que vienen a la Iglesia con la palabra y los sacramentos, que salir al mar a pescar a los que están lejos. Los laicos pueden suplirnos en la tarea de ser pescadores de hombres. Muchos de ellos han descubierto lo que significa conocer a un Jesús vivo y están ansiosos por compartir su descubrimiento con los demás".
Después se refirió a "los movimientos eclesiales, que surgieron después del Concilio", que "fueron para muchos el lugar donde hicieron este descubrimiento".
Recordó
que Benedicto XVI, en su última misa crismal como Pontífice (Jueves Santo de
2012) reconocía el valor de estos movimientos: "Quien mira la historia de
la era posconciliar puede reconocer la dinámica de la verdadera
renovación, que a menudo ha tomado formas inesperadas en movimientos llenos de
vida y que hace casi tangible la inagotable vivacidad de la Santa
Iglesia, la presencia y acción eficaz del Espíritu Santo”.
Citando
luego a San Buenaventura ("Itinerario de la mente hacia Dios"),
afirma:
"Esta sabiduría mística secretísima nadie la conoce sino quien la recibe; nadie
la recibe sino aquellos que la desean; nadie la desea sino aquellos que están
inflamados por dentro por el Espíritu Santo enviado por Cristo a la
tierra". Ese es el fuego que debe desear y contagiar el evangelizador.
(Publicado en Religión en Libertad, 10 /03 / 2023
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miércoles, 15 de marzo 2023
“El séptimo sacramento es el matrimonio.
Si los hombres viven en él limpiamente, se salvan, y pueden vivir sin cometer
pecado mortal. A veces los casados caen en pecados veniales, siempre que su
concupiscencia no los arrastre fuera de los bienes del matrimonio: porque si se
salen de éstos, incurren en pecado mortal. (1)
Por medio de estos siete
sacramentos alcanzamos el perdón de los pecados. Por eso el Símbolo
inmediatamente agrega: “El perdón de los pecados”.
A este fin fue dado a los Apóstoles el
poder de perdonar. Por ello tenemos que creer que los ministros de la Iglesia
-los cuales recibieron de los Apóstoles ese poder, como éstos lo han recibido
de Cristo- tienen en la Iglesia potestad de atar y desatar, y que en ésta
existe plena potestad de perdonar los pecados, aunque jerarquizada, a saber,
partiendo del Papa hasta los demás prelados.
Conviene notar también que no sólo se nos
comunica la eficacia de la Pasión de Cristo, sino además los méritos de su
vida. Y todo lo bueno que han hecho todos los santos, se comunica a los que
viven en amor, porque todos son una sola cosa: “Yo soy partícipe de todos los
que te temen” (Ps 118,63). De aquí procede que quien vive en amor,
participa de todo lo bueno que se lleva a cabo en el mundo entero; si bien
participan más intensamente aquéllos en favor de los que se aplica una obra
buena de manera especial, pues uno puede dar satisfacción por otra persona,
como resulta evidente en la costumbre de muchas congregaciones que admiten a la
participación en sus bienes espirituales personas ajenas a ellas.
Así pues, por la comunión de los santos
conseguimos dos cosas: una, que los méritos de Cristo se nos comuniquen a
todos; otra, que el bien llevado a cabo por uno se comunique a otro. Por
consiguiente, los excomulgados, por estar fuera de la Iglesia, se pierden una
parte de todos los bienes que se producen, lo que supone un perjuicio mayor que
la pérdida de cualquier bien temporal. Incurren además en un riesgo: es sabido
que los sufragios de la Iglesia obstaculizan las tentaciones del diablo; por
tanto, cuando uno se queda excluido de tales sufragios, es vencido por el
demonio con mayor facilidad. Por este motivo en la Iglesia primitiva, cuando uno
era excomulgado, en seguida el diablo lo atormentaba corporalmente” (2)
(1) Los tres bienes del matrimonio son, en
terminología de san Agustín recogida por el Concilio Florentino (1439):
bonum prolis (procreación y cuidado de los hijos) bonum fidei
(débito conyugal y fidelidad); bonum sacramenti (la indisolubilidad del
matrimonio y la estabilidad de una comunidad de amor). El Magisterio (Pío XI y
Pío XII) han señado que el bonum prolis constituye el fin más próximo y
esencial del matrimonio. Cualquier acción que atente gravemente contra uno
cualquiera de los tres bienes es pecado mortal.
(2) Se entiende por excomunión, según el Derecho
Canónico vigente, la censura por la cual se excluye a alguien de la comunión de
los fieles. (Censura es una pena por la cual se priva al bautizado que ha delinquido
y es contumaz, de ciertos bienes espirituales, hasta que cese su contumacia y
sea absuelto)
(S. Tomás de Aquino, Escritos de
Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 10, 3ª y
última parte, p. 103-105)
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lunes, 6 de marzo 2023
El cardenal Raniero Cantalamessa, capuchino, de 88 años de edad y predicador de la Casa Pontificia desde 1980, impartió su primera predicación de los ejercicios de Cuaresma de este año ante la Curia romana y el Papa este viernes 3 de marzo de 2023.
En un contexto de debates sobre la sinodalidad y los cambios organizativos en la Iglesia, ha pedido poner en el centro al Espíritu Santo y escuchar su guía en la toma de decisiones. Ha recordado a San Ireneo y Orígenes, que en los siglos II y III ya hablaban de "renovar la novedad" y de hacerlo todo nuevo con el "vino" de la verdad y la tradición.
Citando Lumen Gentium, ha pedido tener en cuenta los carismas del Espíritu: "tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia", ha recordado.
Y ha matizado la muy citada frase de Jesús en Mateo 7: "No juzguéis, para que no seáis juzgados". "¿Es posible vivir, nos preguntamos, sin juzgar nunca? ¿No es la capacidad de juzgar parte de nuestra estructura mental y no es un don de Dios?" La respuesta, dice, es que "no se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar el veneno de nuestro juicio! Es decir, el odio, la condena, el ostracismo".
Un apunte histórico: la Iglesia paralizada ante el Modernismo
Cantalamessa inició su meditación hablando de una "amarga lección" en la Historia de la Iglesia de finales del siglo XIX y principios del XX, su lenta reacción para adecuarse a los tiempos modernos.
“La falta de diálogo, por un lado, empujó a algunos de los modernistas más conocidos a posiciones cada vez más extremas y, finalmente, heréticas; por otro, privó a la Iglesia de una enorme energía, provocando en ella laceraciones y sufrimientos sin fin, haciéndola que la hicieron retraerse, cada vez más, en sí misma, perdiendo de este modo el ritmo de los tiempos”, lamentó.
Tampoco el Vaticano II debe verse como un parón, advirtió. "Si la vida de la Iglesia se detuviera, sucedería como un río que llega a una barrera: inevitablemente se convierte en un lodazal o en un pantano".
Después citó a Orígenes e Ireneo, cristianos aún en época de persecuciones, que ya pedía renovar sin cesar la Iglesia.
“No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: 'Ipsa novitas innovanda est'. Antes que él, el nuevo Doctor de la Iglesia San Ireneo había escrito: La verdad revelada es como un licor precioso contenido en un vaso valioso. Por obra del Espíritu Santo, rejuvenece continuamente y también hace rejuvenecer la vasija que la contiene. El ‘vaso’ que contiene la verdad revelada es la tradición viva de la Iglesia”.
En realidad, advirtió, la petición de renovar es reconocer la necesidad de conversión continua, desde el creyente individual a toda la Iglesia. Así se habla de “Ecclesia semper reformanda” (Iglesia siempre reformándose).
Cómo renovar: con el Espíritu Santo
"Nosotros tenemos un medio infalible para emprender siempre de nuevo el camino de la vida y de la luz: el Espíritu Santo", predicó el capuchino, muy ligado a la Renovación Carismática corriente donde el Espíritu Santo tiene un reconocimiento central.
Recordó la promesa de Jesús: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra". Y detalló que cuando San Juan escribió estas palabras, los cristianos llevaban ya décadas viviendo que, efectivamente, así sucedía.
Los 5 sermones que pronunciará en este retiro de la Curia, dijo, tienen un objetivo: "animarnos a poner al Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en este momento, en el centro de las decisiones sinodales". "El que tenga oídos, escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias", recordó citando Apocalipsis 2,7.
Después recordó el primer concilio de Hechos de los Apóstoles. ¿Qué debían hacer los primeros cristianos respecto a los gentiles y paganos? "No cuesta mucho ver la analogía entre la apertura que entonces se tomaba hacia los gentiles, con la que se impone hoy hacia los laicos, especialmente a las mujeres, y a otras categorías de personas", apunta Cantalamessa.
También en el Vaticano II la Iglesia redefinió el papel de los laicos, citando 1 Co12,11 y 1 Co 12,7:
Así, no se trata solo de redescubrir la naturaleza jerárquica de la Iglesia, sino también la carismática.
"Dios está con todos, no contra nadie"
Además, de los Apóstoles aprendemos que llevar las decisiones de un concilio a la práctica requieren "tiempo, paciencia, diálogo, tolerancia; a veces incluso compromiso. Cuando se hace en el Espíritu Santo, el compromiso no es ceder, ni rebajar la verdad, sino llevarlo a cabo con caridad y obediencia a las situaciones".
Pidió no tomar partidos demonizando al otro. "No digo que esté prohibido tener preferencias: en el campo político, social, teológico, etc., o que sea posible no tenerlas. Sin embargo, nunca debemos esperar que Dios se ponga de nuestro lado contra el adversario. Tampoco debemos preguntárselo a quienes nos gobiernan. Es cómo pedirle a un padre que elija entre dos hijos; cómo decirle: “Elige: yo o mi oponente; ¡muestra claramente con quien estás!” ¡Dios está con todos y por eso no está contra nadie! Es el padre de todos”.
Habló además de la sincatábasis, la condescendencia del grande para hacerse entender por el pequeño, como un padre se adapta al lenguaje del niño para que le entienda. Así se expresa Dios con los hombres, también en la Biblia.
Va ligado eso a la amabilidad, ser bueno y paciente con el otro, algo que relacionó con los frutos del Espíritu (Gal 5,22) y la Caridad (1 Cor 13, 4, "el amor es paciente"). Un ejemplo a seguir, dijo, es
"Todos deberíamos volvernos, en la Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes, menos enganchados a nuestras certezas personales, conscientes de cuántas veces hemos tenido que reconocer dentro de nosotros mismos que estábamos equivocados sobre una persona o una situación, y cuántas veces nosotros también hemos tenido que adaptarnos a las situaciones. En nuestras relaciones eclesiales, afortunadamente, no existe -ni debe existir- esa propensión a insultar y vilipendiar al adversario que se advierte en ciertos debates políticos y que tanto daño hace a la pacífica convivencia civil".
Y finalizó animando a juzgar, pero sin veneno ni condena. "No se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar el veneno de nuestro juicio! Eso es el odio, la condena, el ostracismo".
viernes, 3 de marzo 2023
Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa que han hecho a Dios, por su misericordia, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han herido con su pecado, la cual contribuye a su conversión con el amor, el ejemplo y las oraciones. Por la unción sagrada de los enfermos y por la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivia y los salve.
(Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática, “Lumen gentium, nº 11)
Institución-Misericordia divina
Nuestro Salvador Jesucristo instituyó en su Iglesia el sacramento de la Penitencia al dar a los apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados; así loa fieles que caen en el pecado después del bautismo, renovada la gracia, se reconcilien con Dios. La Iglesia, en efecto, posee el
Consideremos cuán grandes son las entrañas de su misericordia, que no solo nos
perdona nuestras culpas, sino que promete el reino celestial a los que se arrepienten
después de ellas. (San Gregorio Magno, Homilía 19 sobre los Evangelios)
Si se pierde la sensibilidad para las cosas de Dios, difícilmente se entenderá el Sacramento de la Penitencia. La confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11). (San Josemaría Escrivá. Es Cristo que pasa, nº 78)
Entre los hombres, el castigo sigue a la confesión, mientras que ante Dios a la confesión sigue la salvación. (San Juan Crisóstomo, Catena Aurea, vol. VI. p. 506)
Nueva conversión-La confesión de las culpas
De esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia. Así pues, la conversión debe penetrar en lo más íntimo del hombre para que le ilumine cada día más plenamente y lo vaya conformando cada vez más a Cristo. (Ordo Poenitentiae, núm. 6)
La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro (Catecismo de la Iglesia Católica, 1455)
Plena sinceridad
Algunos van con los pecados disimulándolos y como coloreando porque no parezcan tan malos,
La sinceridad en el momento de la confesión es la sinceridad ante Dios mismo; la actitud del que no es sincero es como la de quien, acudiendo a la consulta del médico para ser curado, perdiera el juicio y la conciencia de a qué ha ido, y mostrase los miembros sanos y ocultase los enfermos (…) Has de dejar que sea el médico quien te cure y vende las heridas, porque él las cubre con medicamentos. ¿Y a quién las ocultase? A quien conoce todas las cosas. (San Agustín, Comentario sobre el Salmo 31)
Si no declaras la magnitud de la culpa, no conocerás la grandeza del Perdón.
(San Juan Crisóstomo, Homilía sobre Lázaro n. 4)
“La Misa se celebra en la Iglesia, es
decir en un lugar consagrado. En circunstancias especiales puede ser celebrada
en otros lugares, como ser al aire libre, cuando se reúne una gran muchedumbre,
en un barco o en una casa particular en épocas de conflictos o de persecuciones.
Sin embargo, experimentamos que tales formas de celebración son algo
extraordinario, ya que, por regla general, la Misa tiene que ser celebrada en
un lugar adecuado, como es el templo consagrado.
A esta norma se le objeta, en una forma
tan frecuente y repetida que ya no produce ningún efecto, que se puede adorar a
Dios en cualquier parte, porque cada uno “experimenta a su Dios en cualquier
lugar”. Quizás el que habla así agrega, recurriendo a la Sagrada Escritura, que
el verdadero lugar para adorar a Dios es “la pequeña y silenciosa habitación”.
Más aún, dice que Dios, en la naturaleza, está especialmente más cerca del
hombre bien intencionado y que, ante cada flor, se puede sentir interiormente
su presencia, mucho más que en un templo sofocante… Muchas respuestas podrían
darse a este respecto.
La Iglesia toma al mundo con mucha
seriedad. Sabe que todo lo que ha sido creado por Dios es sostenido por su
poder y planificado por su pensamiento. Pero también, sabe qué mundo ejerce un
poder totalmente fascinante que busca arrastrar al hombre hacia sí. Por eso,
aunque reconoce que toda es propiedad de Dios y quiere integrarlo en su reino,
desgaja, del conjunto del mundo, un espacio que, desligado de todos los demás
fines y aplicaciones, debe pertenecer exclusivamente a Dios. En ese lugar, el
hombre debe sr consciente de que existe algo que es totalmente diferente de la
naturaleza y de la obra humana cotidiana: lo sagrado. Usamos esta palabra de
acuerdo con el significado preciso que le da la revelación, según la cual
únicamente Dios es santo.
La “santidad” expresa la característica
propia de su ser, es decir, que él es puro, tremenda y soberanamente puro; que
él no sólo aleja de sí el mal, sino que lo aborrece y condena; que él es el
bien perfecto, él mismo es el bien, por lo que todo lo que es bueno no es sino
un reflejo de él; que él vive en un misterio inaccesible, con el que no hay
familiaridad alguna posible, pero que constituye la meta hacia la que se
encamina el más profundo y absoluto anhelo del hombre. Si queremos saber lo que
es la santidad de Dios, no tenemos que escuchar las frases de los poetas, sino
la doctrina de los profetas.
¿Cómo es que un lugar puede ser sagrado o
santo? No puede serlo por sí mismo, porque ninguna cosa creada es tan poderosa
según su propia esencia, de tal modo que pueda proporcionarle un lugar a la
santidad de Dios. Un lugar sólo puede ser a ser sagrado, cuando Dios mismo la
santifica.
Esto ocurre, y con esto vamos precisamente al centro de la cuestión, cuando Dios se dirige a ese lugar, se hace presente en él y lo convierte en morada suya. Pero Dios está “presente en todas partes: ¡en el cielo, en la tierra y en todo lugar! Si, Dios lo abarca todo, dispone de ello y lo sostiene, de tal modo que él no está en un lugar particular, sino que cada lugar o espacio del que se puede hablar está en él esto es cierto. Necesaria e inevitablemente, todo está en Dios, por el hecho de haber sido creado por él”.
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El espacio
sagrado, capítulo 5, primera parte, p. 35-36)
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LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS,
EL PERDÓN DE LOS PECADOSEl Símbolo de los Apóstoles. Artículo 10
“El tercer sacramento es la
Eucaristía. Del mismo modo que en la vida del cuerpo el hombre que ha nacido
con suficiente vigor, necesita alimentos que lo sostengan y conserven, así
también en la vida del espíritu, después de coger fuerzas, necesita un alimento
espiritual. Este alimento es el cuerpo de Cristo. “Si no coméis la carne del
Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,
54). Por este motivo un mandamiento de la Iglesia ordena que todo
cristiano reciba una vez al año el cuerpo de Cristo (Concilio
IV de Letrán 1215, Codex Iuris Canonici, canon 859), pero
con dignidad y alma limpia, porque “quien lo come y bebe indignamente (es
decir, consciente de haber cometido un pecado mortal que aún no ha confesado o
del que no tiene intención de abstenerse), como y bebe su propia condenación” (1
Cor 11, 29).
En la penitencia deben recurrir tres
elementos: contrición, que es un pesar de haber pecado unido al
propósito de no volver a hacerlo; confesión de los pecados íntegra, y satisfacción,
que se lleva a cabo con obras buenas.
(hoy denominado: Unción de los enfermos, es la consagración de la muerte, perdona directamente los pecados veniales y libra de las reliquias de pecados ya perdonados. Indirectamente -si no hubiera sido posible recibir el sacramento de la penitencia- también perdona los pecados mortales, siempre que la persona se encuentre en estado de conversión a Dios, al menos con contrición imperfecta o atrición).
(S. Tomás de Aquino, Escritos
de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 10, segunda
parte, p. 101-103)
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martes, 21 de febrero de 2023
- ¿Qué es el Miércoles de Ceniza y por qué se celebra?
- ¿De dónde salen las cenizas?
- ¿Quién y cómo impone las cenizas?
- La fecha: ¿cuándo se celebra el Miércoles de Ceniza en 2022?
- Cómo surgió el gesto de la imposición de cenizas
- ¿Qué diferencia hay entre ayuno y abstinencia?
- ¿Cómo afecta el coronavirus a la imposición de cenizas?
¿Qué es el Miércoles de Ceniza y por qué se celebra?
El Miércoles de Ceniza es el día que marca el inicio de la Cuaresma en el calendario católico, y también es un día significativo para muchas iglesias de tradición luterana y anglicana que recurren al gesto de las cenizas. Se celebra 40 días antes de Pascua, es decir, del primer domingo después de la primera luna de primavera.
El Miércoles de Ceniza requiere ayuno y abstinencia, algo que la Iglesia latina exige sólo otro día del año: el Viernes Santo (las iglesias católicas orientales tienen otras normas sobre ayunos y penitencias).
No es día de precepto (es decir, la Iglesia no exige ir a misa ese día), pero quien vaya ese día a misa verá el gesto de imponer ceniza en la frente de los fieles, como signo de penitencia, un signo que recoge el misal.
Cualquiera puede recibir la ceniza, incluso personas sin bautizar, y ese día hay mucha más gente en misa.
Con el Miércoles de Ceniza los fieles empiezan sus ejercicios de Cuaresma, que incluirán ayunos, limosna y oración durante 40 días, preparándose para la Semana Santa y Pascua.
¿De dónde salen esas cenizas?
Las cenizas se hacen a partir de las palmas secas que se han guardado del Domingo de Ramos del año anterior. También se hacen a partir de biblias, misales y otros textos sagrados estropeados que no deben tirarse a la basura, sino que se queman. Todos esos restos se queman, luego se rocían con agua bendita y se aromatizan con incienso.
Simbólicamente representa la realidad de la muerte que espera a todo hombre, la humildad de la condición humana y la penitencia. También recuerda la arena del desierto en el que Jesús pasó 40 días y 40 noches.
El libro de Génesis menciona la ceniza como signo de humildad y fragilidad material: "Dios formó al hombre con polvo de la tierra" (Gn 2,7); "hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella fuiste hecho"
(Gn 3,19).
La Iglesia considera este gesto y la ceniza en sí un "sacramental", algo físico que vehicula la acción de Dios, como sucede con el agua bendita, la sal exorcizada o bendecida, los objetos bendecidos, etc...
¿Quién y cómo impone las cenizas?
Se puede imponer la ceniza en la misa del Miércoles de Ceniza o en un acto especial fuera de la misa (por ejemplo en colegios, conventos u hospitales). Las impone el sacerdote, diácono o cualquier laico.
Quien impone la ceniza repite las palabras rituales: "Polvo eres y en polvo te convertirás" (de Génesis 3,19), o bien "Conviértete y cree en el Evangelio" (de Marcos 1,15). Puede dejar caer un poco de polvo de ceniza sobre la cabeza cerca de la frente o tocar la frente con ceniza. En EEUU y otros países, se suele usar una ceniza humedecida y más negra, con la que se marca una cruz muy visible sobre la frente (pero en tiempos de coronavirus Doctrina de la Fe ha pedido evitar este contacto físico y pide dejar caer la ceniza sobre la cabeza).
¿Cuándo se celebra el Miércoles de Ceniza en 2022?
El Miércoles de Ceniza se celebra el 2 de marzo de 2022. Cada año se celebra en una fecha diferente, porque depende de la primera luna de primavera. Se localiza la primera luna llena de primavera: el siguiente domingo es el Domingo de Pascua, que celebra la Resurrección de Jesús. Contando 40 días hacia atrás (los 40 días de Jesús en el desierto) se marca el Miércoles de Ceniza y el inicio de Cuaresma.
¿Cómo surgió el gesto de la imposición de cenizas?
El Antiguo Testamento menciona las cenizas como signo de humildad y arrepentimiento en varias ocasiones, y los cristianos siempre usaron las cenizas para expresar penitencia y arrepentimiento, pero el ritual de imponer cenizas el miércoles de inicio de Cuaresma parece regularse lirúrgicamente en el siglo XI.
En el siglo IV ya se estableció que la Cuaresma duraría 40 días y empezaría seis semanas antes de Pascua. Hacia el año 400 d.C. estaba clara la significación de Cuaresma como temporada de penitencia.
En los siglos VI y VII se reglamentó con más detalle el ayuno como práctica cuaresmal. Ya entonces estaba claro que en domingo no se ayuna, por ser el día en que Cristo resucitó. La Cuaresma no podía empezar un domingo, así que se marcó el miércoles previo como inicio de Cuaresma.
¿Qué diferencia hay entre ayuno y abstinencia?
El ayuno consiste en hacer una sola comida fuerte al día (aunque se permite hacer, además, dos comidas muy ligeras). La abstinencia consiste en no comer carne.
La Iglesia latina actualmente sólo marca dos que sean a la vez de ayuno y abstinencia: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo (las iglesias católicas orientales tienen más días de penitencias y ayunos).
La abstinencia (no comer carne) obliga a partir de los catorce años y el ayuno es obligatorio desde los dieciocho hasta los cincuenta y nueve años de edad.
Las embarazadas, madres lactantes, enfermos, personas con trabajos de gran esfuerzo físico, etc... no tienen obligación de cumplir estos ayunos y abstinencia, y pueden ofrecer otros sacrificios.
Aunque muchos católicos saben que los viernes de Cuaresma no se debe comer carne, ignoran que en realidad este mandato es para todos los viernes del año (excepto los que coincidan con una solemnidad). En España, sin embargo, la Conferencia Episcopal permite sustituir esta penitencia por otra a elección de cada fiel.
El concepto de "carne" puede ser distinto según los países y las decisiones de los obispos locales. La prohibición de comer carne en esos días casi siempre se refiere a carne bovina, ovina, aviar, caza, etc... Sin embargo, no se considera carne a estos efectos la de los peces ni otros animales acuáticos como mariscos y reptiles (caimanes, por ejemplo, y en ciertas épocas y países castores o focas).
(publicado Religión en Libertad, 21 /02/2023)
No es fácil hablar hoy de una
participación efectiva en la Santa Misa, debido al desarrollo que ha
experimentado la liturgia de la conmemoración del Señor. La primera comunidad
estaba constituida por el círculo de los discípulos reunidos alrededor de una
mesa. Esta forma de reunión de los comensales se mantuvo durante un breve
tiempo, mientras las comunidades eran pequeñas. De esto da testimonio el libro
de los Hechos de los Apóstoles, cuando dice: “Íntimamente unidos, frecuentaban
a diario el Templo, partían el pan en sus casas… Y cada día, el Señor acrecentaba la comunidad
con aquéllos que debían salvarse” (2, 46-47)
La participación significa un obrar que
toma parte en el hacer de otro. Este otro, en la misa, es el sacerdote. Él no
es para sí mismo, es para la comunidad. Por medio de las palabras y acciones
que él realiza en virtud de la autoridad ministerial de la que está investido,
acontece algo que tiene su origen en Cristo. Pero todos están llamados a
participar en ese acontecimiento. ¿Cómo se lleva a cabo esta participación? Los
fieles que asisten a la celebración saben verdaderamente qué es lo que se
presenta ante su mirada.
Cuando se celebra el ofertorio y el
sacerdote retira el velo que cubre el cáliz, tenemos que decirnos a nosotros
mismos: ahora va a ser preparada la ofrenda sobre la cual se celebrará luego el
misterio. Se repite lo mismo que ocurrió en un determinado momento, cuando el
Señor les encargó a sus discípulos que preparasen la Cena Pascual: se repite lo
que la comunidad hacía posteriormente, cuando todos los fieles se reunían y
cada uno traía su ofrenda de pan, de vino o de aceite. Hoy todo eso se ha
reducido a actos breves, en los que el sacerdote eleva la patena con la hostia
y luego la deposita sobre sobre los corporales, recibe el vino y lo vierte en
al cáliz mezclándolo con unas gotas de agua, tras lo cual eleva el vaso sagrado
y lo deposita sobre el altar. Por eso, los fieles tienen que decirse a sí
mismos que estos gestos sobrios sustituyen todo aquello que debía ser realizado
y ofrecido, tanto para preparar la Cena del Señor.
Después del rezo del Santo, cuando comienza la oración principal, el Canon, tenemos que recordar que empieza lo que en el lenguaje de la Iglesia antigua se llama la “actio”, la acción propiamente dicha, hacia la cual se dirige toda nuestra atención. Tan pronto como se hace silencio (qué importante sería que hubiese un silencio absoluto), debemos decir que, a partir de este momento, se cumple la última voluntad del Señor. Él ha dicho: “haced esto en conmemoración mía”. Ahora se cumple esto. Ocurre lo mismo que tuvo lugar una vez, en el Cenáculo: Cristo viene. Él se hace presente en su amor redentor y con él el destino que ha cargado sobre sí por amor a nosotros. El sacerdote obra, pero nosotros debemos cooperar con él, por cuanto estamos allí interiormente presentes, nos contemplamos en el altar y nos identificamos con lo que ocurre allí. Estoy íntimamente convencido de que la simple actualización puede convertirse inmediatamente en acontecimiento, de tal modo que yo mismo puedo hacerme presente y recibir el alimento sagrado”. Continúa
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El recogimiento y la participación,
capítulo 5, primera parte, p. 29-33)
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Sacerdocio
común y ministerial en el
Por Pedro Trevijano, publicado el ReligiónenLibertad, 31 de enero 2023
La Iglesia también hace penitencia, pues los que pecan son sus miembros y a veces sus comunidades e instituciones. Pero la función fundamental y principal de la Iglesia es la de ser Madre; una Madre que acoge, ayuda, reprende, purifica, limpia, anima y sostiene a cada uno de sus hijos, según su situación y necesidades, si bien también Ella, al verse manchada por el pecado de sus miembros, necesita purificarse y reconciliarse con Dios y con su propia vocación a la santidad.
En la celebración del sacramento de la Penitencia la Iglesia experimenta la misericordia del Dios que perdona y acoge siempre al hijo que vuelve con un corazón contrito y humillado (Sal 51,19). Ello nos lleva por una parte a no minusvalorar las consecuencias del pecado y por otra a no desesperar ante la gravedad de nuestras culpas.
A pesar de que pecado y perdón son algo muy humano, son también realidades teológicas que hay que entender a la luz de la fe, esa fe que nos pide que no aislemos el sacramento de la penitencia del conjunto del misterio cristiano.
La
celebración sacramental de la penitencia es un acto cultual y santificador cuya
realización se debe al ejercicio del sacerdocio de la Iglesia, tanto el común
a todos los fieles (cf. Lumen Gentium, 11), como el ministerial y
jerárquico (cf. Lumen Gentium, 25 y 28). El sacerdocio común se ejerce
sobre todo por el penitente, no sólo como sujeto pasivo, sino también porque
con sus actos de conversión, que suponen la aceptación del
llamamiento que Dios le hace a una comunión interpersonal, a semejanza de la
que Dios vive en su Trinidad, colabora activamente en el sacramento, tanto más
cuanto que sus actos son la cuasi materia de éste y forman parte de su
estructura. Pero se ejercita también el sacerdocio común de toda la Iglesia, en
cuanto ésta ayuda al pecador "en su conversión con la caridad, ejemplo y
oraciones" (Lumen Gentium, 11). Esta oración
por el pecador obtiene de Dios la gracia de su conversión y perdón (cf. Mt
18,19-20; 1 Jn 5,16; Sant 5,16).
Tengamos además en cuenta que el sentido eclesial de la penitencia cristiana no se acaba en la Iglesia peregrinante, ya que según Santo Tomás todo el Cuerpo Místico se ve afectado por la conversión del pecador, quien al readquirir las virtudes sobrenaturales ayuda con su apostolado a los otros pecadores y con su oración a las almas del Purgatorio, así como sirve de alegría a los santos del cielo
Resumiendo, diremos que la Iglesia reconcilia al pecador reconciliándolo consigo misma y que la gracia sacramental recibida es una gracia eclesial que no consiste en un puro aumento cuantitativo de la gracia santificante, sino sobre todo es una riqueza cualitativa y un crecimiento en la participación en la vida divina.
Catecismo de la Iglesia Católica.
Actos del penitente, nº 1450 al 1460
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Los sacramentos de la Iglesia son siete.
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 10, primera parte, p. 98-100)
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lleva un sello trinitario y de manera especial la persona, varón y mujer,
a quien Dios ha amado por sí misma. En la creación del ser humano,
«hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gen 1, 26), interviene
toda la Trinidad, Dios Padre que crea, el Hijo que moldea el barro
del alfarero y el Espíritu que alienta la vida. La primera familia humana
y la encomienda que recibe en su propia condición sexuada, «sed fecundos
y multiplicaos» (Gen 1, 28), es un «sacramento primordial» en
el que se recoge el plan de Dios para la humanidad y para la casa común
que se les ha regalado: sed familia y cuidad el hogar. Las reflexiones
sobre la Trinidad ayudaron a comprender el significado del ser personal.
Hoy, cuando la persona es reducida a individuo, la recuperación de
la concepción trinitaria de persona puede ayudarnos a salir del encierro
del individualismo. La fe trinitaria nos ofrece una propuesta de familia
y sociedad. La familia es «sacramento primordial» de esa propuesta.
1. Una antropología que ayude a interpretar todo lo humano
7. La Iglesia puede ofrecer la propuesta de una antropología adecuada
a la experiencia humana elemental. 3 cf. Juan Pablo II, Catequesis de los miércoles sobre
matrimonio y familia «Teología del cuerpo» (1979-1984). Experta en humanidad, acoge en
su seno existencias personales de hombres y mujeres con nombres y
rostros, de personas en acción a quienes la pregunta radical que Dios
hace a todo hombre en sus dos primeras palabras dirigidas a los humanos
en la Escritura: Adán «¿dónde estás? (Gen 3, 9); Caín ¿dónde está
tu hermano?» (Gen 4, 9), los ayudan a caer en la cuenta de dónde estamos
situados: es decir de tener una innegociable racionalidad, despertándoles
así la conciencia de las polaridades que constituyen el ser
personal: cuerpo-espíritu, hombre-mujer, individuo-sociedad.
8. ¿Cuál es la experiencia humana elemental?:
– que somos amados. Amor que se expresa en el don de la vida, en
nuestra corporalidad y conciencia.
– que somos cuerpo y que podemos reflexionar sobre este dato. Porque
nuestro cuerpo nos dice que hay una diferencia sexual —masculino,
femenino— que tiene un significado y que podemos reflexionar sobre él.
– que la conciencia de lo que somos y de nuestras relaciones nos
permite reconocer nuestro yo personal, familiar y social.
Por tanto, si la experiencia humana elemental nos dice que somos
don, cuerpo-espíritu, cuerpo sexuado y sujetos miembros de un pueblo
—es decir, personas relacionales y no individuos aislados—, nos
hace falta una reflexión antropológica sobre lo que somos como seres
humanos que sea adecuada a esa experiencia humana elemental, que logre
acoger y, al mismo tiempo, expresar todas las potencialidades de la
dimensión personal, de la dimensión relacional-afectiva y de la dimensión
institucional que nos constituyen. Pensamos que la fe en Dios, uno
y trino, y la antropología que de esa fe se deriva ofrecen una respuesta
«adecuada» a estas nuestras experiencias más elementales.
9. Queremos reflexionar y comunicar esta propuesta antropológica
que responde a la verdad de lo que el ser humano es. En esta reflexión,
es de extraordinaria importancia el significado de la diferencia
sexual. Es preciso un nuevo diálogo sobre la vocación del hombre y
de la mujer, previo a los roles sociales y económicos que hombre y
mujer desempeñan. Benedicto XVI habla al respecto de una «ecología
del hombre»: «Quisiera afrontar seriamente un punto que —me parece—
se ha olvidado tanto hoy como ayer: hay también una ecología del
hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar
y que no puede manipular a su antojo» 4.
10. Esta antropología religadora de todo lo humano, personal, ambiental
e institucional, solo se sostiene si hay una religación fundante,
un Padre que abraza y reúne a la familia en el hogar común. Una antropología
adecuada a la experiencia humana es aquella que acoge y
aúna la dimensión personal (corporal-espiritual), la dimensión relacional
afectiva (deseo-amor) y la dimensión público-institucional (fecundidad-
solidaridad). Además, da respuesta a los latidos profundos del
corazón humano —libertad, amor, alegría— sin contraponerlos y sin
pensar que cada uno de ellos va por su cuenta. Una libertad situada
entre la verdad y el bien; pero, por otra parte, una libertad herida, a la
que la fe ofrece redención para que pueda amar sin reservas y encuentre
la alegría.
No cabe una división entre problemas propios de la moral social y
problemas de la moral personal. Esta propuesta denuncia la falsedad de
la división entre asuntos privados y públicos, que además deja en tierra
de nadie el ámbito familiar.
hemos de concluir recordando uno de los textos más luminosos del
Concilio Vaticano II:
En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de
venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación
del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre
al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (GS 22).
4, Benedicto XVI, Discurso al Parlamento alemán (22.9.2011).
(Editorial Edice, El Dios fiel mantiene su alianza, DT 7,9, p.13-19, capítulo 1)
viernes, 13 de enero 2023
«A los que he hecho daño de alguna manera, les pido perdón de todo corazón»
Se hace público el testamento espiritual de Benedicto XVI
«¡Manteneos firmes en la fe!»
A continuación, reproducimos íntegramente este
valioso y bello texto:
Doy
gracias a mis padres, que me dieron la vida en una época
difícil y que, a costa de grandes sacrificios, con su amor prepararon para mí
una morada magnífica que, como una luz clara, ilumina todos mis días hasta el
día de hoy. La lúcida fe de mi padre nos enseñó a los niños a creer,
y como señal siempre se ha mantenido firme en medio de todos mis logros
científicos; la profunda devoción y la gran bondad de mi madre son un legado
que nunca podré agradecerle lo suficiente. Mi hermana me ha asistido durante
décadas desinteresadamente y con afectuoso cuidado; mi hermano, con
la lucidez de sus juicios, su vigorosa resolución y la serenidad de su corazón,
me ha allanado siempre el camino; sin este constante precederme y acompañarme,
no habría podido encontrar la senda correcta.
De
corazón doy gracias a Dios por los muchos amigos, hombres y mujeres, que
siempre ha puesto a mi lado; por los colaboradores en todas las etapas de mi
camino; por los profesores y alumnos que me ha dado. Con gratitud los
encomiendo todos a Su bondad. Y quiero dar gracias al Señor por mi hermosa
patria en los Prealpes bávaros, en la que siempre he visto brillar el esplendor
del Creador mismo. Doy las gracias al pueblo de mi patria porque
en él he experimentado una y otra vez la belleza de la fe. Rezo para que
nuestra tierra siga siendo una tierra de fe y os lo ruego, queridos
compatriotas: no os dejéis apartar de la fe. Y, por último, doy gracias a Dios por
toda la belleza que he podido experimentar en todas las etapas de mi
viaje, pero especialmente en Roma y en Italia, que se ha convertido en mi
segunda patria.
A
todos aquellos a los que he hecho daño de alguna manera, les pido
perdón de todo corazón.
Lo que antes dije a mis compatriotas, lo digo
ahora a todos los que en la Iglesia están confiados a mi servicio: ¡manteneos
firmes en la fe! No se confundan. A menudo da la impresión de que la
ciencia -las ciencias naturales, por un lado, y la investigación histórica
(especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otro- es capaz de
ofrecer resultados irrefutables en contradicción con la fe católica.
He vivido las transformaciones de las ciencias
naturales desde hace mucho tiempo, y he podido comprobar cómo, por el
contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido,
demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas sólo
aparentemente pertenecientes a la ciencia; del mismo modo que, por otra parte,
es en el diálogo con las ciencias naturales como también la fe ha aprendido
a comprender mejor el límite del alcance de sus pretensiones,
y por tanto su especificidad.
Hace
ya sesenta años que acompaño el camino de la Teología, en particular de las
ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones he visto
derrumbarse tesis que parecían inamovibles, demostrando ser meras
hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.), la generación
existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista. He visto y veo cómo
de la maraña de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la
fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y
la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo.
Por último, pido humildemente: rezad por mí, para
que el Señor, a pesar de todos mis pecados e insuficiencias, me
reciba en las moradas eternas. A todos los que me han sido confiados, mis
oraciones salen de mi corazón, día a día.
Benedictus PP XVI. (Publicado en omnes el 1 de enero 2023)
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“Así como en un hombre hay un alma y un
cuerpo solamente, y sus miembros, sin embargo, son diversos, así también la
Iglesia católica es un solo cuerpo, y tiene diversos miembros. El alma que da
vida a este cuerpo, es el Espíritu Santo. Por ello, luego de confesar la fe en
el Espíritu Santo, es preciso creer en la santa Iglesia católica. En
consecuencia, con esto prosigue el Símbolo: “la santa Iglesia católica”.
A) En cuanto a lo primero hay que notar que,
aunque diversos herejes dieron origen a sectas diversas, no pertenecen a la
Iglesia, porque están divididos en facciones, mientras que la Iglesia es una:
“Una sola es mi paloma, una sola mi perfecta” (Cant 6, 8).
Primero, de la unidad de la fe.
Todos los cristianos que pertenecen al cuerpo de la Iglesia, creen lo mismo:
“Que digáis toda una misma cosa, y no haya entre vosotros divisiones” (1 Cor
1, 10); “Un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo” (Eph 4,
5).
Por tanto, nadie debe menospreciar ni dar lugar a que se le arroje y expulse de esta Iglesia, porque no hay más que una en la que los hombres encuentren la salvación, como nadie pudo salvarse más que en el arca de Noe.
B) En cuanto a lo segundo hay que notar
que existe también otra congregación, pero de malhechores: “Odio la asamblea de
malhechores” (Ps 25, 5). Ésta es mala, en tanto que la Iglesia de Cristo es santa:
“Santo es el templo de Dios, que sois vosotros” (1 Cor 3, 17); por
ello profesa el Símbolo: “la santa Iglesia”.
Primero, porque al igual que es rociada con agua una iglesia cuando se consagra, así también los fieles han sido lavados en la sangre de Cristo. “Nos amó, y no lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apc 1, 5); “Jesús, para santificar por medio de su sangre al pueblo, padeció fuera de la puerta” (Heb 13, 12).
Segundo, por
unción: como es ungida la iglesia, son ungidos los fieles con unción
espiritual, para ser santificados; de otra forma no serían cristianos, pues
Cristo quiere decir ungido. Esta unción es la gracia del Espíritu Santo. “Es
Dios quien nos ungió” (2 Cor 1, 21); “Habéis sido santificados en el nombre
de nuestro Señor Jesucristo” (1 Cor 6, 11)
(Santo
Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo
9, primera parte, p. 93-95)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“Así como el hablar y el escuchar
auténticos tienen su origen en el silencio, la actitud recta y el buen obrar
proceden del recogimiento. El obrar no sólo consiste en que ocurra algo
externo. En él hay muchos niveles, tantos como se observan en la vida del
hombre. Hay actividades pura y totalmente exteriores, como cuando se acciona
una llave de la luz: si el contacto funciona correctamente, se enciende la lámpara,
con lo cual todo está en orden. Pero si tengo que hacer un trabajo, tengo que
poner tanta más atención cuanto más importante sea el trabajo, de lo contrario,
se producirán equivocaciones.
En las diferentes relaciones entre los
hombres -en la ayuda, en la amistad, en la caridad-, en todo aquello en que se
establece un vínculo entre la persona y lo que hace, lo que yo haga saldrá
bien, sólo si me he interesado interiormente por ello. El lenguaje cotidiano expresa
esto en frases certeras, cuando se acepta, por ejemplo, que se diga: “estoy
metido de lleno en ello” o “no está metido en el tema”. Es posible que hago
algo -yo solo y nadie más- pero sin estar verdaderamente “metido en ello”.
Estoy corporalmente presente, de algún modo, también lo estoy espiritualmente,
lo suficiente como para que la acción comience a realizarle, pero, a la vez,
estoy en cualquier otra parte, y a las cosas también les pasa algo parecido. Cuanto
más difícil, importante y delicado es aquello que debe ser hecho, tanto más tengo
que poner toda mi atención, mi fervor, mi pasión, mi amor, lo más profundo de
mi sentimiento y las energías creadoras del espíritu.
El recogimiento no consiste en andar distraído
por cualquier parte, sino en estar presente aquí, ni tampoco en poner la
atención en muchas cosas, sino en atender lo que ahora importa, ni en participar
sólo con una parte de mi ser, sino en concentrarme totalmente en ello. Esto es
válido para todo obrar, pero en particular, vale para aquél del cual estamos ha
blando, es decir, para el culto que rendimos a Dios.
La liturgia se basa en el hecho de que
Dios está en el templo, por lo que comienza con la respuesta del hombre a este
acontecimiento. Por eso ella se distingue de la oración privada, la que puede
ser rezada en cualquier parte, también en casa o en un lugar abierto. En primer
lugar y en forma categórica, la liturgia significa el culto en el lugar sagrado
destinado a ello. ¡Gran misterio es que Dios está “aquí”! Eso exige una
respuesta: que el hombre se coloque frente a él. En la lengua italiana, existe
una bella expresión: “fare atto di presenza” [hacer acto de presencia], es
decir, efectivizar el acto de hacerse presente. Pero para eso también se debe
estar realmente allí, el cuerpo y alma, con pensamientos e intereses, con atención,
respeto profundo y amor. Precisamente a esto se llama recogimiento. Sólo el
hombre concentrado puede experimentar la presencia de Dios en su espíritu y en
su corazón, presentarse ante él y responder con un acto de adoración y con amor
al advenimiento de su misericordia.
El recogimiento posibilita también la correcta postura externa. Temo que lo que voy a decir aquí parezca exagerado o, peor aún, haga que alguien se comporte afectadamente. Pero con frecuencia el comportamiento en el templo es tan descuidado, los asistentes parecen saber tan poco del lugar en el que están y qué ocurre a su alrededor, que se debe hablar claramente, aunque se corra el riesgo de ser malinterpretado. El que el hombre esté presente no significa sólo que su cuerpo se encuentra en el templo y no en la calle. Su “cuerpo” es el mismo, y su estar presente es un obrar viviente. Por ejemplo, un hombre entra en una habitación y se sienta. Aparentemente lo único que ha ocurrido es que ha ocupado una silla. Pero entra otro hombre, entonces la existencia del primero se revela como un poder, aun cuando no haga o diga nada. Hay obras de arte en las que esta influencia silenciosa de su existencia se revela poderosamente. Pensemos en esas pinturas medievales en las que la mayoría de las imágenes de los santos aparecen tranquilamente sentadas, una al lado de otra; no hacen nada, apenas un gesto o una palabra va de una a otra, pero, sin embargo, todo el conjunto está lleno de una presencia cálida y vital. En consecuencia, el estar presente es algo más que el simple estar sentado o arrodillado en un lugar. Es un acto interior que se exterioriza en todo el comportamiento”. (Romano Guardini, Preparación para Santa Misa, capítulo 4, primera parte, p. 25-27)
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“Dos errores quedan refutados con estas palabras: el de los maniqueos, que sostuvieron que al Antiguo Testamento no procedía de Dios, cosa que es falsa, pues por los Profetas habló el Espíritu Santo; el de Priscila y Montano (Montano, cristiano convertido en Frigia, divulgó desde 170 la herejía eclesiológica llamada montanismo), que afirmaron que los Profetas hablaban poseídos no del Espíritu Santo, sino de frenesí. Muchos frutos producen en nosotros el Espíritu Santo.
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 8, segunda y última, p. 90-93)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“En la vida espiritual, cuando se habla del silencio la mayoría de las veces se lo asocia inmediatamente con el recogimiento. En verdad, el silencio supera al bullicio y al palabrerío, en tanto que el recogimiento es la victoria sobre la disipación y la intranquilidad. El silencio constituye en el hombre la serenidad que lo habilita a hablar, el recogimiento representa la unidad viviente de una existencia, a la que se le habla de las cosas del mundo que lo rodean y que es atraída por la diversidad de acontecimientos, unidad llena de fuerzas, que incita a la acción y a la creación. El recogimiento es tan importante como el silencio. Cuando los consideramos atentamente, nos damos cuenta de que uno no puede existir sin el otro.
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
Primera. Aunque existen
otros espíritus, los ángeles, son sólo ministros de Dios, conforme a las
palabras del Apóstol: “Todos ellos son espíritus servidores” (Heb 1, 14); en cambio, el
Espíritu Santo es Señor: “Dios es espíritu” (Jn 4, 24), “este Señor es
el Espíritu” (2
Cor 3, 17);
por eso, donde está el Espíritu del Señor, está la libertad, según dice Pablo
inmediatamente después. La razón de esto es que hace amar a Dios y elimina el
amor al mundo. Por tal motivo agregaron: “En el Espíritu Santo, Señor”.
Segunda. La vida del alma consiste
en su unión con Dios, puesto que Dios mismo es la vida del alma, como el alma
es la vida del cuerpo. Ahora bien, es el Espíritu Santo quien realiza esta
unión con Dios por medio del amor, porque Él mismo es el Amor de Dios; por
consiguiente, da vida: “El Espíritu es quien da vida” (Jn 6, 64). Por ello
añadieron: “Y dador de vida”.
Tercera. El Espíritu Santo es de una
misma sustancia que el Padre y el Hijo: como el Hijo es la Palabra del Padre,
así el Espíritu Santo es el Amor del Padre y del Hijo, y por ello procede de
ambos, y con la Palabra de Dios es de una misma sustancia que el Padre, así el
Amor es de una misma sustancia que el Padre y el Hijo. Por esto dijeron: “Que
procede del Padre y del Hijo”. De lo que resulta evidente que no es criatura.
Cuarta. El Espíritu Santo es igual
al Padre y al Hijo en el culto que se les tributa. “Los verdaderos adoradores
adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). “Enseñad a todos
los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo” (Mt
28, 19).
En consonancia con esto afirmaron: “Que con el Padre y el Hijo recibe una misma
adoración”.
La quinta prueba de que el Espíritu Santo es igual a Dios, está en que los Profetas hablaron de parte de Dios. Por tanto, si no fuera por Dios el Espíritu, no se podría afirmar que los Profetas hablaron de parte de Éste. Ahora bien, Pedro escribe: “Los hombres santos de Dios hablaron inspirados por el Espíritu Santo” (2 Pet 1, 21). “El Señor Dios me envió, y su Espíritu”
(Santo Tomás de
Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo
8, p. 88-90, Colección Patmos n. 155, primera parte)
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PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“Introducción. No se trata de
explicar la esencia de la conmemoración de la Última Cena del Señor, ni tampoco
exponer su historia, sino, más bien, poner en claro qué obligaciones impone su
celebración y cuál es la mejor manera de cumplir adecuadamente con ellas.
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Cuarto, por la cólera del Juez. Con un semblante, dulce y agradable, se mostrará a los justos: “Contemplarán al Rey en su hermosura” (Is 33,17); con otro, encolerizado y cruel, se presentará a los malos, hasta el punto de que éstos dirán a los montes: “Caed sobre nosotros, y ocultadnos de la ira del Cordero” (Apc 6,16). Tal ira no implica perturbación interior en Dios, sino sólo su efecto externo, a saber, la pena eterna impuesta a los réprobos. Orígenes: “¡Qué angosto será en el juicio el camino para los pecadores! Habrá arriba un juez airado, etc.”
C) Contra este temor debemos emplear cuatro remedios.
El primero consiste en obrar bien: “¿Quieres no temer a la autoridad? Obra el bien, y obtendrás de ella elogios” (Rom 13,3).
El segundo es la confesión y penitencia en cuanto a los pecados cometidos, con tres características, dolor al considerarlos, humildad al confesarlos, intransigencia al satisfacer por ellos: de est amanera se expía la pena eterna.
El tercero es la limosna, que todo lo purifica. “Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando fallezcáis, os reciban en las moradas eternas” (Lc 16,9).
El cuarto remedio lo constituye la caridad, es decir, al amor a Dios y al prójimo, amor que cubre los pecados en bloque, según leemos en la 1ª Carta de san Pedro 4 y en Proverbios 10”. Tercera y última parte.
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 7, p. 86-88, Colección Patmos n. 155)
La materia del juicio serán todas las obras, buenas y malas; “Anda por donde el corazón te lleve…, pero a sabiendas de que por todo ello Dios te llamará a juicio” (Eccl 1,9). “Toda obra, buena o mala, la emplazará Dios a juicio por cualquier fallo” (Eccl 12,14). Así mismo, las palabras ociosas: “De toda palabra ociosa que hayan pronunciado los hombres, darán cuenta en el día del juicio” (Mt 12,36). Los pensamientos: “Los pensamientos del impío sufrirán interrogatorio” (Sap 1,9). Y así queda explicado el desenvolvimiento del juicio.
B) Este juicio es temible por cuatro motivos.
Primero, por la sabiduría del Juez. Lo conoce todo, pensamientos, palabras y obras, puesto que “todo está desnudo y patente a sus ojos (Heb 4,13) “Todos los caminos de los hombres están patentes a los ojos de Él” (Prv 16,2). Conoce nuestras palabras: “Oído celoso todo lo oye” (Sap 1,10). Y también nuestros pensamientos: “Retorcido es el corazón del hombre, e impenetrable: ¿quién lo conocerá? -Yo, el Señor, que escudriño el corazón y examino los riñones, que doy a cada uno según su camino y según el fruto de sus artes” (Ier 17,9). Acudirán a declarar testigos infalibles, a saber, las propias conciencias de los hombres: “Atestiguando su misma conciencia, y acusándolos unas veces o incluso defendiéndolos otras sus juicios, el día en que Dios juzgue las acciones secretas de los hombres” (Rom. 2,15).
Segundo, por el poder del Juez, que es omnipotente por Sí: “El Señor Dios vendrá con potencia”
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, El símbolo de los Apóstoles, Artículo 7, p. 85-86, Colección Patmos n. 155)
Los mismos ángeles lo aseguraron: “Este Jesús, que de entre vosotros ha subido al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse” (Act 1,11).
Tres cosas hay que considerar con respeto a este juicio: primera, su procedimiento; segunda, que se trata de un juicio temible; tercera, la forma de prepararnos a él.
A), En su procedimiento concurren tres factores: el juez, los que están juzgados, la materia del juicio.
El Juez es Cristo. “El es a quien Dios ha puesto por juez de vivos y muertos” (Act 10,42), ya sea que tomemos por muertos a los pecadores y por vivos a los que viven con rectitud, o bien que interpretamos literalmente como vivos a los que para entonces vivirán y como muertos a todos los que habrán fallecido. Es juez no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre, y esto por tres motivos.
Primero, porque es necesario que los que sean juzgados vean al juez; pero la Divinidad es tan deleitosa que nadie puede contemplarla sin gozo; por tanto, ningún condenado podrá verla, porque gozaría. Por eso es preciso que aparezca en su condición de hombre, para ser visto por todos. “Le dio potestad de juzgar porque es Hijo de hombre” (Jn 5,27).
Segundo, porque en cuanto hombre mereció este cargo. En cuanto hombre fue juzgado inicuamente; por ello Dios lo nombró Juez del universo entero: “Tu causa ha sido juzgada como la de un impío: recibirás a cambio poder de juagar” (Iob 36,17).
Tercero, para que los hombres no se desesperen, puesto que por un hombre van a ser juzgados. Si Dios sólo juzgara, los hombres aterrados se desesperarían. “Verán al Hijo del hombre venir en una nube” (Lc 21,27).
Los que serán juzgados son todos los que existieron, existen y existirán: “Todos tendremos que comparecer ante el tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en esta vida” (2 Cor 5,10).
Pero, como dice Gregorio, hay entre ellos cuatro categorías. En primer lugar, de los que comparecerán, unos son buenos, y otros, malos. De los malos unos serán condenados sin juicio, los incrédulos, cuyas obras no serán sometidas a discusión, porque “el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3,18).
También de los buenos unos se salvarán sin juicio, los que por Dios fueron pobres de espíritu; es más, juzgarán a los demás: “Vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del hombre se siente en el trono de su majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28); lo cual ha de entenderse no sólo de los Discípulos, sino de todos los pobres; de otra forra, Pablo, que trabajó más que ninguno, no se contaría entre los jueces: Hay, pues, que interpretarlo de todos los que siguen a los Apóstoles y de los varones apostólicos. Por ello Pablo escribe: “¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles?” (1 Cor 6,3). “el Señor vendrá a juzgar acompañado de los ancianos y príncipes de su pueblo” (Is 3,14)”. Continúa
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 7, El símbolo de los Apóstoles, p. 82-85, Colección Patmos n. 155)
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A) Fue sublime, porque subió a los cielos. Esto se expone en tres pasos.
Primero, subió por encina de todos los cielos corpóreos. Dice el Apóstol: “Subió por encima de todos los cielos” (Eph 4, 10). Esto fue Cristo quien primero lo hizo, pues anteriormente ningún cuerpo terreno había salido de la Tierra, hasta el punto de que incluso Adán vivió en un paraíso terrenal.
Segundo, subió por encima de todos los cielos espirituales, que son los seres espirituales, que son los seres espirituales. “Colocando a Jesús a su derecha en el cielo, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud y Dominación, y sobre todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero; todas las cosas las sometió bajo sus pies”
Tercero, subió hasta el trono del Padre, “He aquí que en las nubes del cielo venía un como Hijo de hombre, y llegó hasta el Anciano de días” (Dan 7, 13).” El Señor, Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo, y está sentado a la derecha de Dios” (Mc 16, 19).
Lo de la derecha de Dios no hay que entenderlo en sentido literal sino metafórico: en cuanto Dios, estar sentado a la derecha del Padre significa ser de la misma categoría que Éste; en cuanto hombre, quiere decir tener la absoluta preeminencia. Esto lo entendió también el diablo: “Subiré al cielo, sobre los astros de Dios levantaré mi solio; me sentaré en el monte de la alianza, de la parte del Aquilón; ascenderé sobre la altura de las nubes, semejante seré al Altísimo” (Is 14, 13-14). Sin embargo, sólo Cristo lo consiguió; por eso se dice: “Subió al cielo, está sentado a la derecha del Padre”. “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra” (Ps 109,1).
B) La Ascensión de Cristo fue razonable, pues fue al cielo; esto, por tres motivos:
Primero, porque el cielo era debido a Cristo por su misma naturaleza. Es natural que cada cosa vuelva a su origen, y el principio originario de Cristo está en Dios, que está por encima de todo. “Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo, y voy al Padre” (Jn 16, 28)” Nadie subió al cielo sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo” (Jn 3, 13). También los santos suben al cielo, pero no como Cristo: Cristo subió por su propio poder; los santos, en cambio, arrastrados por Cristo: “Arrástrame en pos de ti” (Cant 1,3). Incluso puede decirse que nadie sube al cielo sino Cristo sólo, porque los santos no suben más que en cuanto miembros de Él, que es la cabeza de la Iglesia: “Donde esté el cadáver, allí se juntarán también los buitres” (Mt 24, 2
Segundo, correspondía a Cristo el cielo por su victoria. Cristo fue enviado al mundo para luchar contra el diablo, y lo venció; por ello mereció ser encumbrado por encima de todas las cosas: “Yo vencí, y me senté con mi Padre en su trono” (Apc 3, 21).
Tercero, le correspondía por su humildad. No hay humildad tan grande como la de Cristo, quien siendo Dios quiso hacerse hombre, siendo Señor quiso tomar la condición de esclavo sometiéndose incluso a la muerte, según se dice en Philp 2, y llegó a bajar al infierno. Por eso mereció ser ensalzado hasta el cielo, hasta el solio de Dios, porque el camino al encumbramiento es la humildad: “El que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11); “El que descendió, ése mismo es el que subió por encima de todos los cielos” (Eph 4, 10).
C) La Ascensión de Cristo fue útil; esto, es en tres aspectos:
Primero, como guía, pues ascendió para guiarnos. Nosotros ignorábamos el camino, pero Él nos lo mostró: “Subirá delante de ellos el que les abrirá el camino” (Mich m2, 13). Y para darnos la certeza de la posesión del reino celestial: “Voy a prepararos un sitio” (Jn 14, 2).
Segundo, para asegurarnos esta posesión, puesto que subió para interceder por nosotros: “Llegando por sí mismo hasta Dios, viviendo siempre para interceder por nosotros” (Heb 7, 25); “Tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo” (1 Jn 2, 1).
Tercero, para atraer hacia sí nuestros corazones; “Donde está tu tesoro, allí está también tu corazón” (Mt 6, 21); para que despreciemos los bienes temporales: “Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde esta Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra” (Col 3, 1-2)”.
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 6, p.79-82, Colección Patmos n. 155)
“La segunda diferencia está en la vida a la que resucitó. Cristo a una vida gloriosa e incorruptible: “Cristo resucito entre los muertos por gloria del Padre “(Rom 6, 4); los demás, a la misma vida que antes había tenido, según consta de Lázaro y otros.
La tercera diferencia estriba en su fruto y eficacia: en virtud de la Resurrección de Cristo resucitan todos. “Muchos santos que se había dormido, resucitaron” (Mt 27, 52) “Cristo resucitó de entre los muertos, como una primicia de los que duermen” (1 Cor 15,20)
Observa que Cristo llegó a la gloria a través de su Pasión: “¿No era menester que el Cristo padeciese todo esto, y entrase así en su gloria?” (Lc 24, 26). De esta manera nos enseñaba el camino de la gloria a nosotros: “Es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Act 14, 21).
La cuarta diferencia reside en el tiempo. La resurrección de los demás se aplaza hasta el fin del mundo, a no ser que por un privilegio se conceda antes a alguno, como a la Santísima Virgen y, según piadosa creencia, a San Juan Evangelista; Cristo, en cambio, resucitó al tercer día. La razón es que la Resurrección, la Muerte y el Nacimiento de Cristo acontecieron por nuestra salvación, y por tanto quiso Él resucitar en el preciso momento en que nuestra salvación lo exigía: si hubiera resucitado inmediatamente, nadie habría creído que hubiera muerto; si hubiera aplazado por mucho tiempo su resurrección, los discípulos habrían perdido la fe, y su Pasión habría resultado inútil: “¿Qué provecho hay en mi sangre, si desciendo a la corrupción”? (Ps 29, 10). Por eso resucitó al tercer día, para que se creyera que efectivamente había muerto, y para que los discípulos no perdieran la fe.
Cuatro advertencias podemos deducir de todo esto con vistas a nuestra formación:
Primera, que tratemos de resucitar espiritualmente de la muerte del alma en que caemos por el pecado, a una vida de justicia que se alcanza con la penitencia. “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y Cristo te iluminará” (Apc 20, 6).
Segunda, que no dejemos la resurrección para el momento de la muerte, sino que nos movamos,
Tercera, que resucitemos a una vida incorruptible, esto es, de manera que no muramos de nuevo, con un propósito tal que en adelante no pequemos. “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya dominio sobre Él. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Por tanto, que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que obedezcáis a sus concupiscencias; ni ofrezcáis vuestros al pecado como armas de maldad, antes bien ofreceos a Dios como resucitados de entre los muertos” (2 Rom 6, 9 y 11-13).
Cuarta, que resucitemos a una vida nueva y gloriosa, esto es, de forma que evitemos todo lo que anteriormente fue ocasión y causa de muerte y de pecado. “Como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (Rom 6, 4). Esta vida nueva es una vida de justicia, que renueva el alma, y conduce a la vida de la gloria. Amén”.
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 5, p. 76-, Colección Patmos n. 155)
“En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar
De tres maneras principalmente, según dice Agustín, se les puede auxiliar: con misas, con oraciones y con limosnas. Gregori añade una cuarta, el ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio. (La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayudar a las almas que allí se encuentran por medio de sufragios, fueron definidas por el Concilio II de Lyon (1274), el Florentino (1439) y el Tridentino (1547).
Dos cosas necesitan conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado. Pero ambas cosas son bastante difíciles de conocer. De la gloria leemos: “¿Quién investigará lo que hay en el cielo?” (Sap 9, 16). Difícil es para los terrenales, porque “el que es de la tierra, de la tierra habla” (Jn 3, 31): sin embargo, no es difícil para los espirituales, porque “el que viene del cielo, está por encima de todos”, según dice a renglón seguido. Por eso bajó Dios del cielo, y se encarnó, para enseñarnos las cosas celestiales.
Era también difícil conocer los castigos del infierno. En boca de los impíos se ponen estas palabras: “De nadie se sabe que hay vuelto del infierno” (Sap 2, 1). Pero tal cosa no puede decirse ya: así como descendió del cielo para enseñarnos las cosas celestiales, igualmente resucitó de los infiernos para instruirnos sobre éstos. Por consiguiente, es necesario creer no sólo que se hizo hombre, y murió, sino que resucitó de entre los murtos. Por ello profesamos: “Al tercer día resucitó de entre los muertos”.
Muchos otros resucitaron de entre los muertos también, como Lázaro, el hijo de la viuda, la hija de Jairo. Sin embargo, la Resurrección de Cristo se diferencia de la de éstos y la de las demás en cuatro puntos:
Primero, en la causa de la Resurrección. Los otros que resucitaron, no resucitaron por su propio poder, sino que el de Cristo, o ante las súplicas de algún santo; Cristo, en cambio, por su propio poder resucitó, porque no era hombre sólo sino también Dios y la Divinidad de la Palabra nunca se separó ni de su alma ni de su cuerpo; por eso, el cuerpo recuperó al alma, y el alma al cuerpo, en cuanto quiso. “Porque tengo para entregar mi alma, y poder tengo para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 18). Aunque murió, no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su poder, puesto que lo hizo libremente; esto bien claro está, porque al entregar su espíritu clamó con gran voz, cosa de la que son incapaces los demás moribundos, pues por debilidad mueren. Por ello dijo el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 54). Por consiguiente, lo mismo que entregó el alma por su propio poder, así también por su propio poder la recobró; por lo cual se dice que “resucitó”, y no que fue resucitado, como si la causa hubiese sido otro. “Yo me dormí, y tuvo un profundo sueño, y me alcé” (Ps 3, 6). Esto no está en contradicción con lo que se afirma: “A este Jesús lo resucitó Dios” (Ac 2,32), pues lo resucitó el Padre. y también el Hijo, porque uno mismo es el poder del Padre y el del Hijo".
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 5, p. 73-76, Colección Patmos n. 155)
“El cuarto y último motivo fue para librar a los santos que se encontraban en el infierno. Así como Cristo quiso sufrir la muerte para librar de la muerte a los vivos, así también quiso bajaal infierno para librar a los que allí estaban “Tú también por la sangre de tu alianza hiciste salir a tus cautivos del lago en que no hay agua” (Zach 9,11).“Seré, muerte, tu muerte; seré, infierno, tu mordisco” (Os 13,14).
En efecto, aunque Cristo destruyó por completo la muerte, no destruyó por completo el infierno, sino que le dio un bocado, pues no libró del infierno a todos. Libró sólo a los que se hallaban sin pecado mortal y sin pecado original: de éste último habían quedado libres en cuanto a su persona por medio de la circuncisión, y antes de la circuncisión, los desprovistos de uso de razón que se habían salvado en virtud de la fe de unos padres creyentes; y los adultos por medio de los sacrificios y en virtud de la fe en el Cristo que había de venir; todos ellos se encontraban en el infierno a causa del pecado original de Adán, del que únicamente Cristo podía librarlos en cuanto a la naturaleza. Dejó, pues, allí a los que habían bajado con pecado mortal, y a los niños no circuncidados. Por eso dice: “Seré, infierno, tu mordisco”.
Queda así claro que Cristo descendió a los infiernos, y por qué. De todo lo expuesto podemos sacar cuatro enseñanzas:
En primer lugar, una firme esperanza en Dios. Por muy abrumado que se encuentre un hombre, siempre debe esperar su ayuda y confiar en Él. No hay situación tan angustiosa como estar en el infierno. Por consiguiente, si Cristo libró a los suyos que estaban allí, todo hombre, con tal que sea amigo de Dios, debe tener gran confianza de ser librado por Él de cualquier angustia. “Ésta (la sabiduría) no desamparó al justo vendido… y descendió con él al hoyo, y en la prisión no lo
En segundo lugar, debemos caminar en temor y no ser temerarios; pues, aunque Cristo padeció por los pecadores, y descendió al infierno, sin embargo, no libró a todos, sino sólo a aquellos que no tenían pecado mortal, según hecho dicho. A los que habían muerto en pecado moral, los dejó allí. Por tanto, nadie que muera en pecado moral espero perdón. Al contrario, estará en el infierno tanto tiempo como los santos padres en el paraíso, es decir, para siempre. “Irán éstos al suplicio eterno; los justos, en cambio, a la vida eterna” (Mt 25,46).
En tercer lugar, debemos tener diligencia. Cristo descendió a los infiernos por nuestra salvación, y nosotros también hemos de ser diligentes en bajar allá con frecuencia -mediante la consideración de aquellos tormentos, se entiende-, conforme hacía el santo varón Ezequías, que canta: “Yo dije: en medio de mis días bajaré hasta las puertas del infierno” (Is 38,10). Pues quien desciende allá frecuentemente en vida con el pensamiento, no es fácil que descienda al morir, porque tal pensamiento aparta del pecado. En efecto, vemos que los hombres de este mundo se guardan de cometer delitos por miedo al castigo temporal; por consiguiente, ¡cuánto más han de guardarse por miedo al castigo del infierno, que es mayor en duración, intensidad y número de tormentos! “Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás” (Eccli, 7,40). Continúa
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 5, p. 70-73, Colección Patmos n. 155)
“Según hemos dicho, la Muerte de Cristo, como la d ellos demás hombres, consistió en la separación del alma y el cuerpo; pero la Divinidad estaba tan indisolublemente unida a Cristo hombre que, por mas que se separaran entre sí cuerpo y alma, siguió perfectísimamente vinculada al alma y al cuerpo; por consiguiente, el Hijo de Dios permaneció con el cuerpo en el sepulcro, y descendió con el alma a los infiernos. Cuatro fueron los motivos por los que Cristo bajó al infierno con el alma.
Primero para sufrir todo el castigo del pecado, y así expiar por completo la culpa. El castigo del pecado del hombre no consistía sólo en la muerte del cuerpo, sino que había también un castigo para el alma: como también ésta había pecado, también el alma misma era castigada careciendo de la visita de Dios, pues aún no se había dado satisfacción para liquidar esta carencia. Por eso, antes del advenimiento de Cristo, todos, incluso los santos padres, bajaban al infierno luego de su muerte. Cristo, pues, para sufrir todo el castigo asignado a los pecadores, quiso no sólo morir, sino además descender al infierno en cuanto a su alma. “He sido contado entre los que descienden al lago; he venido a ser como hombre sin socorro, libre entre los muertos” (Ps 87.5-6). Los otros se encontraban allí como esclavos; Cristo, como libre.
El segundo motivo fue para auxiliar de manera perfecta a todos sus amigos. Efectivamente, tenía amigos no sólo en el mundo, sino también en el infierno. En este mundo hay algunos amigos de Cristo, los que tienen el amor; pero en el infierno se encontraban muchos que había muerto en el amor y la fe del que había de venir, como Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, David y tantos otros varones justos y perfectos. Puesto que Cristo había visitado a los suyos que estaban en el mundo, y había acudido en su auxilio por medio de su Muerte, quiso también visitar a los suyos que se hallaban en el infierno, y acudir en su auxilio bajando a ellos. “Penetre en todas las partes inferiores de la tierra, visitaré a todos los que duermen, e iluminaré a todos los que esperan en el Señor” (Eccli 24, 25).
El tercer motivo fue para triunfar por completo sobre el diablo. Uno triunfa por completo sobre otro cuando no solamente lo vence a campo abierto, sino que incluso le invade su propia casa, y le arrebata la sede de su reino y su palacio. Cristo ya había triunfado sobre el diablo, y en la Cruz lo había derrotado: “Ahora es el juicio del mundo, ahora el príncipe de este mundo (es decir, el diablo) será echado fuera” (Jn 12, 31). Por eso, para triunfar por completo, quiso arrebatarle la sede de su reino, y encadenarlo en su palacio, que es el infierno. Por eso bajó allá, y saqueó sus posesiones, y lo encadenó, y le arranco su botín. “Despojando a los Principados y Potestades, los exhibió públicamente, triunfando sobre ellos en Sí mismo” (Col 2, 15).
De forma parecida también; puesto que Cristo había recibido potestad, y tomando posesión sobre el cielo y sobre la tierra, quiso asimismo tomar posesión del infierno, de modo que, según las palabras del Apóstol, “el nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en el infierno” (Philp 2, 10). “En mi nombre expulsarán los demonios” (Mc 16, 17). Continúa
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 5, p. 68-70, Colección Patmos n. 155)
PADECIÓ
BAJO PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO,
“Así como es necesario al cristiano creer en la Encarnación del Hijo de Dios, también lo es creer en su Pasión y Muerte; pues, como dice Gregorio, “de nada nos hubiera servido su nacimiento, si no nos hubiera redimido”. Esto, que Cristo muriera por nosotros, es tan incomprensible, que apenas puede darle alcance nuestro entendimiento, es decir, que no le da alcance en modo alguno. Lo dice el Apóstol: “Estoy realizando una obra en vuestros días, una obra que no la creeréis si alguien os la cuenta” (Act. 23, 41), y Habacuc: “Obra fue hecha en vuestros días que nadie la creerá cuando sea contada”(I, 5). Tan espléndida es la gracia de Dios y su amor a nosotros que hizo Él más por nosotros de lo que podemos comprender.
El primero lo tomamos de nosotros mismos. Cuando un hombre muere, al separarse el alma del cuerpo, no muere aquella, sino sólo el cuerpo, la carne. Así también al morir Cristo, no murió la Divinidad, sino la naturaleza humana.
Primero, contraemos una mancha: cuando el
hombre peca, ensucia su alma, su mancha es el pecado. “¿Cómo es que estás,
Israel, en tierra de enemigos…, te has contaminado con cadáveres?” (Bart. 3,10. Por la Pasión de Cristo, limpia tal mancha,
pues Cristo en su Pasión preparó con su sangre un baño, para lavar en él a los
pecadores: “Nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apc 1,5). El alma queda lavaba con la
sangre de Cristo en el bautismo, porque de la sangre de Cristo recibe éste su
poder regenerador.
Segundo, caemos en desgracia ante Dios. En efecto; como el que es carnal, ama la belleza carnal, así Dios ama la espiritual, cual es la del alma. Cuando el alma se marcha con el pecado, desagrada a Dios, y Éste odia al pecador. “Dios aborrece al impío y su impiedad” (Sp 14,9). Pero esto lo remedia la Pasión de Cristo, que dio satisfacción a Dios Padre por el pecado, cosa que el hombre mismo no podía dar, su amor y su obediencia fueron mayores que el pecado y la prevaricación del primer hombre. “Siendo enemigo de Dios fuimos reconciliados con Él por la muerte de su Hijo” (Rom 5,10).
Tercero, contraemos una debilidad. El hombre, cuando peca, piensa que en adelante podrá abstenerse del pecado; pero ocurre todo lo contrario: su primer pecado debilita al hombre, y lo hace más propenso; el pecado lo domina con su fuerza, y el hombre, en cuanto de él depende, se poner en tal situación que, como se tira a un pozo, no será capaz de salir sino por el poder de Dios. Así, cuando pecó el primer hombre, nuestra naturaleza quedó debilitada y corrompida, y el hombre se tornó más propenso al pecado”. Continúa
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 4, p.60-64, Colección Patmos n. 155)
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QUE
FUE CONCEBIDO POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO,
“Al decir que se hizo hombre, quedan destruidos todos los errores enumerados y cualquiera otros que pudieran mencionarse, y singularmente el de Eutiques (monje griego, iniciador de la herejía monofisita), quien afirmó que se había producido una fusión, es decir, que de la naturaleza divina y la humana había resultado una única naturaleza, la de Cristo, la cual no es ni meramente Dios ni mero hombre. Pero esto es falso, porque entonces no sería hombre; va contra la profesión del Símbolo que dice: “Y se hizo hombre”.
“El cristiano no sólo tiene que creer en el Hijo de Dios, según acabamos de explicar, sino también en su Encarnación. Por eso san Juan, tras exponer muchos conceptos sutiles y elevados, a renglón seguido habla de la Encarnación diciendo: “Y la Palabra se hizo carne” (Jn 1,14).
Para que podamos comprender algo en torno a esta verdad, voy a declararla con un par ejemplos.
Segundo ejemplo: una palabra pronunciada, aunque por medio del oído es conocida, sin embargo ni se ve ni se toca; pero se ve y se toca cuando queda escrita en un papel. Así también, la Palabra de Dios se hizo visible y tangible cuando quedó como escrita en nuestra carne: y el igual que al papel en que está escrita la palabra del rey es llamado palabra del rey, de la misma manera el hombre a quien se unió la Palabra de Dios en una única hipótesis es llamado Hijo de Dios. “Tómate un libro grande y escribe en él con estilo de hombre” (Is 8,1); por ello los Santos Apóstoles dijeron: “Que fue concebido por obra del Espíritu Santo, y nació de María Virgen”.
Muchos erraron en este punto; por lo cual los santos padres del Concilio de Nicea añadieron en otro Símbolo algunas precisiones, con las que ahora todos los errores quedan destruidos.
Orígenes dijo que Cristo había nacido y venido al mundo para salvar incluso a los demonios, y afirmó que al fin del mundo todos los demonios se salvarían. Pero esto va contra la Sagrada Escritura, que dice: “Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt 25,41). Para rechazar este error se añadió: “que por nosotros los hombres (no por los demonios) y por nuestra salvación”. En lo cual se manifiesta más particularmente el amor de Dios por nosotros.
Fotino admitió que Cristo había nacido de la Santísima Virgen; pero agregó que era un mero hombre, que por vivir bien y cumplir la voluntad de Dios mereció ser hecho hijo de Dios, como los demás santos. Contra esto se dice: “Bajé del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 6,38). Está claro que no hubiese bajado si no hubiera estado allí, y si hubiera sido mero hombre, no habría estado en el cielo. Para rechazar este error se añadió: “Bajó del cielo”.
Manes (14.IV.216, su doctrina se denomina maniqueísmo), enseñó que, aunque el Hijo de Dios existió siempre, y bajó del cielo, sin embargo, no tuvo una carne verdadera, sino sólo aparente. Pero esto es falso; por tanto, si aparentó verdadera carne, es que la tuvo. Por eso dijo: “Palpad, y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo” (Lc 24,39). Para rechazar este error añadieron: “Y se encarnó”.
Ebión (fundador de la secta de los ebionitas, desviación cristiana judaizante siglos 1 al IV), que era de linaje judío, afirmó que Cristo había nacido de la Santísima Virgen, pero por unión con varón y de semen viril. Esto es falso, puesto que el Ángel dijo: “pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo” (Mt 1,20).
Arrio y Apolinar defendieron que, aunque Cristo era la Palabra de Dios, y nació de María Virgen, sin embargo, no tuvo alma, sino que el puesto del alma lo ocupó en Él la divinidad. Esto es contrario a la Escritura: porque Cristo dijo: “Ahora mi alma está turbada” (Jn 12,27); “Triste está mi alma hasta la muerte” ((Mt 26,38). Para rechazar este error añadieron los santos padres: “Y se hizo hombre”. El hombre consta de alma y cuerpo; por tanto, tuvo evidentemente todo lo que un hombre puede tener, exceptuando el pecado” continua
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de catequesis, Artículo 3, primera parte, p.53-57, Colección Patmos, Ediciones Rialp)
“Discutir por discutir. Se tienen a veces diálogos improcedentes, inútiles, conflictivos, que más que unir separan. Y hay personas inclinadas a provocarlos; quien conversa con ellos se encuentra sin más con una polémica imprevista, no deseada.
Con estas personas cualquier motivo -idea o palabra- basta para que comience una discordia que puede acabar en altercado. Son personas tozudas que se aferran a una posición y no ceden, exigen del otro que admita su idea, si escuchan, es para corregir lo que le dicen, siempre rechazan, insisten…
Hay personas que nunca callan. Existen muchas personas que son como la radio: su voz es un río constante que no cesa y aturde a los de alrededor. A su lado es imposible decir algo: no hay pausa ni respiro ni lugar para intervenir.
Desconocen el silencio porque no lo llevan dentro, y pueden destruir el silencio íntimo de los demás. La Sagrada Escritura nos dice que los sabios ocultan su saber, la boca del necio anuncia la confusión.
Al hablar demasiado se corre también el riesgo de hacer daño: es fácil derivar a la crítica y a la murmuración y la indiscreción: “de callar no te arrepientas nunca: de hablar, muchas veces”
En algunos casos, hablar es vicio o, quizá, una enfermedad. Es palabra ociosa que no aprovecha ni al que habla ni al que la escucha, procede de un interior vacío o superficial o frívolo. Y conviene recordar algo que dijo Jesús: de toda palabra ociosa que digan los hombres darán cuenta el día del juicio (Evangelio San Mateo, 12,36).
La maldad en las palabras. El respeto que merecen las personas reclama de todos decir siempre la verdad. Jesús señala el parecido que existe entre el diablo y el hombre mentiroso. Dijo a los fariseos: vuestro padre es el diablo porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira (Evangelio San Juan, 8,44).
La difamación, la calumnia. El respecto a la buena fama y a la reputación de las personas prohíbe todo acto y toda palabra que pueda causarles un daño injusto: “cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto” (Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 26).
Es muy grande el poder de las palabras, sus efectos son difíciles de prevenir; por eso es necesario ser reflexivos, discretos y prudentes al hablar.
La discreción es una gran virtud. Los secretos verdaderos son para guardarlos. Este es un deber de lealtad y de prudencia. Quienes no guardan un secreto son personas poco de fiar porque traicionan a quienes han confiado en ellos. Lo que se comunica basado en la confianza entre dos personas viene a ser en cierto modo sagrado.
El escritor sagrado no vacila en declarar: el hombre discreto encubre lo que sabe, más el corazón de los imprudentes descubre su necedad (Pr 13,23). Muchos textos de la Escritura señalan la semejanza entre sabiduría, justicia y discreción.
La discreción es virtud que conlleva una actitud positiva que ennoblece a la persona. Se reconoce que es respetuosa, leal, se confía en ella, ofrece seguridad.
Las palabras que nos decimos a nosotros mismos. Nuestro cerebro, que es un trabajador incansable, tiene la costumbre de decirnos continuamente cosas. Existe en nuestro interior una especie de desdoble del yo: es como si lleváramos dentro otro personaje con el que entablamos diálogo. Este sujeto se dedica, a veces, a decirnos cosas negativas: “siempre te equivocas”, “no te quiere”, “nunca lo conseguirás” … Todas estas afirmaciones no son ciertas. Son reproches, augurios y predicciones que no se cumplirán por lo extremas que son, por lo absolutas y rotundas. No son verdad ni pueden serlo”.
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó haciendo el bien, p. 163-169, Ediciones Palabra)
“No basta a los cristianos con creer en un solo Dios, creador del cielo y de la tierra y de todas las cosas, sino que además es necesario que crean que Dios es Padre, y que Cristo es Hijo verdadero de Dios.
Esto, como dice San Pedro, no es una fábula, sino algo cierto y aseverado por la palabra de Dios en el monte. “Porque no os hemos hecho conocer al poder y la presencia de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas ingeniosas, sino después de haber contemplado con nuestros propios ojos su majestad. Porque recibió de Dios Padre honra y gloria, cuando descendió a Él de la magnífica gloria una vez de esta manea: Éste es mi Hijo el amado, en quien yo me he complacido; escucharle. Y nosotros oímos esta voz venida del cielo, estando con Él en el monte santo” (2 Carta de san Pedro 1, 16-18).
Jesucristo también en muchas ocasiones llama Padre suyo a Dios y a Sí mismo Hijo de Dios. Y los Apóstoles y los santos padres incluyeron entre los artículos de la fe que Cristo es Hijo de Dios al decir: “Y en Jesucristo”, su Hijo, a saber, de Dios, se sobreentiende “creo”. Sin embargo, hubo algunos herejes que interpretaron todo esto torcidamente. Fotino (discípulo de Marcelo de Ancira, revocó en el s. IV los errores adopcionistas que Pablo de Samosata había divulgado en Antioquía en el s. III), dice que Cristo es Hijo de Dios no de otra manera que los hombres buenos, los cuales, viviendo honestamente, merecen ser llamados hijos de Dios adoptivos por hacer la voluntad de Dios; asimismo Cristo que vivió bien y cumplió la voluntad de Dios, mereció ser llamado hijo de Dios. Opinaba que Cristo no había existido antes que la Santísima Virgen, sino que comenzó a existir cuando Ella lo concibió.
De este modo erró en dos puntos. Primero, en no considerarlo Hijo verdadero de Dios por naturaleza; segundo, en asegurar que, en cuanto a la totalidad de su ser, Cristo había comenzado a existir en el tiempo. Nuestra fe, en cambio, sostiene que es Hijo de Dios por naturaleza, y que existe desde toda la eternidad. Sobre la cual tenemos contra él argumentos explícitos en la Sagrada Escritura. Efectivamente, en ella contra el primer punto se lee que es no sólo Hijo, sino además unigénito; “Él Unigénito, que está en el seno del Padre, Él mismo lo ha contado” (Jn 1,18); contra el segundo punto: “Antes que Abraham existiese, yo soy” (Jn 8,38). Ahora bien, es claro que Abraham existió antes que la Santísima Virgen. Por eso, los santos padres agregaron en otro Símbolo, contra lo primero, “Hijo unigénito de Dios”, y contra el segundo lo siguiente: “Nacido del Padre antes de todos los siglos” (Símbolo Niceno-Constantinopolitano, del año 381).
Arrio (sacerdote alejandrino, Libia, año 256-336), sostuvo que Cristo existía antes que la Santísima Virgen, y que una es la Persona del Padre y otra la del Hijo. Sin embargo, sentó acerca de Éste tres afirmaciones: primera, que el Hijo de Dios es criatura; segunda, que no existe desde toda la eternidad, sino que fue creado en el tiempo por Dios como la más noble de las criaturas todas; tercera, que Dios Hijo no es de una misma naturaleza que Dios Padre, y, por tanto, que no es verdadero Dios.
También esto es erróneo, y contrario al testimonio de la Sagrada Escritura. En ella se dice:
Así pues, está claro que hemos de creer que Cristo es Unigénito de Dios y verdadero Hijo de Dios, que existió siempre juntamente con el Padre, que una es la Persona del Hijo y otra la del Padre, y que es de una misma naturaleza. Todo esto lo conoceremos aquí por la fe, y sólo en la vida eterna lo conoceremos por visión perfecta.
(“Nada hay en Dios que no sea (esencia) de Dios” es un principio sostenido por la Teología católica en las disputas trinitarias del siglo XII contra los círculos porretanos. En Dios hay tres relaciones realmente distintas entre sí: pero las relaciones se identifican con la esencia divina)
En cambio, quien piensa que todo procede del acaso, no cree que existe Dios. Nadie hay tan estúpido que no crea que la naturaleza está sometida a un gobierno, providencia y ordenación, puesto que se desenvuelve según un orden y ritmo fijos. Vemos que el sol, la luna y las estrellas, y el resto de la naturaleza, observan un curso determinado, cosa que no ocurriría si proviniesen del acaso. Por consiguiente, si alguien negara la existencia de Dios, sería estúpido: “Dijo en su corazón el insensato: Dios no existe” (Ps 13,1).
Pero algunos, aunque crean que Dios organiza y gobierna la naturaleza, sin embargo, no creen que ejerza una providencia sobre los acontecimientos humanos: piensan que los acontecimientos humanos no caen bajo la tutela de Dios. La razón es que ven que los buenos sufren en este mundo, mientras los malos prosperan, lo cual parece eliminar toda providencia divina en torno al hombre. Por este tener se dice: “Se pasea por los ejes del cielo sin preocuparse de nuestros asuntos” (Iob 22,14).
También esto es bastante tonto. Les ocurre lo que al que no sabe medicina y ve al médico recetar a un enfermo agua y a otro vino, según sus conocimientos le sugieren; al no saber medicina, pensará que hace al azar lo que dispone con conocimiento de causa, dando vino al segundo y agua al primero.
Así pasa con respecto a Dios. Él, con conocimiento de causa y según su providencia, dispone las cosas que necesitan los hombres: aflige a algunos que son buenos y deja vivir en prosperidad a otros que son malos. A quien piense que esto acontece casualmente, se le considera insensato, y lo es, pues esto sólo ocurre porque ignora el modo y motivo de la disposición divina. “Para mostrarte los sucesos de la sabiduría, y que su ley es compleja” (Iob 11,6). Por tanto, hay que creer firmemente que Dios gobierna y dispone no sólo de la naturaleza, sino también los acontecimientos humanos. “Y dijeron: no lo verá el Señor, ni lo sabrá el Dios de Jacob. Entended, insensatos del pueblo, y comprended de una vez, estúpidos. ¡Quien plantó la oreja, no oirá? ¿O quien formó el ojo, no ve?... El Señor conoce los pensamientos de los hombres.
Así pues, todo lo ve, incluso los pensamientos y los secretos de la voluntad. De aquí que también a los hombres de manera especial les alcanza la necesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen está presente a la mirada divina. “Todas las cosas están desnudas y descubiertas a los ojos de Él (Heb 4,13).
Hay que creer que este Dios que ordena y dirige todo, es un solo Dios. La razón es la siguiente: las cosas de los hombres están bien organizadas cuando la muchedumbre es dirigida y gobernada por uno sólo, pues la multiplicación de jefes introduce frecuentemente disensión en los súbditos; como el gobierno divino, aventaja al gobierno humano, es evidente que el régimen del mundo no está en manos de muchos dioses, sino de un solo.
Cuatro son los motivos que han inducido a los hombres a pensar en muchos dioses: El primero es la debilidad del entendimiento. Ciertos hombres de débil intelecto, no siendo capaces de sobrepasar el orden de lo corpóreo, no pensaron que pudiera existir algo por encima de esta naturaleza de los cuerpos sensibles; por ello, entre todos los cuerpos, creyeron rectores y gobernantes del mundo a los que les parecían más hermosos y dignos, y les tributaron honores divinos y culto: tales son los cuerpos celestes, el sol, la luna y las estrellas”. Continúa
(Santo Tomás de Aquino, Escritos de catequesis, (selección n.2) p. 34-37)
miércoles, 29 de junio 2022
“El diálogo como virtud. El justo equilibrio entre saber escuchar y hablar con oportunidad produce el milagro del diálogo. El diálogo en un milagro de armonía de respeto y de sinceridad que posibilita la convivencia pacífica. El diálogo requiere en primer lugar una actitud silenciosa de escucha.
Las buenas conversaciones nos enriquecen como personas: “Descubro que mi persona se enriquece por medio de la conversación. Porque poseer sólidas convicciones es hermoso, pero más hermoso todavía es poderlas comunicar y verlas compartidas y apreciadas por otros” (A. Luciani, Ilustrísimos señores, p. 206).
No se entiende por eso conversar en voz muy alta o desde lejos. Tampoco es compatible con otras actividades, como seguir leyendo el periódico o estar pendiente de la televisión: quien habla en estas circunstancias sabe que no le están escuchando.
En la conversación ha de evitarse el uso de expresiones rebuscadas y cursis; también aquellas que estén de última moda, ambos extremos denotarían una actitud de superficialidad. La persona educada debe evitar palabras soeces y vulgares.
Algunas sugerencias que pueden favorecer el diálogo:
--Ánimo abierto, mostrarse acogedor; cordial, interesado en el tema.
--Facilitar la confianza con la mirada y la actitud: “Esa confianza es la que permite a
quien habla abrir las puertas a las profundidades de su intimidad” (A. Polaino, o.c.cap. 2)
--Escuchar con atención, dejar hablar, intervenir cuando es oportuno sin cortes bruscos.
--Evitar expresiones inadecuadas: vulgares o groseras.
--Mantener el pensamiento en el tema que se trata y seguirlo con veracidad.
--Evitar a toda costa las discusiones y el tono violento, impositivo, autoritario.
--Tener en cuenta que ciertas conversaciones requieren un lugar tranquilo, apartado.
--Una conversación debe terminarse bien, es decir; que ambas partes se queden contentas
de haber hablado, de haber compartido, que se queden con deseo de reunirse otra vez.
Y esto a pesar de que haya cuestiones en las que no están de acuerdo: las diferencias
no separan si están por medio el afecto, el respeto y la confianza.
Decir bien las cosas. Ser buenos comunicadores. Quien habla desea que su mensaje sea bien recibido. Por esta razón conviene cuidar el modo; no solo elegir las mejores palabras, sino atender al tono, al énfasis. Porque la recepción del mensaje depende de estos matices que manifiestan respeto, aprecio, benevolencia.
No es lo mismo que una madre diga a su hijo adolescente: ¿te has dado cuenta hijo? ¡Tienes la habitación hecha una verdadera pocilga!, a decirle: he visto que tienes la habitación desordenada. ¿quieres que te ayude a organizar las cosas? El primer mensaje es inútil, solo sirva para que el chico se ponga furioso; el segundo quizá reciba una respuesta negativa, pero el hijo ha sido consciente de la benevolencia de su madre y, probablemente, ordenará su habitación. Entre las mil formas de decir; conviene elegir la mejor y no la peor.
Nos dice el Señor: de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno del buen tesoro saca cosas buenas (Evangelio s. Mateo, 12,35). Continúa
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó haciendo el bien, p. 158-163 (selección n.2) Ediciones Palabra)
Uno de los mayores tesoros que posee la Iglesia, nuestra Madre, es la oración de sus hijos y de sus hijas. Ella cuenta con tu oración para rehacerse y para crecer. Tiene necesidad vital del silencio y de la actividad de tu oración. Tratemos, pues, tú y yo, de compenetrarnos y de imbuirnos de este sentido de responsabilidad: introduzcamos en nuestra vida, en nuestro quehacer cotidiano, un poco de tiempo para dedicarlo a la oración mental, si aún no lo hacemos: y si en el plan de nuestra jornada, hemos dispuesto ya cierto tiempo para consagrarlo a la intimidad con Dios, perseveremos en nuestro propósito y mejoremos nuestra vida de oración.
¿Recuerdas aquel pasaje de la Sagrada Escritura en que se cuenta la tremenda batalla peleada por el pueblo elegido contra los Amalecitas? Mientras el ejército hebreo combatía en la llanura, Moisés, el caudillo de Israel, oraba al Señor con los brazos tendidos: si los brazos de Moisés permanecían extendidos -es decir, si su oración a Dios era intensa y perseverante- la victoria sonreía a los hombres de Israel; pero si los brazos de Moisés, vencidos por el cansancio, se bajaban, la victoria se alejaba de pueblo de Dios. Entonces - ¿te acuerdas? - los dos que acompañaban a Moisés lo hicieron sentar sobre unas piedras y sostuvieron sus brazos hasta que la victoria fue completa y el triunfo definitivo.
Tú y yo tenemos que persuadirnos cada vez más (y eso es lo que ahora estamos haciendo) de la necesidad de nuestra oración para que la Iglesia gane sus batallas y para que nosotros podamos ganar también las batallas cotidianas de nuestra vida interior. Esta convicción consolidará y dará vigor a nuestros brazos extendidos, a nuestra vida de oración.
Concreción, amigo mío, concreción en nuestra oración, en esta elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarlo, darle gracias y pedirle luz y fortaleza. He conocido almas desorientadas y mezquinas, víctimas de su oración estéril, almas cuya oración estaba desarraigada de la vida: al principio de su jornada, ponían a Jesús en un rinconcito de su alma, pero le negaban toda intervención en el resto del día.
En la concreta y ferviente oración de cada día se renovará y reforzará tu tendencia a la santidad: In meditatione mea exardecit ignis. Se enciende el fuego en mi meditación. Conocerás a Jesucristo y su doctrina llegará a serte familiar, y te conocerás también a ti mismo: Noverim te, ¡noverim me! Si te conocieras, me conocería.
La vida de oración debe ser defendida como se defiende un tesoro: la Iglesia tiene necesidad de ella, porque es el fundamento seguro de nuestra santidad personal, y porque nuestro Señor se dirigió a todos cuando dijo: Oportet semper orare… Conviene orar siempre.
Los enemigos reales de tu oración son: la imaginación –“la loca de la casa”- que te turba y distrae con sus vuelos y con sus piruetas; tus sentidos despiertos y poco mortificados; la falta de preparación remota, por la cual te encuentras tan lejos de Dios.
Antes de terminar, repite a Jesús, por medio de la Virgen María -que es Rosa mystica et Vas insigne devotionis, Rosa mística y Vaso insigne de devoción-, las palabras humildes y llenas de confianza de los Apóstoles: Domine, ¡doce nos orare! ¡Señor, ensénanos a orar!
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 152-157 (selección), Colección Patmos n. 110, Ediciones Rialp)
No te dejes seducir por falsas ideas y por falsas humildades: estado de gracia, rectitud de intención… y, después de haber escuchado el consejo prudente del sacerdote, acércate, incluso todos los días, a la Santísima Eucaristía.
Me agrada repetirte, a propósito de la Eucaristía, aquellas palabras de Marta a María, cuando Jesús – después de la muerte de Lázaro- se acerca a la casa amiga de Betania: ¡Magister adest et vocat te!, ¡el Maestro ha llegado y te llama! Escucha su llamada, y aproxímate: acércate a este misterio de fe con una fe muy grande, acércate con la fe de la madre cananea y de la hemorroísa, o, por lo menos, con el deseo humilde de los apóstoles: ¡Adauge nobis fidem!, ¡auméntanos la fe!
Acércate con la esperanza firme del leproso, y repite a Jesús sus palabras, humildes y confiadas: Si vis, potes me mundare. ¡Señor, si quieres puedes volverme puro! Y si en ese momento te entristece el recuerdo de tus miserias, puedes volverte a Jesús con las palabras del centurión: Domine, non sum dignus… Señor, yo no soy digno -pero añade en seguida lo que supo añadir aquel hombre sencillo y saborea la confiada esperanza que se esconde en la continuación de su discurso: …sed tantum dic verbum et sanabitur anima mea-, pero di una sola palabra y mi alma será sana.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 148-151, Colección Patmos n. 110, Ediciones Rialp)
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AMOR A LA LIBERTAD
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra y el mar encubre; por la libertad, así como por honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres" (M. de Cervantes, El Quijote, II, 58)
La libertad es un don divino concedido al hombre, solamente a él. Del animal no se puede decir que es libre. No se trata solo de una capacidad de elección entre diversas opciones; este es solamente el aspecto práctico. La libertad es más honda, es el propio ser de la persona, que está orientado hacia una finalidad. "Es el señorío de quien, mediante las virtudes, es dueño de sus propios actos, y no un esclavo de las tendencias desordenadas, presentes en todo ser humano" (San Agustín, De libero arbitrio, 2,13)
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó haciendo el bien, p. 99-106, selección, Ediciones Palabra 2016)
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EL
PAN DE VIDA
Adóro
te devóte, latens Déitas, Quae sub his figuris látitas:
“Tú sabes de sobra, amigo mío, que Eucaristía quiere decir acción de gracias. Y éste es precisamente el primer impulso espontáneo del alma que se detiene a considerar, a meditar este misterio de fe que es el Sacramento del Amor. Las palabras que brotan del corazón ante la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, son palabra de gratitud: Gracias, Señor, por haber querido quedarte en el tabernáculo. Gracias, Señor por haber pensado en mí y en todos los hombres -aun aquellos que habrían de entregarte y que te traicionan- en la hora de la persecución y del abandono, en la vigilia de la Pasión. Gracias, Señor, porque has querido ser médico para mis achaques, fuerza para mis debilidades y blanco pan para mi alma hambrienta, pan que da la vida.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p.146-148, Colección Patmos n. 110, Ediciones Rialp)
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EN PRESENCIA DEL PADRE segunda y última parte
“Pureza de intenciones: Cristo presente en nuestras intenciones… Una vez en este camino, aprenderemos también a vivir la virtud de la humildad, porque de todas nuestras obras y de nuestro modo de actuar subirá a Dios una protesta de humildad: Non nobis, Domine, non nobis; ¡sed nomini tuo da gloriam! ¡No a nosotros, Señor, no a nosotros, ¡pero da gloria a tu nombre!
Esta presencia de Dios serenamente buscada y conservada con tenacidad ha de ser el profundo y gozoso secreto de cada uno de tus días.
Dominus sit in itinere tuo, que el Señor esté en tu camino: estas palabras con que Tobías bendice a su hijo son en verdad el augurio más hermoso que se puede hacer para tu vida familiar, para tu vida social, para tu vida de estudio, para tu vida profesional e incluso para tus horas de entretenimiento o de descanso.
¡Y cuánta seguridad da este caminar en la presencia de Dios! ¿Qué decisión en la lucha y qué seguridad de la victoria te dará el sentirte seguido por la mirada paterna de Dios! Cuando la tentación se haga acuciante, esta serena presencia de Dios sabrá trocarse en oración intensa, en petición ardiente, en el grito lleno de fe y de esperanza de los discípulos de Emaús: Mane nobiscum, Domine, ¡quoniam advesperascit!, ¡quédate con nosotros, Señor, ¡porque anochece!
Si vives en presencia de Dios, aprenderás a ejercitarte en esa rara sabiduría que es el dominio de uno mismo, aprenderás a dominarte y a vencerte y conocerás la alegría de hacer agradable la vida a cuantos estén cerca de ti.
Por este camino llegarás, amigo mío, a una gran intimidad con el Señor: aprenderás a llamar a Jesús por su nombre y a amar mucho el recogimiento. La disipación, la frivolidad, la superficialidad y la tibieza desaparecerán de tu vida. Serás amigo de Dios: y en tu recogimiento, en tu intimidad, gozarás al considerar aquellas frases de la Escritura: Loquebatur Deus ad Moysem facie ad faciem, sicut solet loqui homo ad amicum sum. Dios hablaba a Moisés cara a cara, como suele hablar en hombre con su amigo.
Pide, pues, a la Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, que te ayude a formular un propósito: el firme y generoso propósito de caminar de ahora en adelante -siempre- en presencia de Dios”.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 144-145, Colección Patmos n. 110, Ediciones Rialp)
El Maestro les habla con la Majestad propia de Dios: Se me ha dado poder en el Cielo y en la tierra (Mt 28,18). Jesús confirma la fe de los que adoran, y les enseña que el poder que van a recibir deriva del propio poder divino. La facultad de perdonar los pecados, de renacer a una vida nueva mediante el Bautismo… es el poder del mismo Cristo que prolonga en la Iglesia. Esta es la misión de la Iglesia: continuar por siempre la obra de Cristo, enseñar a los hombres las verdades acerca de Dios y las exigencias que llevan consigo esas verdades, ayudarles con la gracia de los sacramentos…
Les dice Jesús: recibiréis el Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra.
Y después de decir esto, mientras ellos miraban se elevó, y una nube lo ocultó a sus ojos (Hechos 1,7)
La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la Cruz, sino con la Ascensión a los Cielos. Es el último misterio de la vida del Señor aquí en la tierra. Es un misterio redentor, que constituye, con la Pasión, la Muerte y la Resurrección, el misterio pascual…
La Ascensión del Señor a los Cielos la contemplamos en el segundo misterio glorioso del Santo Rosario: “Se fue Jesús con el Padre. -Dos Ángeles de blancas vestiduras se aproximan a nosotros y nos dicen: Varones de Galilea, ¿qué hacéis mirando al cielo? (Hechos 1,11).
“Pedro y los demás vuelven a Jerusalén -cum gaudio magno- con gran alegría (Lc 24,52).
Es justo que la Santa Humanidad de Cristo reciba el homenaje, la aclamación y adoración de todas
(San Josemaría, Santo Rosario, segundo misterios gloriosos)
(Francisco Fernández-Carvajal, Hablar con Dios, vol. IV, p. 1113 y ss.)
“Adimplebis me laetitia cum vultu tuo; me llenarás de alegría con tu presencia. Norma práctica y segura de perfección es el ejercicio continuo de la presencia de Dios. Vivir contigo, Señor, buscar tu presencia, trabajar sintiéndonos seguidos por tu mirada y verte a Ti es todos los acontecimientos que tejen nuestra vida cotidiana. Saber que puede y debe vivir siempre en la presencia de Dios es, para el cristiano, motivo perenne de alegría.
“Procuro atender mucho a la puntuación,
que es el ejercicio de la presencia de Dios. Esas pausas, que son como comas, o
como puntos y comas; o como dos puntos, cuando son más largas, representan el silencio
del alma y las jaculatorias con las cuales me esfuerzo en dar significado y
sentido sobrenatural a todo lo que escribo.
(Salvador Canals, Ascética
meditada, p. 138-140, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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“Las que proceden de la vanidad, del orgullo, no tienen fundamento real. Por estos senderos crecen malas hierbas, enredos virtuales que nada tienen que ver con la verdad.
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó
haciendo el bien, p. 79-80, Ediciones Palabra)
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“En la silenciosa hora del examen de
conciencia me gusta mucho meditar y vivir estas palabras de la secuencia de la
Misa de Difuntos: Liber scriptus proferetur in quo totum continetur.
Será leído escrito que lo contiene todo.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p.136-137, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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“Si lo que tanto nos hace sufrir y tan fuertemente nos agobia fuese de verdad la cruz que el Señor nos manda, la Cruz de Jesús, una vez que la hubiésemos reconocido como tal y que, con fe y con amor, la hubiésemos aceptado, ya no nos debería pesar y oprimir. Porque la Cruz de Jesús, la Santa Cruz, no es fuente de tristeza o de abatimiento, sino de paz y de alegría.
Un pequeño gesto de tu vida de fe sería
suficiente para hacerlos desvanecer. ¿Te das cuenta de qué poco basta para
eliminarlos?
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 132-135, Colección Patmos 110, Ediciones Rialp)
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LA IMAGINACIÓN, primera parte
“Ninguna persona prudente tomaría nunca a
un loco por consejero en los problemas más delicados de su propia vida. Todos
consideraríamos imprudente y poco sensato a quien se condujera de tal modo.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
p.129-132, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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TENTACIONES,
segunda
y última parte
“¡Cuánta experiencia sacarás, por otra
parte, de tu lucha contra las tentaciones!, experiencia que te servirá para
ayudar, dirigir y consolar a muchas almas tentadas y atribuladas. Aprenderás la
ciencia de la comprensión y sabrás hacerla fructificar cuando trates a las
almas. La necesidad de recurrir a Dios, que se hace sentir con tanta fuerza en
aquellos momentos, hará que tu vida de oración arraigue profundamente en tu
alma.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 125-128, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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“¡Que distinto es nuestro camino -el camino que han de recorrer tus discípulos, Señor- del imaginado por nosotros en la inexperiencia de nuestros años jóvenes y en los dorados sueños de nuestra inquieta fantasía! Solíamos ver entonces un camino tranquilo, hecho de inalterada calma interior y de pacíficos triunfos exteriores… y también - ¿por qué no? - de algunas clamorosas y vistosas batallas con heridas vendadas primero con laurel y luego… con la deseada admiración de muchos. Creíamos, Señor, de modo ingenuo y poco sobrenatural, que la sola decisión de seguirte y de caminar generosamente contigo, renunciando a muchos consuelos humanos, nobles y lícitos habría cambiado nuestra naturaleza y nos habría dejado libres - ¡como ángeles! - del peso de la tribulación y de las turbaciones de las tentaciones.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
p. 122-125, Colección Patmos, nº 110 Ediciones Rialp)
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“Saberse defender de la crítica injusta y mala es normalmente una virtud y casi siempre un deber; saber recibir y aceptar la crítica buena, además de ser virtud cristiana, es prueba de sabiduría. Signo cierto de grandeza espiritual es saber dejarse decir las cosas: recibirlas con alegría y agradecimiento.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 119-121, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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“Esta crítica, profundamente humana, porque conoce nuestros límites, es profundamente cristiana, porque respeta lo que pertenece al Señor, y así concilia y conserva la amistad, incluso la de quienes nos son contrarios, porque se manifiesta llena de respeto y de comprensión hacia la personalidad ajena.
(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 117-119, Colección Patmos nº 110)
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LA CRÍTICA, primera parte
“Las personas, las cosas, los
acontecimientos que se ofrecen a nuestra consideración requieren nuestro
juicio. La parte más noble de cuanto Nuestro Señor nos ha dado, con profusión y
generosidad, asume una actitud determinada frente a nosotros mismos y frente a
lo que no rodea.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
p.114-117, Colección Patmos nº 110)
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“Serenidad cristiana; vives escondida bajo
el oscuro velo de la fe; serenidad cristiana, desciendes sobre el alma con la
visión sobrenatural, como el rocío desciende sobre las flores con la primera
luz de la mañana; serenidad cristiana, te ocultas en las palabras de Jesús: Non
turbetur cor vestrum neque formidet, no se turbe ni tema vuestro
corazón; nolite sollicite ese…, no estéis preocupados; quid prodest homini
si mundum universorum lucretur, animae vero suas detrimentum patiatur?, ¿de
qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si su alma ha de perjudicarse? ;
serenidad cristiana, te fundes con el alma en la oración como la lluvia con la
tierra en primavera; serenidad cristiana, ahondas tus raíces en el alma que
aprende a abrazar y a superar el dolor con espíritu de fe, serenidad cristiana,
te asientas en el alma cuando se alimenta del cuerpo y de la sangre de Cristo;
serenidad cristiana, llenas el alma que se abre, sincera y confiada, al propio
director espiritual; serenidad cristiana, eres el regalo más delicado que Jesús
hace a las almas sencillas y carentes de complicaciones.
LA SERENIDAD, segunda parte
“El hombre rígido no es sereno,
porque su rigidez le hace traspasar los límites de lo que es justo y razonable,
de lo que, proporcionado a las circunstancias de la persona, del tiempo y del lugar.
La falta de serenidad del hombre rígido turba y oprime a los demás.
Pero tampoco es sereno el hombre
débil, porque se para antes de llegar al límite y, con su debilidad, se
perjudica a sí mismo y a los demás. El débil no perturba ni oprime, pero tampoco
gobierna, y su acción nunca será eficaz es una víctima de la corriente.
Objetividad y concreción; análisis y
síntesis, suavidad y energía; freno y espuela, visión de conjunto y abundancia
de detalles; todas estas cosas y muchas otras abarca, en síntesis, armónica, la
virtud cristiana de la serenidad.
Pero ni tú, ni yo, ni nadie, podemos ser
serenos sin una previa lucha; las pasiones, son una realidad en todas las
personas; la imaginación puede turbar todas las mentes; los nervios existen en
todos los organismos; las impresiones hacen vibrar todas las sensibilidades; la
ignorancia el error y la exageración son patrimonio de todas las
inteligencias, y el temor y el temblor hallan también cobijo en todos los
corazones.
El dominio de nuestro propio ser, el
equilibrio en los juicios, la reflexión ponderada y serena, el cultivo de la
propia inteligencia, el control de los nervios y de la imaginación, exigen
lucha y firmeza, y también perseverancia en el esfuerzo. Y ése es el precio de
la serenidad.
La serenidad debe ser una virtud
connatural para el cristiano: porque ningún cristiano puede ignorar que el don
de la fe es un principio de serenidad y de armonía.
Sobre el campo que acabamos de considerar
y que habrá sido desbrozado y convenientemente preparado por el conjunto de las
virtudes humanas que llevan al equilibrio, a la objetividad, al realismo y al
buen sentido, ha de levantarse, como el sol sobre un campo rico de promesas, la
virtud de la fe, verdadero sol del alma, que nos dará una visión de la vida y
de sus alternativas, llena de serenidad, amplia de horizonte y rica de
detalles.
En esta serena visión el corazón se aquietará, el alma hallará calma y la inteligencia comprenderá, a la luz de Dios, el porqué de muchas cosas, con lo cual aumentará la serena tranquilidad de su vida. Ni siquiera lo que no comprendas podrá turbar tu corazón, porque la misma fe te enseñará que la causa de lo que no comprendes, es siempre la bondad de Dios y su afecto hacia los hombres” Continúa
(Salvador
Canals, Ascética meditada, p. 109-110, Colección Patmos nº 110,
Ediciones Rialp)
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LA SERENIDAD, primera parte
Cuando ahora pienso en aquellos juegos de niño, me divierto; y si revivo en la memoria todas aquellas tragedias infantiles, no puedo por menos de sonreír.
Pues juegos de niños y tragedias
infantiles son, si sabemos mirarlas sobrenaturalmente, tantas y tantas
preocupaciones de personas de años muy mayores y de juicio muy maduro
La virtud de la serenidad es una
rara virtud que nos enseña a ver las cosas en su verdadera luz y a apreciarlas
en su justo valor: el que real y objetivamente tienen, que nos es revelado por
el equilibrio y por el buen sentido; y el valor sobrenatural que deben
conseguir, al cual nos lleva el espíritu de fe.
Nos falta la serenidad cuando
deformamos la realidad, cuando hacemos de un grano de arena una montaña; cuando
nos afligen con su peso cosas que no deberían turbarnos; todas y cada una de
las veces que no tenemos en cuenta, en nuestros juicios, a la Providencia
Divina y a la luz de las verdades eternas.
¿Qué quedaría en nuestra vida,
amigo mío, de tantas preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella
entrase esta virtud cristiana de la serenidad? Nada, o casi nada.
Mira, si no, cómo el simple
transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en
cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del
futuro.
Y es que, el tiempo, al pasar,
deja cada cosa en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos
preocupó y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son
apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida.
Pues de esta serenidad del
presente y del futuro quiero hablarte. Necesitamos de la serenidad de la mente,
para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación,
necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la
ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra
acción, para evitar oscurecimientos, superficiales e inútiles derroches de
nuestras fuerzas.
La mente serena da firmeza y
pulso para el mando; la mente serena encuentra la palabra justa y oportuna que
ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y con sentido de la perspectiva,
sin olvidarse de los detalles y de las circunstancias, que han de resaltar en una
visión de conjunto.
Creo que te debo repetir, amigo
mío, que la virtud de la serenidad es una rara virtud, porque la vida de muchas
personas está dominada por los nervios; porque no pocas existencias se consuman
en imaginaciones y fantasías; y porque hay caracteres que todo lo convierten en
tragedia o melodrama.
La persona meticulosa -
¡cominera! - sólo ve los detalles y
asfixia con su insistencia, el teórico no ve más que los problemas generales y
se aparta de la vida: tan sólo la persona serena sabe ver el conjunto y el
detalle y deducir de todo ello una eficaz y concreta síntesis”. Continúa
(Salvador Canals, Ascética meditada,
p. 106-108, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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VIRTUDES VERDADERAS Y VIRTUDES FALSAS, segunda y última parte
“Toda esta delicada acción divina requiere tiempo: el tiempo es así el gran aliado de Dios en la obra de la santificación de las almas, la cual es siempre la obra de toda una vida. Y el tiempo, amigo mío, es un gentilhombre; no lo olvides.
Recuerdo que con alegría aprendí, de boca de un santo religioso, este proverbio, tan sencillo como luminoso: juvenes videntur sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos, pero no lo son: los viejos no lo parecen, pero lo son. Los ardores de la juventud que empieza a seguir de cerca a Jesús, son flores, son promesas: pero el trabajo sereno, profundo e intenso, de las almas en el servicio de Dios, es fruto maduro y sazonado, es eficacísima realidad.
Querer una santidad sin esfuerzo, buscar una virtud sin pruebas y sin luchas, sin batallas ni derrotas, es un sueño de juventud que no resiste a la experiencia consumada de una verdadera vida espiritual.
Hay, en cambio, virtudes que se afirman en medio de dificultades; virtudes que, con esfuerzo y merced al paso del tiempo, llegan a reinar; virtudes que, después de muchas luchas y victorias, adquieran la prontitud, la facilidad y la constancia propias de las verdaderas virtudes. Todas estas características, unidas a un gusto espiritual por el ejercicio de los actos virtuosos, son pruebas y el sello que hace reconocer por verdadera una virtud.
Y es precisamente para que tú, hermano mío, alcances esta meta por la que Dios nuestro Señor pone a prueba tu oración, con esas arideces; tu apostolado, con esa aparente esterilidad; tu humildad, con las humillaciones; tu fe y tu confianza, con las dificultades; tu paciencia, con las tribulaciones; tu caridad, con los defectos y las miserias de los demás, y también, con la contradicción de los buenos.
De todas estas dificultades de tu esfuerzo convencido y prolongado en el tiempo y de tu serena paciencia, han de nacer y de fortificarse las verdaderas virtudes. Permíteme que insista: in patientia vestra possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas; a costa de vuestra paciencia adquiriréis la santidad.
Dios nuestro Señor no quiere que tus virtudes sean flores de estufa: serían falsas virtudes. Todas las consideraciones que hemos meditado juntos nos enseñan el camino que conduce a las verdaderas virtudes y nos enseñan, también, que las virtudes, cuando son verdaderas, poseen una intrínseca solidez, que no depende de estímulo o de apoyos exteriores.
Las virtudes verdaderas se ambientan en el mundo, sin confundirse con él, y se confirman en el mundo y en medio de las dificultades, como los rayos de sol que hieren el barro y lo secan sin mancharse.
Las virtudes dan unidad a la vida de las personas que las ejercitan. Las falsas virtudes conducen a esa separación, que es tan temible, entre las prácticas de piedad y la vida de cada día; las falsas virtudes forman compartimentos estancos en la conducta cotidiana y no pueden así regar, por falta la fecundidad, de toda la vida de una persona. Hay personas que son aparentemente buenas en algunas circunstancias o algunos momentos del día o de la semana, por costumbre, por comodidad, por debilidad.
Las falsas virtudes son fango dorado que, visto desde lejos, parece oro, pero que cuando se coge en la mano se ve inmediatamente, por falta de peso, que ese oro es falso y basta con un ligero arañazo para poner al descubierto el fango que se oculta tras el ligerísimo velo de oro.
En cambio, las verdaderas virtudes son oro, oro puro, sin escorias, aunque algunas veces este oro puro esté manchado por alguna salpicadura de fango. Oro sucio de fango. Pero el Señor coge entre sus manos este oro puro y quita esas manchas con sus manos divinas, para que brille el precioso metal en todo su esplendor.
¡Que la Virgen María, Reina de las virtudes, ¡nos enseñe a desear y a practicar las verdaderas virtudes!”
(Salvador Canals, Ascética y mística, p. 102-105, Colección Patmos nº 110)
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VIRTUDES VERDADERAS Y VIRTUDES FALSAS, primera parte
“Cuando las almas dan los primeros pasos por el camino de la vida espiritual, les suele ocurrir como a aquel chiquillo que, habiendo sembrado en un ángulo del jardín de su casa, con las últimas luces de la tarde, una semilla de trigo o un huesecillo de albaricoque corre al mismo lugar al día siguiente, muy temprano, ya con la esperanza de encontrar allí una espiga dorada o de poder gustar los maduros frutos del albaricoquero.
Y, entonces, cuando el niño se da cuenta de que la fecundidad de la tierra no ha podido satisfacer sus esperanzas, ni la urgencia de su capricho infantil, corre, desilusionado y dolorido junto a su madre, para revelarle con los ojos llenos de lágrimas, la tragedia que en su alma ha provocado la crueldad de esa tierra que le niega el fruto de sus sudores. Y la madre sonríe con ternura.
Pues igual que el niño busca la espiga o
pretende de la tierra el albaricoque, después de una noche de espera que le ha
parecido un siglo, son muchos los que pretenden de su alma el fruto de una
verdadera y sólida virtud, cuando apenas han echado en su corazón la semilla de
los buenos propósitos y tan sólo se han limitado a alimentarlos con deseos de
santidad y de fidelidad.
Estas
almas se percatan muy pronto, frente a cualquier dificultad u obstáculo, de que
su virtud no es tan fuerte ni tan exuberante como se habían hecho la ilusión de
que fuera, y entonces, se llenan de tristeza y de desaliento. Y Dios nuestro
Señor, que ama a estas almas como una madre quiere a su chiquillo, sonríe ante
el espectáculo de la infantilidad de su vida interior.
Es absolutamente necesario, amigo mío,
que desde los primeros pasos de nuestra vida interior nos habituamos a buscar
las verdaderas virtudes y aprendamos a evitar las falsas.
Es verdad que has empezado y que has
empezado bien: es verdad que el nunc coepi
-¡empieza
ahora!- ha resonado generosamente en tu vida, pero también es verdad -y a veces
lo olvidas- que las virtudes, hábitos operativos buenos, requieren para ser
verdaderos tiempo y fatiga, lucha y esfuerzo.
Los buenos propósitos, los enardecidos
deseos, no son suficientes para conferir solidez a tus virtudes y para hacerlas
verdaderas. Ni tampoco tales ardores y tales propósitos modifican, por sí
solos, tu naturaleza y tu carácter. Para que tus virtudes sean sólidas y para
que tu naturaleza y tu carácter se transformen, es necesario que el esfuerzo y
la lucha perseveren durante todo aquel tempus laboris et certaminis,
durante todo aquel periodo de trabajo y de brega, que es tu vida.
Los ardores y los vehementes sentimientos
de devoción sensible, que van siempre unidos, por providencial bondad divina, a
los primeros pasos en el ejercicio de la vida interior, llevan a las almas que
están todavía en la infancia de la vida espiritual, a creer que todo se ha
realizado ya, que sus defectos y sus tendencias desordenadas han desaparecido,
y que, de ahora en adelante, todo les va a ser fácil: la vida virtuosa no va a
costarles ningún esfuerzo.
Pero la Providencia de Dios, al través de
las mismas ricas experiencias de su vida, no tardará en abrir los ojos a estas
almas, confiriéndoles el verdadero sentido de la vida espiritual y, con él, la
madurez de la virtud.
La vida misma les enseñará -te lo repito-
que todos aquellos defectos y aquellas tendencias no estaban muertos, sino
adormecidos, y que hará falta un esfuerzo perseverante y una lucha llena de fe,
para lograr que mueran de veras.
Cuando Dios nuestro Señor hace pasar a estas almas que desean seguirle de cerca, desde la devoción sensible a la devoción árida, y desde ésta a la verdadera devoción espiritual, es cuando comprenden ellas los designios de Dios y sus divinas estratagemas para hacerlos adquirir las verdaderas virtudes y una sólida formación”.
(Salvador Canals, Ascética y mística,
p. 99-102, Colección Patmos nº 110)
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La inspiración divina de la Sagrada Escritura y su interpretación
“La revelación divina, contenida y expresada en los escritos de la Sagrada Escritura, fue consignada por inspiración del Espíritu Santo. La Santa Madre Iglesia, en virtud de la fe apostólica, considera sagrados y canónicos todos los libros íntegros del Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han sido entregados a la Iglesia. Para comprender los libros sagrados, Dios escogió y se sirvió de unos hombres en posesión de sus propias facultades y sus propias fuerzas, a fin de que, actuando El mismo en ellos y a través de ellos, pusieran por escrito, como verdaderos autores, todas las cosas y solamente las cosas que Él quería”. (Constitución dogmática “Dei Verbum” sobre la divina Revelación, nº 11)
393 D.C.
El Concilio provincial de Hipona (en la actual Argelia) enumera el canon
de la Iglesia Católica (excepto en Apocalipsis) que reproducirán después los
Concilios ecuménicos de Florencia (1442) y (Trento 1546).
500-1500 D.C. Los rabinos (masoretas) añaden signos vocálicos
y otras notas al texto de la Biblia hebrea (escrita solo con consonantes) para
conservar su correcta lectura y pronunciación.
1054 D.C.
Las diferencias entre el patriarca oriental y el papa occidental
alcanzan un punto álgido que conduce al Gran Cisma de 1054.
1455 D.C.
Biblia de Gutenberg.
1517 D.C. Martín Lutero escribe las 95
tesis. Los reformadores ponen objeciones a parte de la doctrina católica y
solicitan cambios litúrgicos y teológicos. Una de sus banderas fue el retorno a
la Biblia en la forma más primigenia, por lo que limitaron el canon del Antiguo
Testamento a la Torak.
1528 D.C. Sanctes Pagnino publica una
traducción latina de la Biblia hebrea dividida en capítulos y versículos.
1546 D.C.
El Concilio de Trento defina la relación exacta de los libros que
componen el canon de la Biblia.
1551 D.C.
Robert Estienne reforma ligeramente la división de Pagnino e incluye el
Nuevo Testamento.
1611 D.C. Biblia del rey Jacobo.
Fe y razón en
relación con la Escritura
“La unidad de los dos niveles del trabajo de
interpretación de la Sagrada Escritura presupone, en definitiva, una armonía
entre la fe y la razón. Por una parte, se necesita una fe que, manteniendo una relación
adecuada con la recta razón, nunca degenere en fideísmo, el cual, por lo que se
refiere a la Escritura, llevaría a lecturas fundamentalistas. Por otra parte,
se necesita una razón que, investigando los elementos históricos presentes en
la Biblia, se muestra abierta y no rechace a priori todo lo que exceda de su
propia medida”
(Benedicto XVI, La
Palabra del Señor, Exhortación Apostólica “Verbum Domini” 36”
(las fechas de
esta 2ª y última parte, proceden del libro Pórtico de la Biblia, Saxum Internacional
Fundation autores Jesús Gil y Joseángel Domínguez)
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sábado, 22 enero 2022
CELIBATO Y CASTIDAD, 4ª y última parte
“Con
nuestra profunda y clara convicción sobre el significado y la belleza de esta
virtud; con nuestra decisión firme y actual que nos hará repetir y afirmar que
volveríamos a hacer mil veces lo que hicimos porque estamos convencidos de que
es lo mejor que podíamos hacer; con nuestros ojos y nuestros corazones puestos
en Jesucristo, al cual hemos confiado nuestras vidas, podremos decir con verdad
que hemos defendido nuestro derecho al amor. Y aún te diré más, sirviéndome de
la feliz expresión de un monje poeta: somos el mundo de los aristócratas del
amor.
Y
no tengo necesidad de decirte, porque ya te lo he dicho, que la castidad no
puede ser una virtud soportada; la castidad debe ser, en nuestras vidas, una
virtud afirmada con alegría, amada con pasión y custodiada con delicadeza y
vigor.
Si
vemos así la pureza como fruto y fuente de amor, la consolidaremos en nuestra
vida, la amaremos y la custodiaremos en toda su maravillosa extensión y grandeza:
Dios nuestro Señor nos pide la pureza de cuerpo y corazón, de alma y de
intención.
La
pureza, hermano mío, es una virtud frágil, o mejor, llevamos el gran tesoro de
esta virtud en vasos frágiles -in vasis fictilibus-: por esto le
hace falta una custodia prudente, inteligente y delicada.
Pero
para la custodia y para la defensa de esta virtud tenemos armas invencibles:
las armas de nuestra debilidad, de nuestra oración y de nuestra vigilancia.
La
humildad es la disposición necesaria para que el Señor nos conceda esta virtud:
Deus…humilibus dat gratiam, Dios da la gracia a los humildes.
No hay duda de que la unión que existe entre esas dos virtudes, entre la
humildad y la castidad es muy íntima. Hasta el punto de que una vez leí
complacido que un escritor espiritual daba a la humildad el nombre de castidad
del espíritu.
Pero tampoco olvidemos, hermano
mío, que para defender esta virtud y para crecer en ella, es absolutamente
necesario que escuchemos y que sigamos con gran delicadeza el consejo de
Jesucristo: Vigilate et orate. Vigilad y orar.
Una
vigilancia que nos llevará a huir con decisión y prontitud de las ocasiones y
de los peligros. Una vigilancia que también se manifestará en el momento de
nuestra apertura, sincera y filial, a la dirección espiritual. Una vigilancia
que nos enseñará a mortificar los sentidos y la imaginación.
La oración, la amistad con Jesús en la Santísima Eucaristía, el Sacramento de la Penitencia y la devoción a la Virgen Inmaculada son los medios, eficaces y necesarios, que nos aseguran la virtud de la castidad”.
(Salvador Canals, Ascética meditada, en
Colección Patmos 110, p. 96-98, Ediciones Rialp)
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“La tradición viva es esencial para que la Iglesia vaya creciendo con el tiempo en la comprensión de la verdad revelada en las Escrituras; en efecto, “la misma Tradición
da a conocer el canon de los libros sagrados y hace que los comprenda cada vez mejor
y los mantenga siembre activos” (Const. dogm. Dei Verbum 8). En definitiva, es la Tradición
viva de la Iglesia la que nos hace comprender de modo adecuado la Sagrada Escritura
como Palabra de Dios. La Sagrada Escritura es “la Palabra de Dios, en cuanto escrita
por inspiración del Espíritu Santo·”. De ese mod, se reconocer toda la importancia
del autor humano, que ha escrito los textos inspirados y, al mismo tiempo, a Dios
como el verdadero autor”. (Benedicto XVI, La Palabra del Señor, p. 37-40)
640-609 A.C. Durante el reinado de Josías en Judá, se encuentra el
500-300 A.C. Se lleva a cabo la redacción final de muchos libros, durante el
destierro a Babilonia y de regreso en Judea.
CA. 445-398 A.C. El gobernador de Jerusalén Nehemías reúne al pueblo y
el escriba Esdras les lee “el libro de la Ley de Moisés”. (Nehemías 8)
Los fragmentos del Antiguo Testamento más antiguos que se conservan,
del siglo II a.C. pertenecen a copias manuscritas en rollos de papiro.
CA. 250 A.C. – 100 D.C. Traducción al griego de la Biblia hebrea: la Septuaginta o versión de los Setenta. También incluye libros redactados directamente en griego.
Es la base del canon católico del Antiguo Testamento. El Pentateuco se había traducido entre el 285 y 246 a.C.
190-180 A.C. Redacción de Eclesiástico (Sirácida), que será traducido al griego
50 o 60 años más tarde. En el prólogo de la traducción, el autor se refiere “a la lectura de la Ley y de los Profetas y los otros libros de los antepasados”. (Eclesiástico. Prólogo)
CA. 50-51 D.C. Fecha de la primera carta de san Pablo a los Tesalonicenses,
que será el texto más antiguo del Nuevo Testamento. Los últimos libros podrían extenderse hasta comienzos del siglo II.
CA. 70-90 D.C. Discusiones rabínicas sobre el canon en Yamnia, que permitirán
más tarde definir los libros de la Tanak, o Biblia hebrea
CA. 180-200 D.C. Conciencia de un canon cristiano: san Ireneo de Lyon y más
tarde Orígenes testimonian que la comunidad cristiana acepta los cuatro
evangelios y solo esos cuatro.
367 D.C. Primera vez que aparece la lista exacta de los libros del Nuevo
Testamento tal como hoy la tenemos, aunque en un orden distinto,
en una carta de san Anastasio de Alejandría.
382 D.C. San Jerónimo empieza la traducción de la Vulgata latina.
(las fechas de esta primera parte, proceden del libro Pórtico de la Biblia,
Saxum Internacional Fundation autores Jesús Gil y Joseángel Domínguez)
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“La castidad perfecta es, sí, una renuncia, lo sabemos y no queremos ignorarlo: la castidad perfecta es una renuncia al placer carnal, es una renuncia al amor conyugal y es una renuncia a la paternidad. Pero es una renuncia llena de luz y de amor.
Es una renuncia de amor, porque -te lo repito- el amor es por naturaleza exclusivo y el que ama de nada se priva y cuando se priva de todo lo que no es su amor. Y cuando este amor es Dios, cuando este amor es Cristo, la exclusividad no sólo no cuesta, sino que encanta.
El vacío de esa renuncia se ve colmado de modo maravilloso y superabundante por el mismo Dios: el amor de Dios nos hace felices y nos llena: nada nos falta.
La castidad es amor, amor exclusivo de Dios, un amor que no nos pesa, un amor de Dios que nos hace ligeros y ágiles y que, al mismo tiempo, nos colma de una profunda y serena felicidad. Y como la castidad es amor, habremos de repetir con nuestras vidas siempre jóvenes y llenas de entusiasmo de los enamorados, aquellas palabras con las que un amor espiritual concluía una serie de hermosas páginas escritos sobre esta virtud: hemos defendido nuestro derecho al amor.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
en Colección Patmos 110, p. 95-96, Ediciones Rialp)
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CELIBATO Y CASTIDAD, 2ª parte, continúa
“La castidad, amigo mío, es también
muy necesaria para el apostolado. El celibato y la castidad perfecta dan al
alma, al corazón y a la vida externa de quien los profesa, aquella libertad de
la que tanta necesidad tiene el apóstol para poderse prodigar en el bien de las
otras almas. Esta virtud que hace a los hombres espirituales y fuertes, libres
y ágiles, los habitúa al mismo tiempo a ver a su alrededor almas y no cuerpos,
almas que esperan luz de su palabra y de su oración, y caridad de su tiempo y
de su afecto.
Debemos
amar mucho al celibato y la castidad perfecta, porque son pruebas concretas y
tangibles de nuestro amor de Dios y son, al mismo tiempo, fuentes que nos hacen
creer continuamente en este mismo amor. Todo lo cual nos hace pensar cuánto
aumenta nuestra vida interior y cuán eficaz llega a ser nuestro apostolado
mediante estos sacrificios llenos de amor.
Quiero
recordarte ahora una verdad muy sencilla, una verdad que conocemos, que hemos
oído y que hemos enseñado muchas veces. La castidad, amigo mío, es posible; la
castidad es posible siempre y en todo momento; en todas las edades y en todas
las circunstancias, incluso cuando asoman las tentaciones y las dificultades.
La
castidad es posible, no porque nos la aseguran nuestras escasas fuerzas, sino
porque mediante su gracia nos la conserva la bondad de Dios. Te transcribo,
para que los saborees, estas luminosas palabras del libro de la Sabiduría (8,
11): Et ut scivi quoniam aliter non possem ese continens, nisi Deus det…
adii Dominum, et deprecatus sum illum… Pero como supe que no podría
ser casto, si Dios no me lo concedía, me dirigí al Señor y se lo supliqué…
Todas
las almas que oran y luchan para vivir sicut angeli Dei, como ángeles
de Dios, han comprobado la certeza y la consoladora realidad de aquellas palabras
que oyó san Pablo: Suficit tibi gratia mea. Te basta mi gracia.
Y
prosiguiendo por este camino, simple y llano, de recordar verdades que tú y yo
conocemos y amamos, me detengo algunos instantes para concretar un concepto que
inteligencias poco iluminadas por la luz de la fe y corazones fríos nos dan
ocasión de perfilar y de meditar.
Y
no puede ocultarte, amigo mío, que esta vez me detengo con pena, ante el solo pensamiento
de que pueda haber entre nuestros hermanos, entre los que hicimos al Señor don
de nuestra juventud y de nuestra vida, alguno que piense que la castidad
perfecta sea una mutilación, un sacrificio que deja incompleta la persona.
Con profunda tristeza he conocido algunas de estas almas, quiero decírtelo en confianza, que llevan sobre sus hombros el peso de una castidad que consideran menos bella y menos fecunda que el matrimonio. Tú sabes que estas almas no sienten con nuestra madre la Iglesia, pero que en su extravío tienen por compañía la tristeza de una vida estéril”.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
en Colección Patmos 110, p. 93-95, Ediciones Rialp)
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CELIBATO Y CASTIDAD, 1ª parte, continúa
“La castidad, amigo mío, la castidad perfecta, de la que voy a hablarte ahora, es el reverso de la medalla del amor. Un sencillo ejemplo, tomado del amor humano, nos ayudará a comprender y a profundizar el sentido que esta virtud ha de tener para nosotros. Cuando en el mundo se ama de verdad a una persona, y se la ama hasta el punto de quererla como compañero de toda la vida, este amor es y deber ser necesariamente exclusivo: este amor ocupa plenamente el corazón y la vida de la persona, y lógicamente, excluye otros amores incompatibles con él.
Pues
con este mismo corazón con que amamos en el mundo y a las personas del mundo,
hemos de amar a Dios nuestro Señor: y ese mismo corazón que damos a los amores
nobles y limpios de la tierra es el que hemos dado a Jesús nosotros, los que
hemos ido tras El, renunciando con alegría a otros afectos, que por el hecho de
ser humanos, no dejan de ser grandes.
Los
que corrieron tras un amor terreno tenían los ojos abiertos y tienen el corazón
lleno; y nosotros, los que hemos corrido tras un amor del cielo, teníamos
también los ojos abiertos y tenemos lleno el corazón. Y este amor de Dios que
se concreta en el celibato y en la castidad perfecta es también exclusivo y
prohíbe cualquier otro amor que sea incompatible con él.
Nihil
carius Christo,
nada ni nadie es más amable que Jesucristo, proclamó ya san Pablo y
siguen repitiendo todos los que para seguir más de cerca a Jesucristo han
renunciado a todos los bienes de la tierra, incluidos los lícitos. Y con san
Pablo también, en la valoración de las cosas humanas, han repetido y repiten:
Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam, todas las
cosas de la tierra son nada, cuando se trata de ganar a Cristo.
Miremos,
hermano mío, al celibato y al amor por la castidad perfecta como a exigencias,
para ti y para mí, del amor de Jesucristo. Nuestra alma, nuestro corazón y
nuestro cuerpo son suyos, se los hemos dado con los ojos bien abiertos. Y no
olvidemos que no nos falta ni nos puede faltar nada: Deus meus et omnia,
¡mi Dios y mi todo!
No
puedo decirte -porque te diría algo inexacto- que la castidad, la pureza, es la
primera de las virtudes, pues tú sabes perfectamente -deseo tan sólo
recordártelo- que la primera virtud, comenzando por la base, es la fe: esta
virtud es el fundamento de todo nuestro edificio espiritual. Sabes también que
la primera de las virtudes, contemplando el edificio espiritual desde lo alto,
es la caridad, pues tan sólo a través de ella -reina de las virtudes- nos
unimos directamente con Dios.
Pero
tampoco sería exacto si no añadiese ahora que la castidad, la pureza de vida,
forma el ambiente, el clima propicio para que puedan desarrollarse aquellas dos
virtudes y, con ellas, todas las demás.
No es difícil, por tanto, comprender la importancia, la necesidad de estas virtudes en la vida espiritual. Sin esta virtud que crea el ambiente, el clima, nunca seríamos hombres de vida interior; sin esta virtud, seriamente vivida y profesada con alegría y con amor, no podremos poseer una verdadera vida sobrenatural. El hombre sensual es la antítesis del hombre espiritual; el hombre carnal no puede percibir las cosas del espíritu, las cosas de Dios: es un prisionero de la tierra y de los sentidos, y nunca podrá elevarse a gustar los bienes del cielo y los goces espirituales, profundos y serenos del alma”.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
en Colección Patmos 110, p. 90-93, Ediciones Rialp)
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LA RUTA DEL ORGULLO, 2ª y última parte
“El
alma que sigue esta ruta, por el elevado concepto que se ha forjado de sí
misma, nunca pide consejo a nadie y de nadie acepta nunca consejos. Se basta a
sí misma. Vive aferrada al propio juicio y a la propia voluntad hasta la
tozudez, e ignora voluntariamente, hasta el desprecio, cualquier opinión o
convicción que no sea la suya.
El
desprecio por el prójimo es, por tanto, una actitud frecuente, y a menudo
habitual, en las personas que siguen esta ruta. Se han convertido íntimamente
en fariseos y consideran a los demás como publicanos, reproduciendo
continuamente en sus vidas la escena y las actitudes de la parábola evangélica:
Gratias ago Tibi, quia non sum sicut ceteri hominum, gratias te doy
porque no soy como los demás hombres. Los demás existen sólo como
término de parangón, para que el orgulloso puede exaltarse mientras los
desprecia.
Las
personas que van por este camino no soportan que hay nadie superior a ellas.
Esta es una posibilidad que no puede verificarse, ni siquiera en el mundo de
las hipótesis. Los demás no pueden tener más función que la de exaltar a
estas personas: deben estar por debajo de ellas. Los defectos de los demás
deben servir para poner en evidencia y para subrayar sus propias virtudes. Los
errores de los demás deben servir para poner de relieve su sabiduría y
destreza; y la escasa inteligencia ajena, para hacer resplandecer su gran
valía. Y aquí está la raíz de las envidias, de los celos y ansiedades que
acompañan la vida de todos aquellos que siguen la ruta del orgullo.
Pero
este desgraciado camino no acaba aquí. De la envidia se pasa a la enemistad. ¡Y
cuántas no son las enemistades que tienen su origen - ¡extraño origen! - en la
envidia! Personas hay que se ven despreciadas, odiadas y combatidas sólo porque
son mejores o más inteligentes que sus perseguidores. Se han hecho culpables
del gran delito de ser buenas e inteligentes, o de haber trabajado mucho. Y
este delito se combate y se castiga -en la ruta del orgullo- con la frialdad,
la enemistad, el silencio y la calumnia.
No
perder el puesto, no ceder las armas: quien se encamina por esta dirección
suele recurrir a la ficción y a la hipocresía. Simula lo que no es, exagera lo
que posee. Todo es lícito, todo es bueno, en este maldito camino, a condición
de que uno sea el primero y el mejor ante uno mismo y en la estimación de los
demás.
Para
mantenernos siempre lejanos de este camino, y para salir fuera de él si por el
nos hubiéramos adentrado, pidamos a la Virgen -Maestra de humildad- que nos
haga comprender que initium omnis peccati est superbia, el
principio de todo pecado es el orgullo”.
VI
(y
última)
NUEVA EVANGELIZACIÓN
“Ya parecía que no había más
sugerencias para la Nueva Evangelización querida por los últimos Papas.
Uno se limitó a subrayar que, en definitiva, la Evangelización siempre será la
misma, la eterna; la que ha nacido con los primeros cristianos, y que terminará
con los últimos cristianos al final del tiempo.
Cristo dijo de Sí mismo: “Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida, nadie va al Padre sino por Mí”. Los cristianos -siguió-
hemos anunciado a Cristo en todos los continentes, en todas las civilizaciones,
a hombres y mujeres de todas las culturas. No hemos acomodado el Camino, la Verdad
y la Vida, a las diversas culturas. Hemos transmitido la misma Verdad de Jesús,
Dios y Hombre verdadero, y hemos enriquecido y convertido las culturas con la
Luz de Dios. Como hizo san Pablo en Atenas les anuncio al Dios desconocido, que
se ha revelado personalmente en Cristo Jesús, su Hijo, y que nos envía el
Espíritu Santo para que no dejemos de asombrarnos ante el Misterio, la
Grandeza, la Misericordia de Dios, que ha querido vivir, morir y Resucitar por
nosotros, redimirnos del pecado y darnos la esperanza de, arrepentidos y pidiéndole
perdón, podamos resucitar con Él”. Hizo una pausa y continuó:
“Si tenemos esto claro, nos haremos
cargo del gran servicio que la Iglesia Católica, en la que subsiste la Iglesia
fundado por Cristo, tenemos que hacer a todo el mundo.
Todos los hombres están obligados y
anhelan, buscar y conocer la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a
su Iglesia, y una vez conocida, a abrazarla y practicarla, pero ¿cómo la van a
conocer, y abrazarla y practicarla, si los cristianos no anunciamos la Verdad
de la Fe, y de la Moral?
Eso es lo que esperan de nosotros. Y de nada servirá hablar mucho de “felicidad”, de cambio climático, de la igualdad de todas las religiones, del cuidado de la casa común, de fraternidad general, de emigraciones, etc.: los hombres seguirán con sus “dioses” fabricados por ellos mismos, como hicieron los atenienses; o bien tratarán de imponerse los unos a los otros, y querrán unos ser adorados por los otros, como hicieron los romanos, y antes los babilónicos, de imponer a los súbditos, la adoración de sus jefes.
Y ya a punto de
concluir el coloquio, una profesora de Filosofía en el bachillerato, alzó el brazo
y dijo:
“Me parece que se nos ha quedado en
el tintero un detalle que pienso vale la pena recordar. Juan Pablo II comentó en
alguna ocasión que la fe regresaría a los habitantes de Europa se reconstruían
las ermitas a la Virgen que nuestros antepasados han levantado en tantos cruces
de camino, en montes y en laderas, etc.
Por eso me gustaría que se nos anime
a venerar y amar de todo corazón a la Virgen Santísima Madre de Dios y Madre
nuestra. Ella nos enseñará a amar a Dios Padre; a recibir con amor de Dios
Hijo, y abrirá nuestro corazón para dar morada a Dios Espíritu Santo.
El Papa nos ha pedido rezar el
Rosario por el buen resultado del próximo sínodo. Yo lo voy a rezar, también
para que salga una nueva reafirmación de la Fe y de la Moral que se han vivido
en la Iglesia desde los primeros pasos en Jerusalén, Judea, Samaría, etc. y nos
olvidemos para siempre de las propuestas del reciente “sínodo” de Alemania. Y
pongo “sínodo” entre comillas, porque yo sabía que Pablo VI habló del Sínodo de
Obispos, como se había vivido en la Iglesia a lo largo de los siglos. ¿Qué es
eso del “sínodo del pueblo de Dios?
Un rato de
silencio, una Salve a la Virgen María, y oraciones por la Nueva Evangelización
dieron fin a la reunión”.
(publicado en el boletín
diario Religión Confidencial, el 25 octubre 2021, siendo su autor;
Ernesto Juliá Diaz)
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LA RUTA DEL ORGULLO, 1ª parte
“Existe
un camino que no es, ciertamente, el de la salvación, ni de la felicidad, y por
el cual -ello, no obstante- solemos adentrarnos los hombres con gran facilidad.
Es la ruta del orgullo. Déjame pues, amigo mío, que a propósito de ella, te
confíe algún pensamiento y alguna reflexión, de modo que aprendamos juntos a
reconocerla desde el prime instante y a evitarla siempre.
La
ruta del orgullo tiene un principio bastante triste, porque comienza con la
negación de Dios en nuestras almas y en nuestras vidas. Alguien ha hecho notar,
a este respecto, con gran agudeza, que el ateo y el orgullo tienen muchos puntos
en común. El ateo, en efecto, se niega a admitir la existencia de Dios al
través de la prueba de la creación y de las criaturas; no ve a Dios nuestro
Señor en el creado. Y el orgulloso se niega a reconocer a Dios en su alma y en
su vida: no vislumbra a Dios nuestro Señor en los dones de la naturaleza y de
gracia que enriquecen su personalidad y fructifican en su vida.
El
orgullo, en realidad, no es más que una estimación desordenada de las
cualidades propias y de los propios talentos. No es más que la idea desmesurada
y desordenada que nos hemos formado de nosotros mismos. Cultivamos
voluntariamente y con una especie de interior circunspección este alto concepto
de nuestro propio ser, y no admitimos ninguna sombra, por pequeña que sea, ni
referencia alguna a otras personas y no soportamos ningún reproche o
corrección. Atribuimos a nosotros mismos -olvidándonos por completo de Dios
nuestro Señor- todo lo que somos y todo lo que valemos. Y al obrar así,
excluimos a Dios y a los demás de nuestra vida: tan sólo yo importo, dice
obstinadamente el orgulloso, contemplándose complacido y meciéndose con
presunción a sí mismo.
En
las almas que siguen la ruta del orgullo, no encuentran eco alguno aquellas
palabras de San Pablo: Quid habes, ¿quod non accepisti?, ¿qué
tienes de tuyo que no hayas recibido? Y ni siquiera se rinden estas almas
antes aquellas otras palabras, que completan el razonamiento del Apóstol: ¿Quid
gloriaris quasi non acceperis?, ¿por qué te jactas, como si no hubieses
recibido todo lo que posees?
Si
existe un camino que haga complicadas a las almas, éste es la ruta del orgullo.
La ruta del orgullo es un laberinto en el que las almas se desorientan y se
pierden. El orgullo destruye la simplicidad de las almas, aquel ser y aparecer
sin pliegues -sine plicis- que es una encantadora característica
de las personas humildes.
¡Cuántos
pliegues se forman, por el contrario, en el alma contaminada por el orgullo!
Este pecado capital, en efecto, induce -cada vez avasalladoramente- a
replegarse de continuo sobre sí mismo: a volver infinitas veces a demorarse con
el pensamiento sobre los propios talentos, sobre las propias virtudes, ocasión
o circunstancia en la que se triunfó. Y esto es el mundo, vacío y mezquino de
la vana complacencia.
Del
mundo interior se pasa al mundo exterior: la ruta del orgullo continúa su
progresión implacable. Todo aquello que estas personas han construido dentro de
sí, desean ahora edificarlo a su alrededor. Y aunque el Señor dijo: Gloria
mea alteri non dabo, no daré mi gloria a otros, el alma
orgullosa responde a ese mandato divino apropiándose, posesionándose, de dicha
gloria.
Esta
desgraciada ruta jamás puede pasar por el Señor. Nada ni nadie podrá hacer
decir a las almas que han tomado este camino: Gratia Dei sum id quod sum,
sólo por la gracia divina soy lo que soy. Su mirada y su pensamiento jamás
se levantarán, por encima de sus propias cualidades y de sus propios éxitos,
hasta Dios nuestro Señor, para darle gracias por su bondad. La mirada y el
pensamiento de estas alma s se demora siempre a ras de tierra. La ruta del
orgullo empieza con la exclusión de Dios y con el repliegue sobre uno mismo.
El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no lograr mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos”.
V NUEVA EVANGELIZACIÓN
Después de un breve silencio, un periodista padre de cuatro hijos se levantó y habló:
“Me
quedo con el último párrafo que se acaba de leer, y que recuerdo a
continuación.
Si
ese es el mandato del Señor; y esa es la obligación de la que habla el Concilio
es señal de que están, de alguna manera, inscritas en nuestra realidad de ser
criaturas y de ser cristianos. Jesucristo no mandó a los apóstoles a que se
sentaran a discutir y a dialogar con quienes encontrasen para ver si entre
todos descubrían Su Verdad, le descubrían a Él. No. Les dijo muy claramente que
predicaran, que anunciaran, que enseñaran, lo que habían visto y oído.
A
mí me gustaría que en la Iglesia de hoy se nos recordara la necesidad de hablar
más de Cristo, Dios y hombre verdadero, y que para que lo podamos hacer con
claridad, conscientes de que estamos anunciando a Jesucristo, Camino, Verdad y
Vida, se nos hablara más del Catecismo de la Iglesia Católica publicado después
del Concilio Vaticano II, de todas sus explicaciones acerca del Dogma y de la
Moral.
Y,
perdonad que me alargue, pediría también que se nos recordara el verdadero
sentido de la Liturgia. Les rogaría a los sacerdotes que vivieran las
ceremonias litúrgicas de forma que todos pudiéramos darnos cuenta de que el
Celebrante de los Sacramentos es Cristo para que en todas las ceremonias
sacramentales podamos vivir la presencia de Cristo. En otras palabras, que el
sacerdote que celebra la Santa Misa, lo haga en la Persona de Cristo, y que
celebre la Santa Misa como está indicado, sea el rito que sea, y ninguno se
invente una Misa “a su manera”. En la Misa queremos vivir la presencia real y
sacramental de Cristo entre nosotros. En Él somos “pueblo y familia de Dios”;
sin Él, somos una muchedumbre sin norte ni guía”.
Otra
vez se hizo un silencio de reflexión.
“Apoyo
de lleno tus palabras”, comentó un joven abogado. “Si los sacerdotes celebran
con esa unción la Santa Misa, todos los fieles seremos más conscientes de que
al Comulgar recibimos el Cuerpo y la Sangre del Señor, y que hemos de
acercarnos a recibir al Señor libres de todo pecado mortal, y con un corazón
dispuesto a amar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a todos los seres
humanos con quienes vivamos y nos encontremos”.
Una
universitaria que estaba preparando el examen para el Mir, añadió:
“Aprovecho
para animaros a todos, y pedir a los obispos que nos animen a todos, a volver
cuanto a antes a participar de la Santa Misa presencialmente. Que vayamos
a la Iglesia, al templo, ya que no rige ninguna regla que limite el aforo. Unos
irán con mascarilla, otros iremos sin ella. Pero estaremos allí, acompañando a
Cristo en cuerpo y alma, viviremos la Misa “con Cristo, por Cristo, en Cristo”,
que se ofrece a Dios Padre en redención por nuestros pecados. Y nos acompañará
el Espíritu Santo”.
(Publicado por Religión Digital, autor, Ernesto Juliá, octubre 2021)
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LAS HUMILLACIONES, 2ª y última parte
Nuestra primera reacción frente a
todo esto ha de ser una reacción de humildad. Aceptar la humillación o el
fracaso como verdadera humildad, con la que se llama humildad de corazón,
porque en él tiene sus raíces y de él saca toda su fuerza. Y no sólo aceptar la
humillación, sino amarla, amar nuestra propia miseria y llegar por ese camino a
dar gracias al Señor porque ha hecho que nos conozcamos tal como somos en
realidad.
Evitaremos,
por consiguiente, todo lo que sea o sepa a rebeldía interior contra estas
humillaciones o fracasos. ¡Qué falta de humildad de corazón demostraríamos si
nos rebelásemos contra ese estado de humillación, en el que la bondad y la
Providencia de Dios quieren poner a nuestra alma para que madure y se una más a
Él!
No sólo
debes impedir ese rebeldía, sino que debes también evitar con cuidado toda
justificación ante ti mismo y ante los
demás.
Las
fáciles y abundantes justificaciones que, si no eres verdaderamente humilde,
hallarás para alimentar tu soberbia, que surge en defensa del alto concepto que
tienes de ti mismo, cortarán al nacer todos los frutos de humildad y de eficacia
que Dios reservaba a tu alma. ¡No te justifiques ante tu alma sola y humillada!
Ahoga en la humildad ese razonamiento soberbio que ha de cerrar, en apariencia,
una herida mal cicatrizada. Ten la valentía de despreciar ese contraataque del
orgullo que quiere recuperar las posiciones que perdió tu amor propio. Vuelve
la espalda y el rostro a la insidiosa caricia de la soberbia. Persuádete de que
ésta es la hora de Dios. Ama nesciri et pro nihilo reputari,
gusta que no te comprendan y de que te tengan por nada.
Pero tampoco
debes desalentarte ante la humillación. Este es el último escollo que tu
psicología tiene que superar para que no quede ningún complejo en tu carácter,
ni limitación alguna en tu capacidad de trabajo y de servicio de Dios. El bálsamo
de optimismo y de la confianza obrará de modo que la herida -cauterizada por la
humildad- cicatrice perfectamente y se transforme en un trofeo de gloria. La
desconfianza y el desaliento provocarían un terrible daño a tu lucha ascética y
a tu vida de apostolado.
Después
de haber reaccionado con humildad de corazón y de haber evitado, también con
humildad, los escollos que acabo de indicarte, nos volveremos a levantar, amigo
mío, con gran confianza. ¡Qué buen punto de partida para nuestra confianza esta
humillación aceptada con humildad!
Sintamos con San
Pablo la fuerza y el empuje que la virtud de la esperanza que, como el viento
del mar, hincha las velas de la nave de nuestra vida interior: Cum
infirmor tunc sum, cuando soy más débil, es cuando soy más fuerte.
Ahora que soy más consciente de mi debilidad podrá apoyarme eficazmente en la
fortaleza de Dios. Pues esta esperanza volverá a despertar el adormecido amor y
hará, amigo mío, que hallemos palabras apropiadas para expresarlo al Señor. Y
no conozco palabras más apropiadas que ese momento espiritual que las de Pedro
a Cristo, palabras de amor contrito y confiado, en su primer encuentro después
de la triple negación: Domine, tu onmia noscis, ¡tu scis quia amo Te!;
Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo. Tú sabes ¡oh Señor!, que te
amo a pesar de todas las cosas y sobre todas las cosas. Y el peso que nos
oprimía desparece y de la humillación no queda otra cosa que humildad,
experiencia, confianza y amor.
La humildad y la
confianza llevan de la mano a nuestra alma hacia la alegría y la decisión. ¡Cuántos
los recursos de la humildad! Nuestras fuerzas han aumentado, nuestra decisión
se ha hecho más firme y más prudente. La alegría arranca entonces a nuestra
alma las alborozadas palabras de San Pablo: Libenter gloriabor
infirmitativus meis, me gloriaré gustosamente en mis debilidades.
Y la decisión se concreta en aquellas otras palabras del Doctor de las Gentes: Omnia
possum, ¡todo lo puedo!
El coloquio con la
Virgen María, que es toda humildad, surge tan espontáneo que prefiero no
escribirlo: prefiero que tu alma y la mía lo tengamos con Ella a solas”.
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(capítulo del libro Ascética meditada, del autor Salvador Canals, publicado por Ediciones Rialp, Colección Patmos, nº 110, p. 80-83)
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“Que se nos anime a influir en la sociedad y en la cultura, sin ningún complejo porque algunos piensen que nos van a parar porque nos llamen “conservadores”, “anticuados”, retrógrados”, o cualquier otra tontería que se les ocurra. Los cristianos sabemos -e insisto como el compañero, que no lo “creemos”, sino que lo sabemos porque la historia habla muy claramente al respecto-, que una sociedad en la que se asiente la justicia, la paz y buen convivir de unos con otros, sólo puede ser construida y vivida por personas que crean en Dios, en la ley de Dios, y en la Ley natural, que también es de Dios. En definitiva, en la Verdad del respecto a la persona humana, que intentan poner en práctica, en medio de errores que nada quitan a la grandeza del proyecto, hombres y mujeres que se sepan criaturas de Dios, que viva con Libertad sus Mandamientos, y crean, así Crean, en la Vida Eterna”.
Un profesor universitario con no pocos años de docencia a sus espaldas y en su corazón, que hasta en ese momento había permanecido pensativo y silencioso, tomó la palabra.
“Si de verdad queremos servir a nuestros conciudadanos afirmando la Verdad de Cristo, de Dios, sin complejo alguno, valientes y claros como los primeros cristianos, pienso que no lo conseguiremos hacer si no vivimos con profundidad los Sacramentos, y manifestamos así nuestra Fe. Cristo quiere vivir en nosotros siempre, y nosotros vivimos con Él y en Él, viviendo los Sacramentos, y en ellos nos da la Gracia –“una cierta participación en la naturaleza divina”- que hace posible que nosotros podamos dar con nuestra conducta un buen testimonio de la Verdad, de Cristo.
Bautizando a nuestros hijos, pidiendo perdón por nuestras faltas y pecados en la Confesión, recibiendo al Señor en la Eucaristía y siendo bien conscientes, los que estamos casados, de que el Matrimonio es un Sacramento: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre” podremos de verdad, con el testimonio de nuestra vida, llevar a cabo esa “nueva evangelización” que hoy nos pide la Iglesia, y que es un reverdecer de la Evangelización de siempre siguiendo “la sagrada tradición y la doctrina de la Iglesia, sacando de ellas cosas nuevas, coherentes siempre con las antiguas” como dice el Concilio Vaticano II”.
Silencio. Las palabras del profesor hicieron reflexionar a más de un participante.
Un doctorado en Filosofía manifestó su acuerdo con lo que había oído, y considerando que Cristo es Dios y hombre verdadero, y está invitándonos a vivir con Él la Religión revelada por Dios, y darla a conocer a todos los hombres, a todas las naciones, en todo el mundo, nos leyó lo que sigue a las palabras del Concilio que había dicho el profesor, y que son una clara manifestación de la misión que Cristo nos ha dado a todos los que creemos en Él y que creemos que fundó la Iglesia precisamente para que diera un testimonio de la Verdad hasta el fin de los tiempos:
(Publicado por Religión Digital, autor, Ernesto Juliá, el 11 octubre 2021)
LAS
HUMILLACIONES, 1ª parte
“Si la
paciencia es la vida que conduce a la paz y el estudio el sendero que conduce a
la ciencia, la humillación es el único camino que conduce a la humildad.
Sobre
esta última consideración discurriremos ahora tú y yo, después de haberos
quedado solo con Dios nuestro Señor.
Si
queremos una verdadera y auténtica vida espiritual, nos hace falta una
preocupación muy actual y muy firme de humildad. Y esta preocupación de humildad
nos lleva a preguntarnos cómo hemos de reaccionar, para sacar el mayor fruto
posible en nuestra vida espiritual, ante las humillaciones que el Señor nos
hace sentir en lo más profundo de nuestra alma y ante las que nos pone en
camino de nuestro trabajo.
Hay
momentos -momentos delicados- en la vida espiritual, en los cuales el alma se
siente profundamente humillada. Iluminaciones muy concretas y muy claras de
Dios nuestro Señor descubren y subrayan cuanto de más humillante pueden tener
nuestras miserias y nuestras deficiencias, nuestras inclinaciones, nuestras
imperfecciones y nuestros defectos.
Los ojos
de nuestra alma se abren sobre aquello que, sin querer, somos; sobre aquello
que, sin querer, sentimos; y sobre aquello que, a pesar de detestarlo, nos
atrae. Muchos defectos tal vez desconocidos hasta entonces aparecen, con
perfiles claros y precisos, ante la mirada atónita del alma. Y los fracasos y
deficiencias que nuestra vida conoció invaden impetuosamente el campo de
nuestra conciencia.
En
circunstancias de mayor recogimiento, un día de retiro, en período de
ejercicios espirituales, es fácil que nuestro Señor ponga a las almas en este
camino para hacer que crezcan en la humildad y que ahonden en el conocimiento
de sí misma.
En tales
momentos, en tales circunstancias, acuérdate, amigo mío, de la frase que ahora
te digo: ¡Digitus Dei est hic! ¡Aquí está el dedo de Dios! No
olvides que el amor que Dios siente hacia ti es el que te da estas luces de
conocimiento de ti mismo, este sentimiento de lo que has sido o de lo que
eres., esta humillación cuya intensidad ha de empujar a tu alma por el camino
de la humildad. No olvides que el Señor reserva este trato para aquellos a
quienes ama más: Ego quos amo et
arguo, Yo reprendo y corrijo a cuantos amo.
Por eso,
amigo mío, nuestra reacción sobrenatural ante esta humillación ha de ser la de
un acto de profunda acción de gracias: gratias Tibi quia humiliasti me,
gracias te doy, Señor, porque me humillaste. Esta humillación interior,
este fracaso exterior, dejarán a tu vida una mayor santidad, y es muy probable
que una eficacia insospechada a tu actividad.
Pero no
pienses que eres peor ahora que ves lo que antes no veías, ahora que sientes
profundamente lo que antes no sentías, ahora que has tenido ocasión de conocer
una deficiencia de tu carácter, de tu formación y de tus actitudes. No eres
peor; eres mejor o, por lo menos, estás en óptimas condiciones para mejorar.
Has recorrido en esos momentos -¡si sabes aprovecharlos!- la mitad del camino,
porque sabes dónde está el mal que debes eliminar, porque conoces el defecto
que debes combatir y conoces también las precauciones que debes tomar para
evitar sorpresas.
¿Cuál
debe ser, pues, nuestra disposición espiritual y nuestra reacción sobrenatural
ante estas humillaciones internas y ante estos fracasos externos que amenazan
la paz y la tranquilidad de nuestra vida interior?” (continúa)
(capítulo
del libro Ascética meditada, de Salvador Canal, Colección Patmos, nº
110, p. 77-80)
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III NUEVA EVANGELIZACIÓN
Interrumpimos por unos minutos el ritmo del encuentro y de la conversación. Rezamos
el Ángelus, rogamos a la Santísima Virgen que nos acompañara, y seguimos adelante
recogiendo respuestas a la pregunta con la que comenzamos el encuentro, y que
recojo de nuevo aquí: “¿Qué esperáis oír cuando os hablan en el ambiente de la Iglesia de
se está queriendo implantar en Occidente, nos leyó una consideración de Václav Havel,
primer presidente de la República Checa, que Giulio Meotti recoge en su libro “
¿El último Papa de Occidente?”. “Una civilización que estaba abocada a la catástrofe”.
Y añade. “Havel no era religioso, pero odiaba la “relativización de las normas morales”,
Havel se queda en eso que llama “transcendente”, que no pasa de ser un término
abstracto construido por el hombre, y no llega a un Dios personal, comentó. Y ese Dios
personal, Padre, Hijo y Espíritu, al que Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, nos da a
conocer; es Dios a Quien nosotros hemos de predicar y de manifestar al mundo. Como
hizo san Pablo con los atenienses. No le creyeron, siguió, pero sobre los dos o tres que
sí le creyeron, Pablo sembró la semilla de la Fe en Grecia, en Europa”.
Otro señaló a renglón seguido: “Me parece muy bien, pero hoy hay mucha gente, y
muchos jóvenes, que no han recibido ninguna formación religiosa, que acaso han sido
bautizados y después ni sus padres ni sus maestros les han enseñado a rezar, ni a
pensar en Cristo, Dios y hombre verdadero. Si no conocemos bien a Cristo, si no
vislumbramos el amor de Dios, en su Pasión, Muerte y Resurrección, se nos hará muy
difícil hacer comprender y vivir los Mandamientos, que nos ayudan a actuar
verdaderamente como cristianos”.
Un pequeño descanso para asimilar bien lo dicho hasta ahora; y apenas pasados unos
minutos, un licenciado en Física comentó: “Me gustaría que en la Iglesia se hable con
mucha claridad, y no se caiga en la trampa del lenguaje que los que atacan la fe
dominan bien. Por ejemplo. La Verdad existe. Nosotros no “creemos” que el aborto es
un asesinato, y que las ideologías lgtbi corrompen al hombre y a la mujer, porque nos
lo dice nuestra Fe. No. Nosotros “no creemos en eso”, lo sabemos. Y lo sabemos
porque la ciencia manifiesta claramente que en el embrión está ya un ser humano que
comienza su desarrollo vital; y que los seres humanos nacemos hombres o mujeres,
con todas nuestras células de hombre o de mujer”.
“Y distinguiendo claramente Ciencia y Fe, me gustaría que se vuelvan a emplear en las
homilías y, especialmente en las Misas de Difuntos, las palabras que abren la
inteligencia, la razón, a la Fe en la Vida eterna: Muerte, Juicio, Infierno y Gloria. Sin la
perspectiva y esperanza de vivir en Cristo y con Cristo, el hombre pierde el sentido de
su vida en la tierra, y ni los logros de la ciencia, de la técnica, ni el cuidado de la casa
común, ni del cambio climático, ni de ir a vivir en cualquier estrella, llenan nuestros
corazones, nuestras ansias de Amor”.
Terminamos el encuentro en silencio y más pensativos. Somos bien conscientes de
que, además de crecer más en el conocimiento de Cristo, de asentar las Verdades de
la Fe en nuestras inteligencias, hemos dar testimonio de esa Fe a muchos compañeros
que no la viven, aunque estén bautizados; o que nunca han oído hablar de ella, si no lo
están. Convencidos como estamos de que Dios nos ha creado a todos, es Padre de
todos, y sabe que nuestra felicidad en la tierra es la de vivir Él con nosotros, y que
nosotros vivamos con Él.
(publicado en Religión confidencial, autor, Ernesto Juliá, 4 octubre 2021)
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II NUEVA EVANGELIZACION
Siguiendo con los Mandamientos uno comentó: “me gustaría que se nos hable sin complejos de ningún tipo del Cuarto, del Quinto y del Sexto Mandamiento: “Honrar padre y madre”. “No matar”. “No fornicar”. Los Mandamientos no son ni antiguos ni más o menos “modernos”: son actuales en cualquier momento de la historia en el que nos encontremos; y prosiguió ante el ligero asombro que vio reflejado en el rostro de algunos compañeros:
Los ataques a la familia querida por Dios son muy fuertes, y van muy unidos a la bazofia pornográfica que nos invade. Se habla muy poco de la grandeza de la familia fundada en el matrimonio; y se nos recuerde que sólo hay un Matrimonio querido por Dios: hombre y mujer, mujer y hombre; por mucho que legislen los parlamentos sobre otros “modelos de familia”. Y que se nos anime a vivir la sexualidad castamente, cada uno en su estado, llegando vírgenes al matrimonio y siendo fieles a nuestro cónyuge. Así, nos acercamos más a Dios, nos preparamos mejor para recibir a los hijos que vengan, y nos unimos también espiritualmente en toda la familia.
Se hizo un silencio en el grupo; y pasaron unos minutos hasta que otro se lanzó a hablar:
Y ya que hemos entrado en estas materias, a mí me gustaría que se nos recuerde la realidad del pecado, para que nuestra conciencia nunca se acostumbre a crímenes como el aborto, ni a infidelidades, en nombre de una curiosa “libertad”, que provoca la ruptura de familias nacidas de un matrimonio sacramental indisoluble. Que tampoco, y sin juzgar a nadie, aceptemos como prácticas “normales” y “buenas” las relaciones prematrimoniales, los actos homosexuales o cualquiera de las “prácticas” sexuales impulsadas por eso que se denomina lgtbi.
No soy un cura, comentó otro de una cierta edad, pero me gustaría que se nos invitara más a rezar y a frecuentar los Sacramentos, y especialmente el de la Reconciliación, pidiendo, arrepentidos, perdón al Señor por nuestros pecados, porque, si no, nos acogeremos nunca a su Misericordia, y nos destrozaremos a nosotros mismos con nuestros pecados. Seguiremos siendo egoístas, no aprenderemos jamás a amar y a sacrificarnos por los demás; no llegaremos nunca ni siquiera a vislumbrar lo que Dios nos ama; y no podremos construir una sociedad más justa, con más paz, con más preocupación de los unos por los otros.
Uno que acababa de terminar su carrera de Filosofía, y comenzaba a dar clases a alumnos del bachillerato, señaló:
Como ahora resolvemos muchas cuestiones sencillamente con la ayuda de la técnica, me gustaría que se nos animara más a pensar en Dios, en Cristo, Dios y hombre verdadero, en nuestra relación personalísima con El; y que se nos recuerde que nuestra relación con Jesucristo es lo que da, verdaderamente, sentido a nuestra vida, porque nos abre también la perspectiva de la vida futura, del más allá de la muerte.
Que no se nos hable de “experiencias” de Dios, de “sentimientos sensibles” de lo divino, etc., como ha hecho algún obispo en Alemania. Primero, pensemos, conozcamos mejor y más hondamente a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Leamos alguna vida de Cristo, que hay algunas muy buenas; y así aprenderemos a mirar el rostro del Crucificado; el resplandor del Resucitado; aprenderemos también a amarle más, nuestra inteligencia se abrirá más a la Fe, y nos daremos cuenta de lo hermoso que es creer en Dios, sin necesidad de experiencias demasiado sensibles. (continuará)
Publicado por Religión Confidencial, 27 septiembre 2021, autor: Ernesto Juliá
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lunes, 4 de octubre de 202
una misma página del Evangelio la mansedumbre y la humildad. Nos lo recuerda ahora con su
voz amiga y con palabras claras: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde et invenietis
réquiem animabus vestris, aprender de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis
paz para vuestras almas.
La mansedumbre y la humildad son, como ves, dos virtudes que deben permanecer unidas en nuestro corazón, dos hermanas que viven la misma vida, dos metales preciosos que se funden completándose: uno con su solidez, el otro con su raro esplendor. Dos aspectos muy positivos y muy viriles de nuestra vida interior, pues con la humildad ganamos el corazón de Dios y con la dulzura atraemos a nuestros hermanos y conquistamos sus corazones.
Ahora que meditamos en presencia de Dios, quiero decirte que esta virtud es para todos, luego también para ti. A todos nos es muy necesaria, puesto que la vida es una continua relación con los demás, una convivencia, una serie de relaciones, la ocasión de encuentros de todo género. Tu familia, tus hermanos, tus amigos; tus relaciones profesionales y sociales; tus superiores, tus iguales, tus subordinados; es ahí donde nos espera el Señor. En todas esas convivencias, relaciones y encuentros ha de resplandecer tu mansedumbre cristiana.
Si sabes ungir, amigo mío, tu carácter con la fuerza y vigor de estas virtudes, tu corazón se semejará al corazón de Cristo: Mitis sum et humilis corde, soy manso y humilde de corazón.
El sacerdote debe ser manso para llevar al trato con las almas la caridad y la paciencia cristiana y ser, de este modo, eficaz; la madre cristiana asegurará la educación fuerte y duradera, de sus hijos si sabe ejercitarse en la mansedumbre; en la intimidad de la familia reinará la paz si esta virtud se ha afirmado en las relaciones mutuas; y si en las relaciones profesionales y sociales apareciese la mansedumbre, serían muy distintas, y muchos que buscan el vano la paz por otros caminos, no tardarían en hallarla.
Todos propendemos a creer que es mejor y más fácil hacer el bien a gritos y con órdenes perentorias, que la educación se asegura con amenazas y con brusquedades de modales, que el respeto se obtiene con sólo levantar la voz y usar maneras autoritarias.
¿Qué sitio dejamos, entonces, en nuestra vida, a la mansedumbre cristiana? ¿Para qué nos la ha recomendado Jesús en el Evangelio?
¡Cuántas veces, amigo mío, nos habrá respondido la vida misma a esas preguntas, enseñándonos que la eficacia se esconde casi siempre tras la mansedumbre de Cristo! Y que el bien es el fruto que recogen quienes buscan y saben hallar palabras claras y amables, las usan en un discurso sereno y persuasivo y las ungen con el bálsamo de los buenos modales.
¡En cuántas ocasiones nos ha hecho comprender la experiencia que las correcciones y los reproches, hechos sin mansedumbre cristiana, han cerrado el corazón de la persona que los había recibir, para que nos hayamos de olvidar nunca que cuando dejamos de ser padre, hermano o amigo para nuestro prójimo, todo lo que sale de nuestros labios lleva consigo fatalmente el germen de la esterilidad!
Procura siempre por medio de la mansedumbre cristiana, que es amabilidad y afabilidad, tener en tus manos los corazones de las personas que la Providencia Divina ha puesto en el camino de tu vida y ha recomendado a tus cuidados.
Pues si pierdes el corazón de los hombres, difícilmente podrás iluminar sus inteligencias y obtener que sus voluntades sigan el camino que les indiques"
(Ediciones Rialp, Colección Patmos nº 110, Ascética meditada, p. 69-72)
HUMILDAD, 2ª parte y última
“La humildad, amigo mío nos lo enseñan los
santos, es la verdad. ¡Qué gran motivo para aceptarla y vivirla! Noverim
me! ¡Que yo me conozca, Señor! Este conocimiento íntimo y sincero de
nosotros mismos nos elevará de la mano hacia la santidad.
Déjame
que te diga –pues me lo he dicho muchas
veces a mi mismo- que no eres nada: la existencia la has recibido de
Dios, nada tienes que no hayas recibido de El; tus talentos, tus dones, de
naturaleza y de gracia, son precisamente esto: dones; ¡no lo olvides! Y la gracia es gracia y fruto de los méritos
del Salvador.
Pero
a esta nada que tú eres, amigo mío, tú has añadido el pecado, pues has abusado
muchas veces de la gracia de Dios, por maldad o, por lo menos, por debilidad.
Y
a estas dos realidades has añadido una tercera, más triste que las primeras, la
de que siendo nada y pecado… has vivido de vanidad y de orgullo.
Nada…,
pecado…, orgullo… ¡Qué fundamento tan seguro para nuestra humildad, para que
ésta sea ciertamente humildad verdadera, humildad de corazón.
El
soberbio y el incrédulo tienen algo más en común de cuanto parece. El incrédulo
es un ciego que atraviesa el mundo y ve las cosas creadas, sin descubrir a
Dios. El soberbio descubre y ve a Dios en la naturaleza, pero no logra
descubrirlo y verlo en sí mismo.
Si
descubres a Dios en ti mismo serás humilde y atribuirás a El todo lo que de
bueno haya en ti: Quid habes quod non accepisti? ¿Qué tienes que no hayas recibido? No cerrarás neciamente los ojos
sobre ninguna de las virtudes o de las cualidades que existen en tu alma, porque
sabes que vienen de Dios y que un día El te pedirá cuenta de ellas. Te
esforzarás para que den fruto: no sepultarás ninguno de tus talentos. Y
conservando el mérito de las obras buenas, sabrás dar a Dios la gloria de
ellas: Deo omnis gloria! ¡Para
Dios toda la gloria! La vana complacencia no hallará sitio en tu alma
humilde.
A
través del camino abierto por la humildad la paz de Dios entrará en tu alma.
Hay una promesa divina: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde
et invenietis requiem animabus vestris. Aprender de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz
para vuestras almas. Un corazón sincero y prudentemente humilde no se turba
de nada. Estate seguro, amigo mío, de que, casi siempre, la causa de nuestras
turbaciones y de nuestras inquietudes está en la preocupación excesiva por la
propia estima o en el inquieto anhelo de la estimación de los demás.
El
alma humilde pone la propia estimación y el deseo de la estimación ajena en las
manos de Dios. Y sabe que allí estarán seguras.
Saca,
pues, fuerza de la humildad para decir al Señor: si a Ti no sirven, tampoco yo
sé qué hacer de ellas. Y en este generoso abandono hallarás la paz prometida a
los humildes.
Que la humildad de María, hermano mío, nos sirva de consuelo y de modelo”.
(Ediciones Rialp, Colección Patmos nº 110, Salvador
Canals, Ascética meditada, p. 66-68)
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NUEVA EVANGELIZACIÓN
En la solemnidad
de Jesucristo Rey del Universo, del 24 de noviembre del 2013, el Santo Padre
Francisco, publicaba la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, La alegría del Evangelio.
“En una
conversación informal con un grupo de jóvenes profesionales que llevan apenas
un par de años en su primer trabajo profesional, hice una pregunta que, de
entrada, les desconcertó un poco. Aclaro
que se trata de personas que desean vivir su fe, católica y apostólica
en Cristo Nuestro Señor, en todas las circunstancias de su vida.
Esta fue la
pregunta: ¿Qué esperáis oír cuando os hablen en el ambiente de la Iglesia de
“nueva evangelización”, y de la necesidad de vivirla con creatividad, con
discernimiento, y en plena libertad en el diálogo con todos, creyente y no
creyente?
“A mí me parece, que la Iglesia tiene que anunciar al mundo, a todo el mundo, en Evangelio, que Cristo es el “Camino, la Verdad y la Vida”, como el Señor indicó a los apóstoles; y que Cristo murió y resucitó para salvarnos, y abrir nuestro horizonte a la Vida Eterna”.
Otro tomó la palabra, y subrayó: “Yo quiero que se nos hable con mucha claridad, y que se nos recuerde, insisto, con toda claridad, que Cristo es Dios y hombre verdadero; que nos ha dicho que el que le ama cumple sus mandamientos. Está bien que se nos hable de creatividad, de libertad, de discernimiento, etc., pero para vivir bien todo eso, necesitamos tener en la cabeza y en corazón, que Cristo es la Verdad”.
Un tercero, quizá viendo la seriedad que iba tomando la conversación, comentó: “Perdonad; pero voy a hacer de Pilato: ¿Qué es la verdad? Mucha gente piensa que no existe la Verdad, y que cada uno se construye su propia verdad”.
Uno de los mayores del grupo levantó la mano, y con mucha paz dijo: “Me parece que en la Iglesia, y de manera muy particular, los sacerdotes, obispos, etc., nos tendrían que recordar mucho más a menudo las palabras que el Cristo, respondió a Pilato” “Para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad: todo el que es de la verdad escucha mi voz”.
Es este momento,
consideré oportuno intervenir yo también. En torno a la “nueva evangelización” no se habla de encontrar nuevos caminos,
nuevo modos y hasta nuevo lenguaje, a la vez que se insiste poco en que lo
fundamental es afirmar siempre la misma Verdad: Cristo. Y que esta Verdad, no
es una repetición del pasado, es la Verdad que dio Vida a la Iglesia desde hace
2 000 años, que nos da Vida a nosotros, y que dará Vida al mundo hasta el último
día. Cristo es Dios, es Eterno, y tiene Palabras de vida eterna. Y tampoco se
habla mucho de la Vida Eterna; de la muerte y del más allá de la muerte.
Después de un
buen rato de conversación llegamos a un acuerdo sobre lo que el grupo esperaba
de la “nueva evangelización”. En lo que todos estuvieron de acuerdo fue en la
necesidad de revivir la Fe, la Esperanza y la Caridad que las veían muy débiles
en muchos creyentes.
Un poco siguiendo
los pasos y el buen ejemplo de los primeros cristianos que no se preocuparon de
pensar en un diálogo con otras religiones, ni en el cuidado de la tierra, ni en
las condiciones sociales, etc. Todo eso vendría después. Ahora lo urgente era,
y así lo dijeron: Que se nos anime a leer con más frecuencia el Evangelio, para
conocer mejor la vida de Cristo, el amor de Cristo, el sufrimiento de Cristo,
la resurrección de Cristo. Al conocerle, le amaremos más y le trataremos mejor
y muy personalmente.
Que se nos anime
a conocer mejor nuestra Fe. Estudiar el Credo, conocer mejor la historia de la
Iglesia. Sabían muy bien, por experiencia, que entre bautizados no es extraño
encontrar jóvenes, y no tan jóvenes, que no saben de qué hablar al nombrar a la
Santísima Trinidad.
Que se nos
recuerde con toda claridad los Mandamientos de la Ley de Dios. Desde el Primero
al Décimo. En el entorno cultural que nos rodea, en el que “todo vale”, “yo me construyo a mí
mismo”, “discierno y decido yo libremente qué es el bien y el mal”, necesitamos
descubrir la riqueza divina y humana de los Mandamientos para que podamos amar
a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como Cristo nos ha amado”.
HUMILDAD, 1ª Derribó el solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes (Evangelio san Lucas, 1, 52)
“Muchas
veces he pensado y ahora aprovecho la ocasión para decirlo por escrito, que la
virtud de la humildad se resiente del valor del nombre que lleva y de las
realidades que encierra.
Ninguna
otra virtud es, en efecto, tan menospreciada y tan poco y mal conocida,
tan ignorada y tan deformada, como esta
virtud cristiana. La virtud de la humildad es una virtud humillada.
Y
no sé si le hace más daño el olvido en
que la deja el mundo, las burlas y el escarnio con que muchos la acogen, o la
falsía y la poca elegancia con que algunos la presentan.
Me
parece, amigo mío, que es verdaderamente necesario que nosotros los cristianos
conozcamos mejor esta virtud y sintamos profundamente su importancia; que
luchemos por conquistarla y por vivirla rectamente, para presentarla de este
modo con su verdadera fisonomía a los ojos de un mundo enfermo de vanidad y de
soberbia. A este apostolado del buen ejemplo, tan eficaz y olvidado, debemos tú
y yo sentirnos invitados por Jesucristo, cuando dice: Discite a Me quia mitis sum et
humilis corde, aprender de Mi que
soy manso y humilde de corazón. Humildes de corazón: así nos quiere el
Señor, con aquella humildad que nace del corazón y da fruto en obras. Porque la
otra humildad, que nace y muere en los labios, es falsa; es una caricatura.
Palabras, actitudes, modos, no pueden por sí solos crear una virtud; pero sí
deformarla.
La
inteligencia debe abrirnos el camino del corazón y ayudarnos a depositar allí,
con efecto, la buena semilla de la verdadera humildad, que, con el tiempo y la
gracia de Dios, echará raíces profundas y dará sabrosos frutos.
La
humildad verdadera, amigo mío, empieza en el punto luminoso en que la
inteligencia descubre y admite, con la fuera necesaria para que el corazón
pueda amarla, esa virtud fundamental, simple y profunda, del sine
Me nihil potestis facere, sin Mí
no podéis hacer nada.
Debemos
aprender a partir, con nuestras manos soberbias, el pan blanco de la verdad
evangélica y distribuirlo ante nuestros ojos ofuscados, que tienen en tan gran
estima nuestro “yo” y nuestras cualidades.
¡Escúchame! Todos nuestros esfuerzos para llegar a ser
mejores y para crecer en el amor de Jesús y en la práctica de las virtudes
evangélicas, serán vanos si su gracia no nos ayuda: nisi Dominus aedificaverit eam, si el Señor no edifica su casa, en vano se
cansan quienes la construyen.
La
más atenta y constante vigilancia es también perfectamente inútil sin la
custodia fuerte y amorosa de su gracia: nisi Dominus custodierit civitatem, in vanum
vigilat custos, si el Señor no
custodia la ciudad, es inútil la vigilancia del centinela.
Nada
pueden así nuestras palabras y nuestras acciones, cuando pretendemos servirnos
de ellas para hacer bien a las almas. Nuestro apostolado y nuestra fatiga, sin
el agua pura de su gracia, son una agitación estéril: neque qui plantat est aliquid,
neque qui rigat, sea qui incrementum dat, Deus, no cuenta el que planta o el que riega, sino Dios Nuestro Señor, que
da el incremento.
Pero
esta gracia que nos es necesaria para mejorar en la virtud, para resistir a las
tentaciones y para que nuestro apostolado sea fecundo, el Señor le concede a
los que son humildes de corazón: Deus superbis resistit humilibus auten dat
gratiam, Dios resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes.
El
Señor, que con suma bondad y con vigilancia llena de delicadeza, distribuye
copiosamente su gracia, no se sirve de los soberbios para llevar a cabo sus
designios: teme que se condenen”.
(Salvador Canals, Ascética
meditada, p. 63-66)
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LA ESPERANZA CRISTIANA, 3ª y última
“La virtud de la esperanza que,
si se la vive profundamente, es firmeza invencible y confiado abandono, es una
constante fidelidad al deber, nos coloca precisamente por encima de tales fluctuaciones;
¿Te acuerdas de las palabras de Cristo a las encrespadas y amenazadoras aguas
del mar de Galilea? Tace, obmutes ce, calla, enmudece. Parecen representar la voz
de la esperanza que, con su fuerza, impone silencio al tumulto interior del
desaliento. Et venit tranquillitas magna, y sobrevino (prosigue el pasaje
evangélico), una calma infinita. Es precisamente el fruto de la esperanza: la
calma, la serenidad, la paz.
La esperanza, amigo mío, como nos enseñan los teólogos, da una certidumbre de tendencia: spes certitudinaliter tendit in suum finem, la esperanza tiende con certeza hacia su fin, afirma Santo Tomás. No obstante nuestros fracasos, nuestras contradicciones, nuestras culpas, debemos siempre esperar en Dios, que ha prometido su ayuda a los que se la pidan con humildad y con confiada perseverancia: Petite et accipietis, nos dijo; pedid y os será dado.
La
batalla de la esperanza cristiana hemos
de afrontarla cada día: Dominus regit me et mihi deerit, el Señor me gobierna
y nada ha de faltarme, plenamente conscientes de que ella no descansa sobre
nuestros méritos o virtudes, sino sobre la misericordia y omnipotencia de Dios.
A la luz de la esperanza, en efecto, Dios nos aparece más que nunca non
aestimator meriti, sed veniae largitor, no como apreciador de méritos,
sino como perdonador de nuestras culpas, según repetimos todos los días en una
de las oraciones de la santa Misa con que nos disponemos a la Comunión. Hemos
de apoyarnos sobre las fuerzas que nos vienen de esta virtud teologal y
aprender así a combatir los impulsos de desaliento que estorban nuestro camino
cotidiano hacia la perfección evangélica; debemos aprender a resistir, también
a diario, las mordeduras del pesimismo, las cuales tienden a exacerbarse con el
desastre del tiempo y la monotonía de la vida.
La esperanza, hermano mío, no debe ser nunca un cómodo sustitutivo de nuestra pereza. Nos lo recuerda el Señor, en dos milagros realizados por El: en Caná de Galilea transformó el vino, y cuando ante grandes multitudes multiplicó los panes y los peces. Tanto en uno como en otro milagro, la omnipotencia del Señor intervino cuando todas las posibilidades humanas estaban agotadas, cuando los hombres habían hecho todo lo que podían hacer: el agua no se transformó en vino sino cuando los fieles siervos hubieron colmado las cubas de agua, usque ad summum, hasta los bordes, y antes de multiplicar los panes y los peces, el Señor pidió el sacrificio total de todos sus medios de subsistencia, es decir, de los panes y los peces que ellos tenían; y no importaba que fueran pocos, pues lo importante era que diesen todo lo que tenían. Para empezar a vivir la virtud de la esperanza, no nos queda así más que invocar el auxilio de nuestra Madre celestial, de aquella que es spes nostra, esperanza nuestra, Mater mea, fiducia mea, ¡Madre mía, confianza mía!”
(Del libro
Ascética meditada, Salvador Canals,
Colección Patmos, p. 56-62)
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LA
ESPERANZA CRISTIANA, 2ª parte, continúa
“Nosotros,
los cristianos de este mundo, nos apoyamos sobre la esperanza; y cuando caiga
la esperanza, junto con la fe, al final de nuestra jornada terrena, entonces
tendremos la alegría de la posesión sin sombras y el reino de la caridad sin
más temores. Al final de nuestra vicisitud humana, hermano mío, habrá para cada
uno de nosotros o la alegría de la posesión o la desesperación de verse para
siempre privados de Dios.
La
esperanza, virtud teologal, nos hace tender continuamente hacia Dios, confiando, para llegar hasta El,
en el socorro que nos ha prometido: Confidite, Ego vici mundum,
tened confianza, Yo he vencido al mundo. El motivo formal (como suelen decir los teólogos) de esta
virtud es Dios, que siempre nos socorre: Deus auxilians, Dios auxiliador, la
omnipotencia auxiliadora. Sin embargo, a veces ocurre que nosotros, los
cristianos (y ésta es una de tantas contradicciones de nuestra vida),
sustituimos en nuestra alma y en nuestro
corazón esa grande y hermosa esperanza, que es la de Dios y la de nuestro
último fin, por otras esperanzas humanas más pequeñas, aunque sean hermosas. Y
no es que los cristianos no deban tener esperanzas humanas, antes al contrario:
incluso existen bellas y nobles esperanzas que deben estar en nuestro corazón
más que ninguna otra. Pero también aquí
-en la “provincia” de la esperanza-
es menester que en nuestra alma y en nuestro corazón existan el orden,
la jerarquía y la armonía de las esperanzas, y que ninguna esperanza
humana -por noble y bella que sea- pueda oscurecer la luz y disminuir la fuerza
de la esperanza de poseer y gozar para siempre, en la vida eterna, a Dios,
nuestro último fin.
Sucede
así a veces, en nuestra vida, que Dios, a través del juego de su Providencia,
hace caer miserablemente alguna esperanza humana que nuestra personal “medida
de valores” había hecho quizá
exorbitante, con el fin de impedir que pueda ocupar en nuestro corazón aquel
sitio que sólo la gran esperanza de Dios debe llenar. Es menester entonces que
nosotros sepamos seguir el juego de la Providencia y aprendamos a restablecer
el verdadero orden de los valores en la escala de la esperanza. Dios nos
ayudará eficazmente a calmar aquellas esperanzas humanas que, en obsequio al
orden por El establecido, no hemos vacilado en colocar en su justo puesto. Si,
por el contrario, a esa quiebra por disposición divina de humanos esperanzas
respondiéramos alejando pertinazmente de nosotros la gran esperanza de Dios,
cavaríamos entonces con nuestras propias manos un foso de rebeldía y de
desesperación.
No
tengo necesidad de decirte, amigo mío, cuántas crisis de este género he
conocido: también tú, en tu experiencia,
habrás conocido muchas. Crisis de las que, a menudo, sólo vemos el aspecto
humano y exterior, y a las cuales demos el nombre de complejo o de neurosis,
cuando su verdadera fisonomía es otra y su diagnóstico ha de ser de signo más
espiritual, de contenido más profundo.
Una cosa es muy cierta: hasta que no poseamos y vivamos la verdadera virtud cristiana de la esperanza, faltará en nuestra vida la firmeza y viviremos en la inestabilidad. Pasaremos con extremada facilidad de la presunción, cuando todo vaya bien y nuestra vida progrese sin sacudidas y desilusiones, al desaliento que apuntará y se anidará en nuestro ánimo tan apenas vaya algo contra nuestras previsiones, choque contra nuestra susceptibilidad, descomponga nuestros programas y desilusione nuestras expectativas”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 54-56
Entre
las virtudes que dejan más profunda huella en el ánimo humano, que de modo más
manifiesto influyen sobre la vida y el obrar de los hombres, está la virtud
cristiana, teologal, de la esperanza. Un mismo hombre, en efecto, según viva
bajo el hálito de la esperanza o yazca bajo el peso de la desesperación, se nos
presenta -y es de verdad- como
un gigante o como un pigmeo. En nuestra convivencia y en nuestro trato
con los hombres somos cada día testigos
-no sin sorpresa ni pena- de
estas sorprendentes transformaciones; pues quizá más que ningún otro nuestro
siglo adolece de la carencia de esta virtud.
¡Cuántas filosofías, cuántas actitudes, cuántos estados anímicos de los
hombres de nuestro tiempo ahondan sus raíces en almas sin esperanza, que se debaten
entre la angustia y el miedo, una angustia que nada puede desatar, un miedo que
nada puede alejar!
La
verdad, amigo mío, es que el hombre no puede vivir sin esperanza. La esperanza
es la llamada del Creador, principio y fin de nuestra vida, al cual ninguna
criatura humana puede escapar; es la voz del Redentor que desea ardientemente
la salvación de todos los hombres (qui vult omnes homines salvos fiere,
que quiere que todos los hombres se salven): nadie puede, sin perder la paz del
alma, negarse a escucharla; es la profunda nostalgia de Dios, que El mismo dejó
en nosotros -como don maravilloso- tras haber llevado a cabo, para cada uno de
nosotros, aquellas inefables “obras de sus manos” que, en el lenguaje de los
teólogos, se llaman Creación, Elevación y Redención.
Esta
profunda nostalgia del corazón humano, pocos han sabido expresarla al través de
los siglos cristianos con aquel suasorio tono de conocimiento adquirido, con
aquellos conmovidos acentos de experiencia sufrida con los que la expresó San Agustín.
Escritor de elevada intuición y de profundos estados de ánimo, supo definir en
un grito de su gran espíritu toda la condición del hombre, transeúnte por esta
tierra: Fecisti nos, Domine, ad Te, et inquietum est cor nostrum, donec
requiescat in Te, nos hiciste, ¡oh Señor!, para Ti, y nuestro corazón
estará inquieto hasta que descanse en Ti.
Detengámonos por un instante sobre esta frase para tratar de hacer luz sobre nuestro pesar y darnos una razón de nuestras ansiedades. La nostalgia que cada uno de nosotros lleva en sí no se puede eliminar, no se puede desarraigar: arraigada en nuestra misma persona humana, que está destinada a ver un día a Dios y a gozar para siempre de El, esta nostalgia será siempre nuestra compañera de viaje, la amiga de las horas alegres y tristes de nuestra jornada terrena. Sin embargo, puede –y debe- ser aliviada, y tal es el cometido de la virtud de la esperanza. En la segunda parte de la frase agustiniana se abre, en efecto, como un respiradero: “…donec requiescat in Te”.Si ese respiradero se cerrase, la inquietud y la nostalgia se volverían desesperación y angustia.
Mientras
estemos en camino, mientras seamos viandantes sobre esta tierra, llevaremos con
nosotros, hermano mío, la nostalgia de Dios y una oscura inquietud, engendrada
por la incertidumbre acerca de la
consecución de nuestro último fin (pues nadie puede, en efecto, salvo
privada revelación de Dios, sentirse cierto se su propia salvación eterna): nostalgia
e inquietud que pueden -y deben, que
ahora ya estamos convencidos de ello-
ser aliviadas por la esperanza cristiana.
Del libro Ascética
meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 50-53)
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viernes, 9 de julio 2021
“Si me preguntáis cómo se nota la llamada divina, cómo se da uno cuenta, os diré que es una visión nueva de la vida. Es como si se encendiera una luz dentro de nosotros; es un impulso misterioso, que empuja al hombre a dedicar sus más nobles energías a una actividad que, con la práctica, llega a tomar cuerpo de oficio. Esa fuerza vital, que tiene algo de alud arrollador, es lo que otros llaman vocación.
La vocación nos lleva –sin darnos cuenta- a tomar una posición en la vida, que mantendremos con ilusión y alegría, llenos de esperanza hasta en el trance mismo de la muerte. Es un fenómeno que comunica al trabajo un sentido de misión, que ennoblece y da valor a nuestra existencia. Jesús se mete con un acto de autoridad en el alma, en la tuya, en la mía: ésa es la llamada. (…)
Al suscitar en estos años su Obra, el Señor ha querido que nunca más se desconozca o se olvide la verdad de que todos deben santificarse, y de que a la mayoría de los cristianos les corresponde santificarse en el mundo, en el trabajo ordinario. Por eso, mientras haya hombres en la tierra, existirá la Obra. Siempre se producirá este fenómeno: que haya personas de todas las profesiones y oficios, que busquen la santidad en su estado, en esa profesión o en ese oficio suyo, siendo almas contemplativas en medio de la calle. (…)
A la vuelta de tantos siglos, quiere el Señor servirse de nosotros para que todos los cristianos descubran, al fin, el valor santificador y santificante de la vida ordinaria –del trabajo profesional- y la eficacia del apostolado de la doctrina con el ejemplo, la amistad y la confidencia.
Quiere Jesús, Señor Nuestro, que proclamemos hoy en mil lenguas –y con don de lenguas, para que todos sepan aplicárselo a sus propias vidas-, en todos los rincones del mundo, ese mensaje viejo como el Evangelio, y como el Evangelio nuevo”
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Carta 9-I-1932. En esta Carta Josemaría Escrivá trata del carácter universal y perenne del Opus Dei
al servicio de la Iglesia, glosando con detalle la vida espiritual a la que esta llamada invita.
“Debes mirar a la cruz con fe y llevarla con amor. Sin sentirte jamás, ni siquiera por un solo instante, víctima. La cruz no hace víctimas…,¡hace santos! No provoca caras tristes, sino rostros alegres. Quien vive así, comprende que la víctima es una sola: Jesucristo, que padeció y murió por todos, que padeció y murió en el abandono.
Nosotros los cristianos -tú y yo-, cuando llevamos la cruz de Cristo somos felices, descubrimos la única y verdadera felicidad, que es participación de la felicidad de Dios. Pero si queremos llevar la cruz que nos hace discípulos “cada día” -quotidie-, debemos descubrirla. Y éste ha de ser nuestro primer propósito: abrir bien los ojos del alma, los ojos de la fe, para descubrir la cruz de Cristo en nuestra vida.
¿Cuál será, para ti, pues, la cruz de Cristo? Escucha, amigo mío: ¿qué es lo que te cuesta mayor esfuerzo en tus jornadas? Porque aquello es la cruz del Redentor para ti. Aquellas poderosas tentaciones que te asaltan, tu salud maltrecha, tu duro y extenuante trabajo, esos defectos de carácter que te humillan, los defectos de las personas que viven a tu lado, que te hacen sufrir…Ten visión sobrenatural! He ahí la cruz de Cristo para ti. Proponte firmemente reconocerla y abrazarla, cuando la vislumbres en tu camino de cada día. Pide al Señor que te descubra el misterio de la Cruz, y caminarás a pasos de gigante por la vía de la santidad.
Y ahora que conoces cuál es la cruz de Cristo, ahora que conoces su valor y su necesidad, ¡qué fácil será llevarla! Llévala con alegría, con amor. Llévala generosamente, y aprende a esconderla a los ojos de los que te rodean, como se esconde un tesoro. Escóndela tras una sonrisa generosa y descubrirás el sentido -dentro, en lo profundo de tu alma- de las palabras del Señor: Iugum meum suave est et onus meum leve, mi yugo es suave y mi carga, ligera. Porque El, el buen Cirineo de las almas, te ayudará a llevarla.
Y no te limites a llevar tu cruz: lleva generosamente también la cruz de tus hermanos. Pero, sobre todo, enséñales el valor de la cruz. Ruega al Señor por ellos, para que sepan descubrir y amar la cruz en todo aquello que les preocupa o les angustia, en aquello que le hace sufrir.
La cruz, sólo la santa Cruz, dará eficacia y fecundidad a tu vida de apóstol. Cum exaltatus fuero a terra, omnia traham ad Meipsum: si fuere levantando de la tierra, atraeré a todos a Mí: cuando yo sepa estar sobre la cruz con amor, como Jesucristo, entonces atraeré a Ti –al Señor- a todas las almas que me rodeen; entonces seré verdaderamente corredentor con Cristo.
Pero no olvides que María Santísima, la Reina de los mártires, es también Reina de la paz. Acércate a Ella, pues, con confianza. Para hacerle compañía, a los pies de la cruz”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 48-50)
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“Un autor espiritual se pregunta, con justa preocupación, si es oportuno, en nuestros días, insistir exclusivamente sobre aquel perfeccionamiento humano que el Cristianismo lleva consigo necesariamente si se vive con profundidad y entrega. Y yo quiero decirte, amigo mío, recogiendo este grito de alarma, que acaso lo que más caracterice al mundo de hoy sea su carencia de sentido teológico.
Ahora que estás a solas con Dios para meditar, bajo su mirada, vuelve a pensar en tu personal experiencia, en tu vida con los demás, en las reacciones de los demás –y en las tuyas propias-, en sus actividades –yen las tuyas- ante los valores espirituales y ante las inevitables pruebas de la vida, y ante tantos acontecimientos como interesan a la Iglesia y en los cuales se están jugando problemas que ponen en serio peligro el bien de las almas. ¿No te parece que muchos cristianos –y que acaso también tú- no consideran la grandeza de Dios y de su Iglesia? ¿No te parece que en muchas inteligencias cristianas se van apagando el sentido teológico? ¿No es verdad que en el modo de obrar y de hablar de muchos cristianos se llega incluso a menospreciar ese “sentido de la cruz” que tan íntimamente unido va siempre al sentido teológico?
Tú y yo sabemos bien que para ver a Dios hace falta morir: Deum nemo vidit unquam, a Dios nadie lo vio nunca. Algo semejante ocurre en nuestra vida interior. Para ver a Jesús y para conocerlo en la oscuridad luminosa de la fe, para vivir con El en intimidad cada vez mayor, hace falta que aprendamos a morir para nosotros mismos. Tenemos necesidad de sentido teológico, tenemos necesidad del “sentido de la cruz”: ubi crux ibi Christus, donde está la cruz, allí está Cristo.
El mismo Jesús, que nos dijo, revelándonos un secreto: Regnum Dei intra vos est, el reino de Dios está dentro de vosotros –añadió, mostrándonos un camino: Regnum caelorum vim patitur, el reino de los cielos se toma a la fuerza. Si nos falta el sentido teológico, si no tenemos el “sentido de la cruz”, nuestra vida corre el riesgo de ser solamente humana: cesamos de vivir como cristianos para vivir como paganos, todo lo más como buenos paganos.
La cruz es nuestra única esperanza. Exalta la cruz, la cruz de Cristo: en tu inteligencia, para que comprendas su valor y su necesidad, y para que no sea pagana en sus juicios y en sus razonamientos; en tu voluntad, para que la ames y la aceptes, no con resignación, sino con amor; en tus obras, para que tengas un poco de la eficacia redentora de la Cruz.
La santidad se consuma sobre la cruz, porque la cruz es la muerte del pecado, y el pecado es el único enemigo de la santidad. Escuchemos la voz del Maestro:, Si quis vult post Me venire abneget semetipsum, tollat crucem suam quotidie et sequatur me, si alguien quiere venir tras de Mí, niéguese a sí mismo, coja cada día su cruz y sígame. Para el cristiano no hay otro camino: el suyo es el camino real de la santa Cruz.
Esta cruz, la cruz de Cristo, la santa Cruz, debemos cogerla –para caminar abrazados con ella- todos los días: quotidie. El día que no sintamos sobre la espalda el peso de la cruz y no sepamos, con nuestra inteligencia, reconocer su valor, ese día no viviremos como discípulos de Cristo”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 45-47)
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viernes, 11 de junio de 2021
“Guardar el corazón quiere decir también amar con pureza y con pasión a quienes debamos amar, y excluir al mismo tiempo los celos, las envidias y las inquietudes, que son causas ciertas de desorden en el amar. Guarda del corazón quiere decir, siempre, orden en el amar. La ciencia de la guarda del corazón enseña al cristiano a descender a las profundidades de su alma para descubrir allí sus movimientos y sus tendencias.
¡Qué pocas son las personas que tienen el valor de mirar con ojos sinceros a esa fecunda y oculta fuente de la vida humana que es el corazón! ¡Cuántas maldad y cuánta grandeza viven y vibran escondidas en el corazón humano! Si probamos, amigo mío, a afrontar nuestro corazón, no tardaremos en descubrir que Dios, la naturaleza y el demonio son los tres eternos protagonistas del combate espiritual que cada día se desenvuelve allí. Y nos daremos también perfecta cuenta de que las batallas de Dios se ganan o se pierden en el corazón.
Comprenderemos, de este modo, la profundidad del reproche dirigido por Jesús a los fariseos: Populus iste labiis Me honorat, cor auten eorum longe est a Me, este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de Mí. El Señor que ama a los limpios de corazón y que quiere instaurar su reino en los corazones, no puede aceptar este servicio de hipócrita y formal.
Un alma habituada a la vigilancia del corazón se da cuenta de que la mayor parte de sus acciones son exclusivamente naturales o mixtas de naturaleza y de gracia: puede comprobar, con pena y dolor, cuán pocas veces realiza acciones que deriven por entero de la gracia y que sean perfectamente sobrenaturales. Pues el carácter sobrenatural de una acción está continuamente amenazado por todas partes; al principio, en su transcurso y en su final.
Por eso esas almas convierten la guarda del corazón en una continua vigilancia de la propia intimidad, en una presencia en todas sus acciones en el mismo momento de realizarlas. Si imaginamos al corazón como un campo de batalla, podemos decir que esa ciencia enseña a vivir continuamente como los centinelas en las avanzadas.
Verdad es que el camino no es fácil, pero cuando el corazón ha alcanzado la purificación completa,
Una vez que haya alcanzado la pureza del corazón, el alma podrá practicar con facilidad todas las virtudes que las ocasiones de la vida le reclamen; y poseerá igualmente el alma, el espíritu y,
En la escuela del corazón podemos aprender, en un instante, más cosas de cuantas nos puedan enseñar en un siglo los maestros de la tierra. Sin la guarda del corazón, por más que queramos empeñarnos, no llegaremos nunca a la santidad; con ella, en cambio, y sin otras acciones externas, se han santificado muchas almas. Y, por otra parte, éste es, amigo mío, el camino que conduce a la felicidad, al sereno y completo descanso del corazón en Dios”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 41-44)
“Volvamos, una vez más, a escuchar las palabras de Jesús, cuando le preguntaron sobre el primero y mayor de los mandamientos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37-38). El Señor reafirma lo que es deber natural del hombre, y preceptuado positivamente por Dios en el Antiguo Testamento. La misma naturaleza pide ese amor, como fin propio y último, fuera del cual el hombre quedaría en la frustración más completa, pues, como afirma santo Tomás de Aquino, toda criatura tiene una inclinación natural a amar más a Dios que a sí misma (Summa Theologiae, I, q. 60, a 5.), aunque fácilmente esa inclinación queda inconsciente e, incluso, sofocada por la libertad personal.
El pecado, efectivamente, al introducir un desorden, un desequilibrio en la naturaleza humana, debilitó también la tendencia natural al Bien supremo, a la Bondad divina; apareció en lo más íntimo del hombre un principio de oposición, de resistencia: esa otra ley, que hacía clamar a san Pablo:
Fue por eso conveniente que Dios mismo revelara de modo sobrenatural, por su palabra, no solo los misterios propiamente sobrenaturales, que superan completamente el entendimiento humano, sino también las principales verdades religiosas de orden natural, para que pudieran ser así conocidas fácilmente por todos, con firme certeza, sin mezcla de error. El mandamiento del amor a Dios –como todos los mandamientos, que explicitan y aplican ese primero- es ante todo revelación: palabra de Dios que orienta el caminar humano; manifestación de su amor, que quiere que todos los hombres le conozcan, le amen, y amándole alcancen la plena y eterna felicidad.
Pero Dios, en su infinita bondad y misericordia, ha hecho que aquel amor natural que le debemos como criaturas se transforme en caridad sobrenatural, que es el amor a Dios Padre, propio de Dios Hijo y de quienes han sido elevados a participar de esa filiación sobrenatural. Un amor que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5), de modo que uniéndonos al Hijo Unigénito, a Cristo, somos transformados de siervos en hijos; de extraños en familiares de Dios (cfr. Ef 2, 19). “En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese padre entrañable que espera que volvamos a Él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo” (S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91).
(Fernando Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres, p. 57-59, Ediciones Palabra)
jueves, 3 de junio de 2021
“Quiero, amigo mío, que de labios de aquel gran santo de la Iglesia que fue San Agustín escuches la confesión de la feliz experiencia de su corazón y de su clara mente: Fecisti nos, Domine, ad Te et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te, nos creaste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descansa en Ti. Aquel Santo, cuya vida, sin duda, conoces, recorrió sediento de verdad y amor muchos caminos de la tierra. Y después de tantas dolorosas experiencias, dejó escapar de su grande y noble alma, ese grito que antes te transcribí, y que es una verdadera confesión. Su rico e inquieto corazón buscaba felicidad y descanso, y no buscó inútilmente por mucho tiempo, hasta que lo encontró todo cuando encontró a Dios.
Esta inquietud que todos llevamos dentro es necesario apaciguarla, sosegarla; este vacío que sentimos en nuestra intimidad es necesario colmarlo. Hasta que esta inquietud no se sosiega, hasta que este vacío no es colmado, el corazón del hombre anhela, sufre y busca.
La historia de cada hombre es la historia de un peregrino, de un caminante que busca la
felicidad. Todos los hombres, algunos conscientemente, otros -la mayoría-inconscientemente,
buscan a Dios.
Por esto, hermano mío, el mundo se divide en dos grandes partes: las personas que aman a Dios con todo su corazón, porque lo han encontrado, y las almas que lo buscan con todo su corazón, pero que todavía no lo han encontrado. A los primeros el Señor les manda: Diliges Dominum Deum tuum ex toto corde tuo, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón; a los segundos les promete: Quaerite et invenietis, buscad y encontraréis.
Pregúntate, hermano mío, a cuál de esas dos partes perteneces para saber lo que tienes que
hacer. Y no olvides que si ves o sientes que te falto algo, lo que en realidad te falta es Dios
nuestro Señor, que no está presente todavía en tu vida o que no lo está con la debida plenitud.
Quiero recordarte una verdad muy sencilla, una vedad que es la base de todas las
consideraciones que llevamos hechas. El corazón del hombre, todos los corazones, incluso los corazones de las almas consagradas a Dios, han sido creados para la felicidad y no para la mortificación, para la posesión y no para la renuncia. Y esta exigencia de felicidad y de posesión
es ya una realidad preciosa aquí sobre la tierra; una preciosa y bellísima realidad que, para
manifestarse, no espera a nuestra entrada en el Paraíso.
La ciencia de la guarda del corazón se compone de orden y de lucha, de defensa y de ataque,
de conocimiento y de decisión, de renuncia y de sufrimiento; pero todo se ordena hacia la
felicidad y hacia su posesión.
Guardar el corazón quiere decir conservarlo para Dios, vivir de modo que nuestro corazón sea
su reino, que en él existan todos los amores que conforme a nuestro estado y nuestra condición
daban estar allí, pero que todos se fundan armónicamente en el amor de Dios y a El se ordenen.
(Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 39-42)
viernes, 28 de mayo de 2021
“¿Quieres saber, amigo mío, si eres alma de vida interior? Hazte esta pregunta: ¿Dónde vivo habitualmente con mis pensamientos, con mis afectos, con mis deseos? Si tus pensamientos, tus afectos, tus deseo convergen hacia Jesucristo, es prueba cierta de que eres alma interior. Pero si tus pensamientos, tus afectos y deseos te llevan lejos de Dios, es signo, también cierto, de que no eres alma de vida interior. Porque no debes olvidar que ubi thesaurus vester est, ibi et cor vestrum erit, que allí donde está tu tesoro, allí está también tu corazón.
Como ves, hermano mío, el gran campo de batalla de las almas que aspiran a una verdadera y profunda vida interior es el corazón. Las batallas de Dios se ganan y se pierden en el corazón. Por esto la guarda del corazón es norma fundamental de la vida ascética. Cuando las almas quieren y no ponen trabas a la obra de Dios, El las conduce a la verdadera unión, e instaura dentro de ellas su reino, que es regnum iustitiae, amoris et pacis, reino de justicia, de amor y de paz.
Si estas consideraciones han abierto tus ojos a la realidad de un reino de Dios que es totalmente interior -regnum Dei intra vos est, el reino de Dios está dentro de vosotros- ahora es necesario, amigo mío, que tus ojos se abran frente a una nueva realidad, la de que regnum coelorum vim patitur. Debes recordar que el Reino de los Cielos sufre violencia, que el camino que lleva a este reino interior, es camino de mortificación, de purificación.
Ahora que te sientes sarmiento unido a la vid, y que desear serlo cada día más, es necesario que vuelvas a escuchar la voz de Jesucristo: Ego sum vitis vera et Pater meus agrícola est, Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el labrador. El sarmiento que no dé fruto será cortado, y el que dé fruto será podado, para que aún dé más. Para que tú des más frutos, para que tu unión con el Señor se consolide, es necesaria la poda, la purificación. No temas al cuchillo del podador: Pater meus agrícola est, mi Padre es el labrador. Pues con esa poda el Señor purificará tu inteligencia y tu voluntad, tu corazón y tu memoria. No podrás adelantar un paso en la vida de unión con Dios sin dar antes necesariamente otro paso por el camino de la purificación. Y para ello es menester que colabores con el Señor; cuando llegue el momento de podar: ¡déjalo hacer! Y cuando veas caer ramas y hojas, alégrate, pensando en los nuevos y próximos frutos que esa poda promete.
Escucha de nuevo al Señor: Manete in Me, permaneced en Mí. Recuerda que la vida interior es el alma de todo apostolado. Cuanto más grande sea tu unión con Dios, más abundante será el fruto de tu apostolado
Resulta más eficaz un hombre de vida interior con unas pocas palabras espontáneas, que una persona poco interior con un discurso que agote las posibilidades del intelecto.
Quiero recordarte todavía que la sensibilidad del apóstol por los problemas y las necesidades de su apostolado no depende de su grado de inmersión en el trabajo eterno, ni de su destreza, sino de su grado de unión con Dios”.
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Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 35-38)
VIDA
INTERIOR, 1ª parte
Tened en
vuestros corazones los mismos sentimientos de Jesucristo (San Pablo)
“Santo
Tomas vio ya, en su mente excelsa, que todos los bienes de la naturaleza se esfuman
si se comparan al menor de los bienes sobrenaturales y expresó tal concepto, en
forma de metafísica, cuando dijo que: Bonum
unius gratiae maius est quan bonum naturae totius universi. Que un solo
bien de la gracia es mayor que todo el bien de toda la naturaleza. Un escritor
contemporáneo, imbuido asimismo de la grande de este sentimiento, ha expresado
el mismo concepto en forma psicológica: Dios nuestro Señor se ocupa más de un
corazón en el que puede reinar, que del régimen natural de todo el Universo
físico y del gobierno de todos los imperios del mundo.
Pues
hoy quiere hablarte de ese Reino de Dios, donde el Señor encuentra sus
delicias; de ese Reino de Dios que está dentro de nosotros, de ese Reino de
Dios que es tan admirable como desconocido.
El
corazón de los hombres es como una cuna en la que Jesús vuelve a nacer; y por
eso en todos los corazones que han querido recibirlo, el mismo Jesús, aunque de
modos distintos, crece en edad, en sabiduría y en gracia. Jesús no es igual en
todos, sino que, según son las capacidades del que lo recibe, Él se manifiesta
diversamente en la vida de los hombres, bien como un niño o como un adolescente
en pleno desarrollo, o como un hombre maduro.
Reinar,
nacer y crecer en el corazón y en la vida del cristiano es el deseo de Cristo,
que quiere, de ese modo, hacer de cada cristiano –de ti, de mí- alter Christus, otro Cristo. Y a esa
llamada de la gracia, a esa invitación de Jesús, todos deberemos responder
repitiendo las palabras del Precursor: Oportet
Illum crescere, me auten minui: conviene que El crezca y que yo disminuya.
Esta
transformación en Jesucristo, esta unión con Dios, que es fruto de la vida
interior, abraza toda la vida entera y nos hace sentir y gustar la consoladora
y tranquilizadora realidad de la parábola de la vida y los sarmientos. Ego sum vitis vos palmites: qui manet in Me,
et Ego in eo, hic fert fructum multum: quia sine Me nihil potestis facere.
Yo soy la vida y vosotros los sarmientos: Si alguien permanece en Mí y Yo en
él, da mucho fruto; porque sin Mí no podéis hacer nada.
Sé
sarmiento unido a la vid. Alma de profunda vida interior. No tardarás en darte
cuenta de que tus pensamientos irán transformándose bajo el influjo de la
sabiduría propia de la vida sobrenatural, que te llevará a pensar con las ideas
de Dios y a ver el mundo y la vida con los ojos de Dios. Con esa unión de
pensamiento con Jesucristo, ya no tendrán una inteligencia pagana. Te
convertirás en alma de visión sobrenatural y no merecerás el reproche de
Cristo: Nonne et ethnici hoc faciunt?
¿Pues acaso no hacen esto también los paganos? Tu visión del mundo,
profundamente sobrenatural, dará luz y calor a tu palabra.
Comprenderás
las palabras de San Pablo: Hoc enim
sentite in vobis quod et in Christo Jesu, tener en vuestros corazones los
mismos sentimientos de Jesucristo.
Pues
tus pensamientos, tus deseos, tus afectos son la parte más delicada y más
íntima de tu vida y son también la parte más generosa y preciosa de tu
holocausto.
Si sólo das al Señor tus obras externas, pero le niegas o mides la parte más íntima de tu vida –tus deseos, tus afectos, tus pensamientos-, jamás será alma interior”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals,
Colección Patmos, p. 32-35)
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“Dominus meus
et Deus meus. ¡Señor
mío y Dios mío! Toda la decisión y toda la firmeza de estas palabras de apóstol
Tomas deberemos ponerlas en nuestro empeño de buscar la santidad sobre
cualquier otra cosa. Debes estar firmemente decidido a ser santo y a ir hacia
adelante a toda cosa. ¡Qué ejemplo tan luminoso el de Santa Teresa de Ávila! Ir
adelante por su camino desafiando el cansancio y la desconfianza y la debilidad
y la muerte: …aunque me canse, aunque no
pueda, aunque reviente, aunque me muera.
Y
no olvides que lo que nos demora en nuestro camino no son las dificultades y
los obstáculos que realmente se presentan: lo que nos demora es nuestra falta
de decisión. Non quia impossibilia sunt
non audemus, sed quia non audemus impossibilia sunt. No es que no nos
atrevamos porque las cosas son imposibles, sino que las cosas son imposibles
porque no nos atrevemos. La falta de decisión es el único verdadero obstáculo:
una vez vencido, ya no hay otros, o, mejor, los superamos con gran facilidad.
Que nuestro “sí” a Dios sea un “sí” decidido y que con su gracia, sea cada vez
más audaz, total e indiscutido.
Decía
Lacordaire que: “La elocuencia es hija de la pasión: dadme un hombre con una
gran pasión –añadía- y os haré de él un orador”. Dadme un hombre decidido
–podría decirte yo- , un hombre que sienta la pasión de la santidad y os daré
un santo.
Que
nadie nos supere en desear la santidad. Aprendamos, con la ayuda de Dios, a ser
hombres de grandes deseos, a desear la santidad con todas las fuerzas de
nuestra convicción y con todas las fibras de nuestro corazón: sicut Cervus desiderat ad fontes aquarum,
como el ciervo ansía las aguas de los frescos manantiales.´
Si
tú, amigo, que lees estas líneas, eres joven, piensa en tu juventud, en esa
juventud que es la hora de la generosidad: ¿qué uso haces de ella? ¿Sabes ser
generoso? ¿Sabes hacerla fructificar en una eficaz y fecunda busca de la
santidad? ¿Sabes enardecerte con estas ideas grandes… y convencerte… y
decidirte.
Todas
las edades son buenas, y te repito que cualquiera que sea tu condición, tu
situación actual y tu ambiente tienes que convencerte, que decidirte y que
desear la santidad. De sobra sabes que la santidad no consiste en gracias
extraordinarias de oración, ni en mortificaciones y penitencias insostenibles,
y que ni siquiera es patrimonio exclusivo de las soledades lejanas del mundo.
La santidad consiste en el cumplimiento amoroso y fiel de los propios deberes,
en la gozosa y humilde aceptación de la voluntad de Dios, en la unión con Él en el trabajo de cada día, en saber fundir
la religión y la vida en armoniosa y fecunda unidad, y en tantas otras cosas
pequeñas y ordinarias que tú conoces.
Haec via quae
videtur.
Este camino que parece… El camino es sencillo y claro. ¡Convéncete, decídete,
desea! Concreta tu esfuerzo y tu lucha, y persevera con amor y con fe. La
Santísima Virgen, Reina de todos los Santos, si le pides luz y protección, te
servirá de apoyo y de consuelo en la lucha.
Del libro Ascética meditada, autor, Salvador Canals, Colección Patmos, p.
29-31)
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“Si me lo permites, amigo mío, querría continúan reflexionando contigo sobre el mismo tema. Creo que ha llegado el momento de dar gracias humildemente a Dios: Laqueus contritus est nos liberati sumus, las ligaduras se han desatado y por fin somos libres, según las palabras del Salmista. Se han desatado la ligaduras de los prejuicios, de las ideas faltas, y estamos ahora convencidos de que la idea de la santidad tiene que abrirse paso en nuestra mente y en todas las mentes cristianas.
Hemos empezado el camino: la perla preciosa ha brillado ante nuestros ojos, las riquezas del tesoro escondido han alegrado nuestro corazón. Sin embargo, hermano mío, he conocido almas, muchas almas, que llegadas a este punto, por un motivo o por otros (las “razones” y las excusas nunca faltan), no supieron ir más adelante. Una experiencia dolorosa, ¿no es verdad? Pero fecunda. Almas que habían visto pero que cerraron los ojos o ser adormecieron: almas que habían empezado y no continuaron, que hubieran podido hacer mucho y no hicieron nada.
Hace falta, como vos, pasar de la idea a la convicción, y de la convicción a la decisión. Debemos convencernos muy profundamente de que la santidad es para nosotros, de que la santidad es lo que el Señor nos pide antes de cualquier otra cosa. Porro unum est necessarium: Una sola cosa es necesaria (Evangelio San Lucas, 10, 42). Que nunca te falte una fe solidísima en estas palabras divinas: la única derrota que se puede concebir en una vida cristiana –en tu vida- es la de demorarse en el camino que lleva a la santidad, la de desistir de apuntar a la meta. Hermano mío, la vida y el mundo carecerían de sentido si no fuese por Dios y por las almas. Esta vida nuestra no valdría la pena de vivirla si no estuviese iluminada en todo momento por una viva y amorosa búsqueda de Dios.
Escucha: Quid prodest homini si mundum universum lucretur, animae vero suae detrimentum patiatur? ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si luego pierde su alma? ¿Para qué pensar en tantas cosas, si luego olvidamos la única que cuenta? ¿Qué importa resolver tantos problemas nuestros y de los demás, si luego no resolvemos el problema más importante? ¿Qué sentido tiene nuestros triunfos, nuestros éxitos –nuestro “subir”- en la vida, en la sociedad, en la profesión, si luego naufragamos en la ruta de la santidad, de la vida eterna? ¿Qué ganancias y qué negocios son los tuyos, si no te ganas el Paraíso y pierdes el negocio de tu santidad? ¿A qué miras con tu estudio y con tu ciencia, si luego ignoras el significado de la vida y te es desconocida la ciencia de Dios? ¿Qué son tus placeres, si te privan para siempre del placer de Dios? Si no buscar verdadera, ardientemente, la santidad, nada posees; si buscas la cantidad lo posees todo: Quaerite primun regnum Dei et iustitiam eius et omnia adiicientur vobis! Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura.
Medita, amigo mío, estas consideraciones y haz tú, por tu cuenta, otras muchas: consideraciones concretas y actuales para tu vida de ahora, para tu condición presente y para los peligros que amenazan tu alma; consideraciones que refuércenla profunda convicción que debes tener acerca de la santidad, porque ella es el único camino de felicidad temporal y eterna”.
Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 27-28 (1ª parte)
EN PRESENCIA
DEL PADRE
LA PRESENCIA DE DIOS, PERMANENTE EN NOSOTROS
Es deseable poner empeño, además de contar con la gracia, en sentir y vivir la cercanía de Dios, acompañada de la certeza de soy, de que somos hijos de Dios. De ello y en gran medida, seSi la filiación
divina es la raíz de la nueva plenitud de vida, también es fundamento de la
libertad; la presencia de Dios nos
orienta dichosamente a mirar nuestro interior, a guardar los sentidos y a ser responsables en nuestro actuar, alejando
el mal humor, la rutina, la chapuza.
San Mateo
finaliza su Evangelio (28, 20) Y sabed que yo estoy con vosotros todos los
días hasta el fin de mundo, impresionante testimonio de Jesucristo, cuya promesa nos
llena de esperanza y alegría, también de seguridad y paz en el corazón.
Un Dios siempre cercano, nos lo recuerda Josemaría Escrivá, en el 267 de Camino: Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros. Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillas las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado. Y como un Padre amoroso –a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres pueden querer a sus hijos-, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo y perdonando. Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos.
Para enriquecer lo antes expuesto, podemos recurrir a prestigiosos autores que nos transmiten unas breves enseñanzas: Todo lo ve, incluso los pensamientos y los secretos de la voluntad. De aquí que también a los hombres de manera especial les alcanza la necesidad de obrar bien, porque todo lo que piensan y hacen está presente a la mirada de Dios. (Santo Tomás, Sobre el Credo, 1,1)
Considerar, pues, que hay sin duda dentro del alma de cada uno un pozo de agua viva. Dios está cerca de nosotros; mejor está dentro de nosotros, y quita la tierra del alma de cada uno para hacer saltar en ella el agua viva. (Orígenes, Homilía sobre el Génesis, 13)
Reflexionad bien qué es en lo que estáis pensando a todas horas. Unos piensan en los honores, otros en el dinero, otros en la extensión de sus pasiones. Todas estas cosas están en lo bajo, y cuando el alma se ocupa de tales cosas queda doblada de la rectitud de su estado; y como no se eleva a los deseos celestiales, no puede mirar hacia arriba, como la mujer encorvada.
Si nuestro corazón lo preside Dios y nuestra cabeza –inteligencia- tiene por su cierta su presencia, qué seguridad para nuestro caminar por la vida, qué eficacia en el obrar y cómo alegraremos la vida de los que nos rodean.
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lunes, 12 de abril de 2021
El mundo cambiaría a mucho mejor, si gran parte de todos nosotros estuviéramos persuadidos y viviésemos como hijos de Dios: que lo somos
Toda la vida del cristiano, lo humano y lo virtuoso está enraizado en ser hijo de Dios, de haber
recibido el Bautismo .El Bautismo es la fuente de vida nueva en Cristo, de la cual brota
toda la vida cristiana. (Catecismo de la Iglesia n. 1253). Qué importante conocer esta verdad, la que
sin duda lleva a un conocimiento certero, serio, humano, que enriquece y mejora el modo de vivir. Puede ser que por falta de formación, de la ausencia de sacramentos, etc., no se alcance esta realidad.
Los bautizados “por su nuevo nacimiento como hijos de Dios están obligados a confesar
delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia"
(Catecismo de la Iglesia n. 1270).
Cuando se dice modo de vivir, se trata de una racionalidad, apoyada por una vida de fe que
trasluce y se manifiesta en su entorno. Lo contrario, simplificando queda en una vida pobre,
de total carencia de trascendencia.
Dios quiere que le tratemos y respondamos como buenos hijos, con amor, abandono y
confianza. De modo claro lo expresa la primera enseñanza de Jesucristo en el Padrenuestro:
Él les respondió: Cuando oréis, decir: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino
(Evangelio san Lucas 11,2)
En el plano religioso, este ser hijos, se conoce como la filiación divina, raíz y plenitud que
eleva al hombre a un plano y un sentido sobrenatural, fundamento de la verdadera libertad,
también la seguridad y la alegría, que es el mejor modo de vivir como hijos de Dios.
Esto comporta y debe seguir una actitud filial, el de ser buenos hijos y saber agradecer, comportarse y corresponder, no para vivir en momentos aislados, sino en todos los momentos de nuestra existencia. No es algo que pesa, por el contrario, libera y da seguridad el responder por nuestra parte amorosamente, pues se trata de un gran regalo recibido por el Espíritu Santo, el don de piedad.
No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima,
y carece en su actuación del dominio y del señorío propio de los que aman al Señor
por encima de todas las cosas (Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, n. 26)
Si la Sagrada Escritura es Palabra de Dios, que nos da certeza y seguridad de su contenido, a continuación se citan algunas referencias que sin duda, ilustran todo lo antes expuesto:
Pero a cuantos le recibieron les dio la potestad de ser hijos de Dios, a los que creen
Porque no recibisteis un espíritu de esclavitud para estar de nuevo bajo el temor,
sino que recibisteis un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: “¡Abbá, Padre!”
(Carta de san Pablo, Romanos 8,15)
Jesús le dijo: Suéltame, que aún no he subido a mi Padre, pero vete donde están mis
hermanos y diles: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios
(Evangelio san Juan 20,17)
Si en el Padrenuestro, Jesucristo nos enseña a rezar, tratar y hablar con Dios Nuestro Padre,
el Credo (Símbolo de los Apóstoles, Nicea-Constantinopla) es una buena enseñanza para
vivir en cristiano; rezarlo con pausa y atención, puede ser como un hacer un máster.
(Ref. Catecismo de la Iglesia Católica, p. 185 y siguientes)
jueves, 1 de abril de 2021
Trataba de convencerlo de la necesidad de que viviera cristianamente su vida, frecuentase los sacramentos, fuese alma de oración, y diese a todas sus acciones y a toda su vida una orientación sobrenatural.
Jesús –le decía- tiene necesidad de almas que, con gran naturalidad y con gran entrega de sí
mismas, vivan en el mundo una vida íntegramente cristiana.
Pero en sus ojos se trasparentaba la resistencia de su alma; y sus palabras aducían
justificaciones contra cuanto su voluntad se negaba a aceptar. Pocos minutos después resumió
con sinceridad lo que, hasta entonces, quizá no se hubiera dicho ni aun a sí mismo: -No puedo
vivir como usted dice, porque soy muy ambicioso. Y recuerdo lo que le respondí: Mira: tienes
enfrente a un hombre mucho más ambicioso que tú, a un hombre que quiere ser santo. Pues mi ambición es tanta, que no se contenta con ninguna cosa terrena: ambiciono a Jesucristo, que es
Dios, y al Paraíso, que en su gloria y su felicidad, y la vida eterna.
Déjame que prosiga ahora contigo, amigo mío, aquella conversación. ¿No te parece que todos
nosotros los cristianos deberíamos ser santamente ambiciosos sobre este punto? La vocación
cristiana es vocación de santidad. Todos los cristianos, por el mero hecho de serlo -cualquiera
que sea el puesto que ocupen, hagan lo que hagan, vivan donde vivan-, tienen la obligación de
ser santos. Todos estamos igualmente obligados a amar a Dios sobre todas las cosas: Diliges
Dominum tuum ex tota mente tua, ex toto corde tuo, ex tota anima tua et ex totis viribus
tuis, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con
todas tus fuerzas.
Pero esta idea tan sencilla y clara, primer mandamiento y compendio de toda ley de Dios, ha perdido fuerza y, en nuestros días, ya no informa prácticamente la vida de muchos discípulos de Cristo.
¡Cómo se ha empobrecido, Señor, el ideal cristiano en la mente de los tuyos! Han pensado y piensan, Jesús, que el ideal de la santidad es demasiado elevado para ellos, y que tal aspiración no puede hallar sitio en todos los corazones cristianos. Quede esta aspiración –he oído decir en todos los tonos- para los sacerdotes y para las almas a las que una especial vocación ha llevado a la vida del claustro. Nosotros, hombres del mundo, contentémonos con una vida cristiana sin excesivas pretensiones y renunciemos humildemente a los vuelos del alma, aun a riesgo, quizá, de sentir, en ciertos momentos, una estéril y pesimista nostalgia. La santidad –han incluido muchos y muchas, vencidos por los prejuicios y por las falsas ideas- no es para nosotros: sería presunción, jactancia, falta de equilibrio, desorden, fanatismo. Y se han declarado así vencidos antes de empezar la batalla.
Querría poder gritar al oído de muchos cristianos: Agnosce, christiane, dignitatem tuam, ten conciencia, ¡oh cristiano!, de tu dignidad. Escúchame, amigo mío: libérate de prejuicios y deja
que tu inteligencia se abra serenamente. La vocación cristiana es vocación de santidad. Los
cristianos –todos, sin distinción- son, según la frase de San Pedro: Gerns sancta, genus
electum, regale sacerdotium, populus acquisitionis, gente santa, estirpe elegida, sacerdocio real,
viernes, 19 de marzo de 2021
palabras que el Padre puso en labios de Pedro: Tu es Christus, Filius Dei vivi, Tu eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y expresémosle también nuestra adoración, repitiendo la confesión de María, o la del ciego de nacimiento o la del centurión.
Pero Jesucristo es también hombre, y hombre perfecto. Saborea este título que era tan querido de Jesucristo: Filius Hominis, hijo del Hombre, como El se llamaba. Escucha a Pilato –Ecce
Homo-: Ahí tenéis al Hombre!, y vuelve tu mirada a Cristo. ¡Qué cerca lo sentimos ahora, amigo mío,
Cristo es el nuevo Adán, pero nosotros lo sentimos todavía más cerca. Porque el don de la inmunidad al dolor hacía que Adán no pudiera sufrir, pero Tu, Señor, padeciste y moriste por nosotros. En verdad que Tú eres, ¡oh Jesús!, perfecto hombre: el hombre perfecto. Cuando nos esforzamos en imaginar el tipo perfecto de hombre, el hombre ideal, incluso sin quererlo pensamos en Ti. Y al mismo tiempo, ¡oh buen Jesús!, Tú eres Emmanuel, “Dios con nosotros”.
Y todo esto, amigo mío, para siempre: Quod semel assumpsit numquam dimisit. Lo que asumió una vez, jamás lo dejó. Ten hambre y sed de conocer la santísima Humanidad de Cristo y de vivir muy cerca de El. Jesucristo es hombre, es un verdadero hombre como nosotros, con alma y cuerpo, inteligencia y voluntad, como tú y como yo. Recuérdalo a menudo, y te será más fácil acercarte a El, en la oración o en la Eucaristía, y tu vida de piedad hallará en El su verdadero centro, y tu cristianismo será más auténtico.
Intimidad con Jesucristo. Para que puedas llegar a conocer, amar, imitar y servir a Jesucristo, hace falta que te acerques a El con confianza. Nihil volitum quim praecognitum, no se puede amar lo que no se conoce. Y las personas se conocen merced al trato cordial, sincero, íntimo y frecuente.
¿Pero dónde buscar al Señor? ¿Cómo acercarse a El y conocerlo? En el Evangelio, meditándolo, contemplándolo, amándolo, siguiéndolo. Con la lectura espiritual, estudiando y profundizando la ciencia de Dios, con la Santísima Eucaristía, adorándolo, deseándolo, recibiéndolo.
El Evangelio, amigo mío, debe ser tu libro de meditación, el alma de tu contemplación, la luz de tu alma, el amigo de tu soledad, tu compañero de viaje. Que se habitúen tus ojos a contemplar a Jesús como hombre perfecto, que llora por la muerte de Lázaro –lacrymatus est Iesus, lloró Jesús-, y sobre la ciudad de Jerusalén; a verlo padecer el hambre y la sed; habitúate a contemplarlo sentado en el pozo de Jacob, fatigatus ex itinere, cansado del camino, y esperando a la samaritana; a considerar la tristeza de su alma en el huerto de los olivos –Tristis est anima me usque ad mortem, triste está mi alma hasta la muerte-, y su abandono en el árbol de la Cruz; y sus noches transcurridas en oración, y la enérgica fiereza con que arrojó del templo a los mercaderes, y su autoridad al enseñar –tamquam habentem, como quien tiene potestad-. Llénate de confianza cuando lo veas –movido su corazón a misericordia por las muchedumbres- multiplicar los panes y los peces y regalar a la viuda de Naím su hijo resucitado a la nueva vida y restituir a Lázaro, resucitado, al cariño de sus hermanas…
Acércate a Jesucristo, hermano mío; acércate a Jesucristo en el silencio y en la laboriosidad de su vida oculta, en las penas y en las fatigas de su vida pública, en su Pasión y Muerte, en su gloriosa Resurrección.
Todos hallamos en El, que es la causa ejemplar, el modelo, el tipo de santidad que a cada uno conviene. Si cultivamos su amistad, lo conoceremos. Y en la intimidad de nuestra confianza con El escucharemos sus palabras: Exemplum dedi vobis, ita et vos faciatis: te he dado el ejemplo: obra como Yo lo he hecho.
Pero antes de terminar, levanta confiadamente tu mirada a la Santísima Virgen. Pues Ella supo, como ningún otro, llevar en su corazón la vida de Cristo y meditarla dentro de sí: María conservabat omnia verba haec conferens in corde suo. Recurre a Ella, que es Madre de Cristo y Madre tuya. Porque a Jesús se va siempre a través de María”.
"En este puñado de tierra que son nuestras pobres personas –que somos tú y yo-, hay, amigo mío, un alma inmortal que tiende hacia Dios, a veces sin saberlo: que siente, aunque no se dé cuenta, una profunda nostalgia de Dios; y que desea con todas sus fuerzas a su Dios, incluso cuando lo niega.
Esta tendencia hacia Dios, este deseo vehemente, esta profunda nostalgia, quiso el mismo Dios que pudiéramos concretarla en la persona de Cristo, que fue sobre esta tierra un hombre de carne y hueso, como tú y como yo. Dios quiso que este amor nuestro fuese amor por un Dios hecho hombre, que nos conoce y nos comprende, porque es de los nuestros; que fuera amor a Jesucristo, que vive eternamente con su rostro amable, su corazón amante, llagados sus manos y pies y abierto su corazón: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula, que es el mismo Jesucristo ayer y hoy y por los siglos de los siglos.
Pues ese mismo Jesús, que es perfecto Dios y hombre perfecto, que es el camino, la verdad y la vida, que es la luz del mundo y el pan de la vida, puede ser nuestro amigo si tú y yo queremos. Escucha a
Pero para llegar a esta amistad hace falta que tú y yo nos acerquemos a Él, lo conozcamos y lo amemos. La amistad de Jesús es una amistad que lleva muy lejos: con ella encontraremos la felicidad y la tranquilidad, sabremos siempre, con criterio seguro, cómo comportarnos; nos encaminaremos hacia la casa del Padre y seremos, cada uno de nosotros, alter Christus, pues para esto se hizo hombre Jesucristo: Deus fit homo ut homo fieret Deus, Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios.
Pero hay muchos hombres, amigo mío, que se olviden de Cristo, o que no lo conocen ni quieren conocerlo, que no oran y no piden in nomine Iesu, en nombre de Jesús, que no pronuncian el único nombre que puede salvarnos, y que miran a Jesucristo como a un personaje histórico o como una gloria pasada, y olvidan que El vino y vive ut vitan habeant et abundantius habeant, para que todos los hombres tengan la vida y la tengan en abundancia.
Y fíjate que todos estos hombres son los que han querido reducir la religión de Cristo a un conjunto de leyes, a una serie de carteles prohibitivos y de pesadas responsabilidades. Son almas afectas de una singular miopía, por la cual ven en la religión tan sólo loo que deprime; inteligencias minúsculas y unilaterales, que quieren considerar el Cristianismo como si fuera una máquina calculadora; corazones desilusionados y mezquinos que nada quieren saber de las grandes riquezas del corazón de Cristo; falsos cristianos, que pretenden arrancar de la vida cristiana la sonrisa de Cristo. A éstos, a todos estos hombres, querría yo decirles: Venite et videte, venid y veréis. Gustate et videte quoniam suavis est Dominus, probad y veréis qué suave es el Señor.
La noticia que los ángeles dieron a los pastores en la noche de Navidad fue un mensaje de alegría:
El esperado de las gentes, el Redentor, el que habían ya anunciado los profetas, el Cristo, el Ungido
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lunes, 1 de febrero de 2021
PRUDENCIA, COMO ALGO NECESARIO, IMPRESCINDIBLE
En ocasiones, el modo de pensar, actuar y gobernar, lo calificamos de improvisación,
de carencia de sentido común. También se podría llegar a decir, poco reflexivo, carente
absolutamente de la prudencia. Dice el Diccionario de la Lengua Castellana:
Una de las cuatro virtudes cardinales, que enseña al hombre a discernir lo bueno y
lo malo, para adoptarlo ó rechazarlo. Prudencia, Cordura, juicio, templanza.
Muchas son las enseñanzas sobre la Prudencia en las Sagradas Escrituras. En el Libro
En los Evangelios, nos enseña Jesucristo y refiere San Mateo: 7, 24; 24, 45; 25, 1-2:
1) Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como
2) ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien su señor puso al frente de
la servidumbre…;
3) Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas
Si esto no fuera suficiente, en el Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1806: La prudencia
Esta virtud implica tres actos que enseña Santo Tomás de Aquino (2, 2) en la Suma Teológica:
deliberar, juzgar, ordenar.
La prudencia necesaria para gobernar, dirigir, también para saber y querer obedecer. Relacionada
con la inteligencia y la humildad, más, en la razón que orienta hacia una acción. Sabe escuchar
antes de decidir o actuar. Nos sitúa ante la realidad, a la vez que controla los estados de ánimo, entusiasmos, temperamento, que nuestro obrar sea objetivo, oportuno, real, necesario, y que nos
lleva a tomar determinaciones y admitir los consejos y verdades de fe, a decidir, a querer y obrar
(no ser cerril, tampoco ofuscarse).
También existe y puede darse la falsa prudencia.
Las dificultades te han encogido, y te has vuelto “prudente, moderado y objetivo”.
Recuerda que siempre has despreciado esos términos, cuando son sinónimos de cobardía,
apocamiento y comodidad. (San Josemaría, Surco nº 101)
El conocido libro de Alexandre Havard, “Liderazgo virtuoso”, p. 93
Prudencia, cómo decidir bien: Quien desee dirigir y servir a otros debe desarrollar su
capacidad de elegir bien: debe cultivar la prudencia, virtud que hace que decidamos bien
Antonio Millán Puelles, prestigioso profesor, en su conocida obra Fundamentos de filosofía,
p. 630 y 631 dice:
Todos los preceptos de la ley natural fluyen de un primer precepto o principio, que es, en el
orden de la razón práctica, lo que el principio de (no) contradicción en el plano de la razón
tiene que vivir, puesto que a ello está destinado por virtud de la ley natural misma.
Prudencia al hablar y obrar responsablemente, máxime, si parte de una vida cristina,
conciencia bien formada, hombre de bien.
Madrid, Santo Tomás de Aquino, 28 de enero 2021
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lunes, 18 de enero de 2021
EL LIBRO Y MIS AMIGOS POR EL LIBRO
“Habría que hablar, por ejemplo, del libro en el que se narra la historia de un pueblo. Y no me estoy refiriendo a la narración como recuerdo de un individuo, o como resultado de la investigación histórica, sino en el sentido en que ese pueblo hace historia, que tiene en sí mismo algo que funda, forma y conserva” (Romano Guardini, Elogio del libro, p. 58)
No trato de vender ningún libro; tampoco comentar nada de la edición e impresión, sí en cambio, sacar algún partido a la conocida frase: Recordar es Volver a vivir, la que me hace actualizar y retroceder en el tiempo, teniendo como muy presentes, cercanos, a tantas amistades que me ha proporcionado mi profesión a lo largo de 58 años, los que me han permitido trabajar, aprender, vivir, viajar mucho y disfrutar, y el haber conocido a cientos de personas, obteniendo la mayor de las veces una buena sintonía, fraguándose la amistad. Son muchas las ocasiones, además de los obligados temas profesionales, salen otros, con naturalidad, por amistad y confidencia, cuestiones personales: entorno familiar, la vida cristiana, la creencia en Dios, y cómo no, el alejamiento de la Iglesia y nula la frecuencia de sacramentos. He de confesar, esta profesión, me ha enseñado a fomentar y cuidar la amistad, ver la riqueza y variedad de caracteres y modos de pensar y actuar tan distintos, con abundancia de cultura y buen saber que se da con abundancia en el gremio.
Qué duda cabe, la amistad es un valor permanente, una sincera y recíproca correspondencia. Me gusta recordar –también de tenerlo presente- una enseñanza propia para toda buena relación de Josemaría Escrivá de Balaguer: Comprender, disculpar, perdonar.
Por lo que se refiere a Madrid, entre otras, están las muchas ocasiones de relacionarse, pudiéndolas denominar oportunidades gremiales: Las Ferias del Libro, en el Paseo de Recoletos, años después en el Retiro; los Congresos nacionales del libro, celebrados en Barcelona, Canarias, Valencia, La Coruña, Madrid, Valladolid, Oviedo, etc.; las comidas de los libreros de Madrid el día 12 de cada mes; las reuniones gremiales en el INLE, Instituto Nacional del Libro Español (una época en la calle Princesa, después en Santiago Rusiñol), hoy Cámara de Comercio del Libro. Luego estarían las visitas o entrevistas más personales, pues en mi caso, el viajar era una obligación, también compromiso todas las ciudades de España, visitando las librerías, en otras ocasiones, a las editoriales, los Centros Coordinadores de Bibliotecas.
Cito brevemente, algunas de las personas que de algún modo tengo un recuerdo por algún especial motivo, algunos de ellos se marcharon (q.e.p.d.):
Libreros: Antonio Rubiños, Juan Grabulosa/Hormiga de Oro; Hnos. Manso/Luz y Vida; Julio Rojo/Ojanguren; Mercedes Palet/Garbí; Paco Gugel /Martínez de Murguía; Amelia Ortí/Ideas; Felipe Alfaro; Enrique Bataller; Antonio Matey, Fernando Arenas; Jesús Alcrudo; José Mª Boixaareu/ Hispano Americana; Rafael Rodríguez/Religiosa; Pepe Latorre/Nuevas Estructuras; Sebastián y Pedro Fabregues/Hogar del Libro; Emma y Male Guajardo/Beityala, etc.
Editores: Alex Rosal-Carmelo Arias/LibrosLibres; Kamperberge - Antonio Valt /Editorial Herder; Francisco Asís Martín-Carmen Deleyto/Palabra; José Antonio Martínez Puche/Edibesa; José Luis Maldonado/Rialp;Joaquín Subirats/Planeta; Gabriel Revuelta/Ciudad Nueva; Antonio Roche/Everest; Jesús Mate/Don Bosco; José Luis Gutiérrez-José A. Herrero/BAC; Miguel Lirio/CPL; P. Fernando Domingo/Monte Carmelo, J. Jordán Seguí/ Plaza Janés; Jesús Pol/ Pirámide; Inocencio Feijóo/ Fulgraf, etc.
Compañeros de trabajo: Jaime Closas, Ulises Farreras, Eugeniano Barrera, Raúl París, Pedro Rodríguez, María Josefa y Pepita Real, José A. Pato, José Gimeno, Carmen Martín, Vicente Gil, Conchita Gómez, etc.
Madrid, 17 de enero 2021
viernes, 20 de noviembre de 2020
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA
EL CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, es reconocida como la mejor y más e importante publicación a lo largo del pasado siglo, contenido y escrito en orden a la aplicación del Concilio Vaticano II, por encargo del Papa Juan Pablo II y que la llevaron a cabo: seis años de duro trabajo,
Su contenido es válido para todos, creyentes o no, pues las materias que aborda, en su mayoría se pueden considerar de la ley natural y por tanto, es el mejor aporte a la persona humana, a la que
En sus 2865 números, entre otros, aborda la profesión de fe, cómo Dios sale al encuentro del
De conocerse el Catecismo, muchos, pensarían y actuarían de modo diferente, más esperanzados y alegres. Sin duda, también, ayudaría a situarlos en un mundo más real y humano, habitable. Muchas cosas se arreglarían si se conociese y se escuchase a Dios, la Verdad que debe presidir y orientar
Es preciso se reconozca en cada hombre un alma única y permanente unida a un cuerpo humano, conocimiento que se adquiere mediante la formación “Quiero un laicado inteligente y bien instruido.
Es posible se encuentre en nuestra biblioteca este Catecismo, sin embargo, vale la pena repasarlo
sábado, 24 de octubre de 2020
EXIGENCIAS DEL AMOR A DIOS
“El amor que Dios nos pide es un amor total, absoluto: ex toto corde, ex tota
San Agustín, comentando la totalidad del amor debido a Dios, decía a quienes
En esa totalidad del amor a Dios, cabe distinguir algunos aspectos particulares.
En según lugar, podemos y debemos amar totalmente a Dios, en el sentido –ya antes mencionado- de que ese amor englobe y fundamente todo otro amor. En tercer lugar,
En un extracto, del libro de Fernando Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres, p. 75-76)
viernes, 2 de octubre de 2020
AGRADECIMIENTO. Su contario, INGRATITUD
Principalmente, en la familia se educa, se aprende y se adquiere el adecuado bagaje
Ignoro si hoy en algunas familias se aprecia, se valora y se vive en ese agradecimiento.
Reza el refrán castellano: Es de bien nacidos ser agradecidos. Y el Centro Virtual
Dice san Agustín, Epistolario 72: ¿“Qué cosa mejor podemos traer en el corazón,
Al carecer de un reconocimiento, se puede llegar con facilidad a la Ingratitud.
En el Evangelio de san Lucas, 17, 11-19: Jesús, en el camino hacia Jerusalén,
Hablar de agradecimiento, es naturalidad, sencillez, comprensión, hacer grata la
CUANDO LAS ARMAS SON LAS LETRAS
Me ha llamado la atención, me ha gustado, el artículo que encabeza el presente,
“A través de la obra de Orwell se puede asistir a un análisis pormenorizado del potencial político de la palabra y de las consecuentes tentaciones de instrumentalizarla. Más que diferenciar, como los clásicos, las armas y las letras, hoy lo más necesario es alertar de que armas son las letras. Que Orwell lo hiciera explica su relevancia actual en un contexto en el que las tensiones alrededor del lenguaje político no hacen más que crecer. Por fortuna, los antídotos contra la demagogia y la ideologización que él también propuso no han caducado ni perdido su eficacia.
El Poder de la Palabra. La originalidad de Orwell no estriba en sus presupuestos teóricos.
Pero las palabras, como el poder, como la soberanía que de ellas se desprende, pueden usarse sabia o torpemente; lo cual tiene consecuencias políticas inmediatas que se retroalimentan en un vertiginoso círculo vicioso. Orwell lo explica en “La política y la lengua inglesa”: Un hombre puede darse a la bebida porque se considere un fracasado, y fracasar entonces aún más porque se ha dado a la bebida. Algo parecido está ocurriendo con la lengua inglesa. Se vuelve fea e inexacta porque nuestros pensamientos rayan en la estupidez, pero el desaliño de nuestro lenguaje nos facilita caer en esos pensamientos estúpidos”….
La Verdad y la Belleza como antídotos. Como si hubiese estudiado la relación expuesta por Orwell entre un lenguaje acendrado y un pensamiento acertado y un pensamiento acertado, y la contradicción a muerte entre la demagogia política y el sentido prístino del idioma, el filósofo y político francés François-Xavier Bellamy (París, 1985) resume en su reciente ensayo Permanecer (Encuentro, 2020): “La verdadera urgencia política es resucitar el lenguaje. Tenemos que recuperar junto el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos el sentido de las palabras. Esto es como decir, y no hay nada de abstracto
Orwell no nos trae solo hasta el convencimiento de esta necesidad, sino que da un paso más y nos muestra cómo hay que reconstruir ese lenguaje. Lo hace con inesperada esperanza:
En el Congreso, en el Senado, en todos los estamentos políticos, también en los medios de comunicación, más les valdría, conocer bien el lenguaje y su correcta aplicación, como antes aludía, aplicando la Verdad y a Belleza de cada uno en sus ponencias, argumentaciones, discursos, etc.
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sábado, 12 de septiembre de 2020
TEOLOGÍA Y SENSATEZ Se trata de un libro, publicado por la Editorial Herder en 1972, que contiene mucha teología, sin duda, los teólogos sacarán rendimiento, pero también, ología que necesita todo hombre para vivir cuerdamente en la realidad, es decir, para ser sensato, materia prima que todos necesitamos. Recomendable y reseño un pequeño comentario sobre:
LA ESCALA DE LO REAL
"El cristianismo es una religión histórica: el tiempo ha sido siempre su carta dimensión. En el estudio de las relaciones del hombre con Dios el tiempo es vital. Su relación con Dios tiene una historia, una forma, un desarrollo, de hecho trama. Importa enormemente cuándo nació un hombre. No se trata de un mundo estático y superior con el que el hombre ha mantenido, y sólo podía haber mantenido, una relación fija y constante. Entre el mundo y nosotros ha habido un buen número de cambios en cuanto a las relaciones. Las cosas que han sucedido forman parte de nuestra religión tanto como las cosas mismas que ahora existen. Desconocer la historia es no conocer la religión, y no conocer la religión es no conocer la realidad. Pues los hechos de religión no son simplemente hechos de religión, sino hechos, los hechos más importantes….
Los actos corresponden a los siguientes cuatro acontecimientos: la creación, la caída, la redención y el juicio. Conociendo esta circunstancia tenemos conciencia de dónde nos hallamos, de lo que somos y para qué existimos; conociendo la totalidad podemos conocer el lugar que ocupamos en la acción y establecer nuestra relación con cualquier otra cosa que se dé en ella. No nos es dado alterar la circunstancia, pues ella es la realidad. Como ya hemos dicho no nos es posible escapar de ella, no existe ningún lugar al que escapar, pues aparte de ella sólo existe la nada. La única cosa que se nos ha dejado a nuestra propia elección es la actitud mental que podemos adoptar frente a ella…
La madurez es la preparación para aceptar la realidad, cooperar con la realidad, no estrellarse contra la realidad, y recuérdese que la realidad que aceptamos no significa ninguna situación que suceda simplemente por casualidad, ni que de hecho se halle dentro de nuestras posibilidades el cambiar, sino solamente el vasto armazón de la realidad que por voluntad de Dios es precisamente tal como es.
Existimos en un universo y por tanto el universo como nosotros hemos sido creados por Dios, mantenidos en la existencia en cada instante por Dios; comenzamos a vivir nacidos de Adán y envueltos en los resultados de su caída: estamos destinados a un destino sobrenatural y sólo podemos alcanzarlo entrando en posesión de una vida sobrenatural por medio de renacer en Cristo nuestro Redentor. Únicamente alcanzamos nuestra propia plenitud, es decir la condición de ser todo cuanto estamos llamados a ser y de obrar… No tener conciencia de uno cualquiera de los elementos que se dan en ellos es falsificarlo todo”
Rfcia. en las pp 323 ss. de la mencionada publicación
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sábado, 29 de agosto de 2020
LA MISERICORDIA DIVINA
Dios es misericordioso, y ese divino atributo es como la brújula y guía y necesaria para la historia de cada hombre. En la medida que mejor la conozcamos, valoremos, vivamos y agradezcamos, nos enriquecerá y podremos dar más gloria a Dios.
Dice Santo Tomás (Suma Teológica, 2,2), La misericordia es lo propio de Dios, y en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia
Dios misericordioso y clemente Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro (cf. Ex 32), Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor (cf. Ex 33, 12-17)
Excelente desarrollo acomete al Papa Juan Pablo II, en la Encíclica Dives in Misericordia, sobre la Parábola del hijo pródigo (30 noviembre 1980):
“Ya en los umbrales del N. T. resuena en el Evangelio de san Lucas una correspondencia singular entre dos términos referentes a la misericordia divina, en los que se refleja intensamente toda la tradición vétero-testamentaria. Aquel hijo, que recibe del padre la parte del patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, viviendo disolutamente, es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquél que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original…La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado… La analogía se desplaza claramente hacia el interior del hombre…”
La aludida Parábola del hijo pródigo, se puede repasar, leyendo el Evangelio de san Lucas, 14, 11-32, y puede completarse, con el siguiente texto:
“La ley judía preveía que el hijo más joven recibiría un tercio de la fortuna de su padre (Deuteronomio 21, 15-17). Y aunque la división de las propiedades del padre podía hacerse en vida, los hijos no accedían a la herencia hasta después de su muerte (Ecl 33, 20-24). Conociendo estos datos, la forma de actuar del padre de la parábola, que representa a Dios mismo, está ya insinuada desde el comienzo del relato. Esta parábola, en efecto, nos muestra la bondad del padre que olvida todo lo que hizo contra él el hijo. Una bondad que no es comprendida por el hijo mayor que representa a los escribas y fariseos….
Esta parábola, central en el mensaje cristiano sobre Dios, quiere ser una invitación a descubrir en el amor del padre de la parábola la bondad y el perdón de Dios; una invitación a dejarse arrastrar por su dinámica de amor y a participar de su alegría. Es algo que no puede ser comprendido desde la “justicia” estricta de los hombres, tal como la expresa el hermano mayor”.
(Varios autores, Comentario al Nuevo Testamento, p. 234, La Casa de la Biblia)
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jueves, 27 de agosto de 2020
Para superar la tendencia fatalista de la cultura del miedo, Frank Furedi concluye su libro (1) con una propuesta de cambio sobre el modo de socializar a las nuevas generaciones.
“Las nuevas actitudes modernas sobre la crianza y la educación desempeñan un papel principal en el aumento de la importancia concedida al miedo en nuestra vida”.
“Los que propugnan enseñar resiliencia y valor asumen erróneamente que esas técnicas pueden servir para formar el carácter de los niños. Este enfoque tiende a percibir el carácter como resultado de una técnica que se adquiere con entrenamiento. Pero cualquiera que haya dedicado tiempo y esfuerzo a cultivar el carácter en las aulas sabe que de lo que se trata es de estimular el desarrollo de las cualidades morales. El carácter es un concepto moral que implica la posesión de virtudes, la más importante de las cuales es tener buen juicio”.
“Los adultos deben abandonar su confianza unidimensional en la validación terapéutica como primer instrumento de socialización. Necesitan tomarse más en serio la educación moral de los jóvenes”.
“El modo actual de proteger a los niños no les ayuda a estar más seguros, ya que los impulsa a ser esclavos de su seguridad”
“Calificar a los niños como grupo ‘vulnerable’ y ‘de riesgo’ no les hace ningún favor. Padres, profesores y otros adultos quieren naturalmente proteger a los niños de los posibles daños. Pero el modo actual de proteger a los niños no les ayuda a estar más seguros, ya que los impulsa a ser esclavos de su seguridad. Este ethos de protección infantil refuerza una prolongación de la dependencia –innecesaria y sin precedentes– respecto a los padres y los adultos. (…) En vez de aislar a los niños de los aspectos estresantes y amenazantes de la vida, deberían ser educados para comprenderlos y para desarrollar su capacidad de manejar las experiencias decepcionantes y dolorosas”.
Miedos de adultos
Esta fijación en la seguridad de los niños es en el fondo un recurso de los adultos contra sus propios miedos, sostiene por su parte el psiquiatra norteamericano Mark McDonald. En una sesión pública convocada por las autoridades escolares de Orange County (California) a propósito del coronavirus, McDonald dijo (su intervención fue recogida en parte por
“Los padres habremos de afrontar muchos momentos de ansiedad: ver a nuestros hijos ir por primera vez a la guardería, a su primer campamento, a su primer día en la universidad. Quizá queramos tenerlos en casa para protegerlos del mundo, que puede ser sin duda temible. Pero seamos claros: cuando obramos así, en realidad no estamos protegiendo a nuestros hijos. Solo intentamos gestionar nuestra propia ansiedad, y eso va en perjuicio de ellos”.
“Hemos de tomar decisiones en el mejor interés de los hijos. Si no –si, paralizados por el miedo, seguimos actuando por puro interés propio–, criaremos a toda una generación de jóvenes traumatizados, condenados a adolescencia perpetua en casa de sus padres, incapaces de abrirse paso en la vida con independencia, valentía y confianza. Ellos se merecen algo mejor, y nosotros se lo debemos como padres”.
(1) Frank Furedi, How Fears Works. Culture of Fear in the Twenty-First Century, Bloomsbury Continuum, Londres (2018). ACEPRENSA, 27.VIII.2020
Para que algo mejore, requiere, además de buena voluntad, el empeño y tesón de luchar, después de un sincero examen, donde se aprecien las deficiencias y obstáculos que debamos superar. Lamentaciones, mejor, crítica constructiva la que debería venir aportando soluciones.
Las deficiencias y limitaciones que se vienen advirtiendo en muchos campos; todas las manifestaciones de la vida: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida familiar y la convivencia social, toda ello, implica a gran parte de la sociedad: hombres de estado, políticos, educadores, padres de familia, medios de comunicación (periodistas), etc. todos aquellos llamados a educar y formar. Todos ellos, en primer lugar, deben aportar además de su experiencia y profesionalidad, la aportación moral de la persona, imprescindible ir por delante, con su comportamiento ejemplar, coherente.
Hoy está muy presente, la posverdad, falta de educación, el mal ejemplo, no hablar por compromiso, etc. y a menudo: lo políticamente correcto .
“La post-truth se nutre básicamente de las llamadas fake news, falsedades difundidas a propósito
(Darío Villanueva, Nueva Revista, nº 174, p.8)
Si de veras se desea educar y formar, requiere el buen comportamiento personal y hablar, no cabe ser mudo, ni por timidez, ni comodidad ni hipocresía. (Libro de Surco nº 308): No se puede separar la religión de la vida, ni en el pensamiento, ni en la realidad cotidiana. Hay una profecía en la Sagrada Escritura, del profeta Ezequiel, quizá referidas a los pastores: obispos y sacerdotes. También pueden
“Hijo de Adán, profetiza contra los pastores de Israel, profetiza diciéndoles: “¡Pastores!, esto dice el Señor: ¡Ay de los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos! ¿No son las ovejas lo que tienen que apacentar los pastores?... No fortalecéis a las débiles, ni curáis a las enfermas, ni vendáis a las heridas y maltratáis brutalmente a las fuertes. Al no tener pastor, se desperdigaron y fueron pasto de las fieras del campo… Así dice el Señor: Me voy a enfrentar con los pastores; les reclamaré mis ovejas, los quitaré de pastores de mis ovejas, para que dejen de apacentarse a sí mismos los pastores…”
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miércoles, 22 de julio de 2020
CRISTIANOS EN LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI
Es el título de un libro que acaba de publicarse. Se trata, de un entrevista con Monseñor Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, que le hace Paula Hermida, publicado por Ediciones Cristiandad.
He comenzado a leerlo y me ha parecido de interés, seleccionar algunas de las respuestas, que trataré de reseñar en dos o tres ocasiones. Hoy va la primera:
Cada tiempo tiene sus peculiaridades, sus luces y sus sombras. Analizar un momento histórico poniendo el énfasis en lo que no va, no sería justo. No podemos olvidar que, sin ignorar los problemas propios de cada época, Dios es el Señor de la Historia. Es Él quien nos ha dado este mundo para cuidarlo y dirigirlo a su gloria, nos lo ha dejado en herencia y cuenta con nuestro esfuerzo para hacerlo cada día mejor. (página 25)
Cada uno, desde su lugar y situación en el mundo, puede adoptar estilos de vida que reflejen una auténtica pobreza cristiana, que no se construyan sobre una comodidad egoísta, sino sobre un compromiso responsable con los demás. Puede que no sean grandes decisiones, pero de pequeñas acciones está construida también la historia humana. P0r eso, es urgente que cada uno tenga una actitud constante de agrandar el corazón, para que entren en él todas las preocupaciones, necesidades y sufrimientos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
( p. 27)
Cada día hay más personas que, por distintos motivos, se deciden por una vida templada, por una vida que prescinde de lo superfluo. Muchas veces ni siquiera habían escuchado hablar de las virtudes de la sobriedad o de la templanza, muchos menos de la felicidad que estas nos procuran. Por ejemplo vivir desprendido de las cosas materiales da al alma una gran libertad y permite al corazón estar donde importa. No se trata de despreciar los bienes materiales. La virtud cristiana de la pobreza, que lleva a usar de los bienes materiales en cuento son necesarios y en su justa medida, tiene su fundamento en el amor, nos ayuda a ser libres para amar. (P. 28)
El corazón, la razón y la voluntad han de trabajar juntos. Cuando el sentimiento no tiene raíces y es un “puro sentimiento” no dirigido al amor, fácilmente cambia, y puede llevar nuestra vida de aquí para allá, haciéndonos sufrir en cada desgarro. (p. 29)
A veces nos juzgamos a nosotros mismos como parámetros que no son los más saludables, consideramos desamado importante cosas que tal vez no lo son tanto. Ciertamente, abrirse a Dios y a los demás y reconocer la propia necesidad puede ser todo un desafío. Pero si empezamos por descubrir a Cristo ahí, sabremos también compartir con los demás el consuelo que encontramos en esa ayuda sincera. (p. 31)
Educar a los hijos en la libertad de espíritu requiere un gran empeño. A cualquier padre o madre puede producirle cierta inquietud el uso de la libertad que hagan sus hijos, porque desean su bien en todo. Hay quienes, hablando a los padres, recuerdan que lo importante
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miércoles, 15 de julio de 2020
“Por su más alta significación, la filosofía limita con la fe y la teología; en sus aspectos menos trascendentes, con las llamadas ciencias particulares y lo que suele denominarse, en un especial sentido, “concepto del universo”.
Son muy frecuentes las confusiones en torno a la cuestión de la fe. Por ello mismo es necesario, ante todo, precisar el sentido del problema; y, por de pronto, justificar y definir el planteamiento. Por ello es menester que comencemos por una idea de la fe, que no haga superflua su comparación con la filosofía. Si la fe consistiera en algo meramente relativo a nuestra actividad sentimental, no habría por qué contraponerla o enfrentarla a la totalidad de la filosofía; bastaría estudiarla dentro de ésta, como uno de los puntos de la psicología afectiva. Pero en caso que la fe, aunque produzca o determine sentimientos, no es formalmente un sentimiento más. La fe concierne, de una manera propia e inmediata, al entendimiento humano. Creer y no creer son actos que sólo la facultad intelectiva puede realizar.
Por eso no significa que el entendimiento verifique el acto de creer sin necesidad de ninguna ayuda y condición. “Creer –dice santo Tomás- es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina imperado por la voluntad, a la que Dios mueve mediante la gracia. Es el entendimiento, no la voluntad, lo que tiene facultad de asentir o de disentir ante cualquier proposición. Pero en el caso de la verdad divina, que se propone como objeto de creencia en tanto que no es evidente, el entendimiento no puede asentir de una manera espontánea, pues de esta manera sólo lo que es evidente despierta o produce nuestro asentimiento.
El creer es un acto del entendimiento; pero el “querer creer” concierne a la voluntad.
La filosofía se origine en el entendimiento de una manera puramente natural y humana, pues su objeto lo son verdades asequibles a nuestra capacidad intelectiva, sin la mediación de un especial socorro sobrenatural o divino. Por el contrario, la fe requiere, primero, una especial iluminación: el hecho mismo de que sus verdades sean “reveladas” y, además, que Dios mueva mediante la gracia, a la voluntad que se determina a creer. La filosofía se basa, en resolución, sobre la propia razón humana, en tanto que la fe tiene su última y definitiva garantía en la autoridad divina.
Fe y filosofía, por tanto, no pueden encontrarse en la misma persona respecto de una y la misma verdad. Si una verdad es filosóficamente poseída, es, en efecto, algo que la razón aprehende por sus solas fuerzas naturales, lo que no puede ocurrir en el caso de la fe”
(Antonio Millán Puelles, Fundamentos de Filosofía, selección p. 40-42)
martes, 23 de junio de 2020
Así se titula el libro de una conocida colección de libros divulgativos de tema formación religiosa (o espiritual). Y como para amar es preciso conocer, a continuación se reseñan algunas enseñanzas, definiciones, etc. ¿Quién es el Espíritu Santo?. Forma parte del Misterio de la Santísima Trinidad. El Espíritu Santo dispensa unos dones: El Don de Entendimiento,
Los Dones del Espíritu Santo:
· ENTENDIMIENTO. Conocimiento más profundo de los misterios de la fe.
· CIENCIA. Nos hace comprender lo que son las cosas creadas, según en designio de Dios.
· SABIDURÍA. Conocimiento amoroso de Dios, y de las personas y las cosas.
· CONSEJO. Una gran ayuda para una conciencia recta. La virtud de la prudencia.
· PIEDAD. Tiene como efecto propio sentido de la filiación divina. Tratar a Dios con afecto.
· FORTALEZA. Proporciona al alma la fortaleza necesaria para vencer obstáculos. Virtudes.
· TEMOR DE DIOS. Temor de ofender a Dios. “amor y temor” decía santa Teresa.
Y unos frutos que se relacionan directamente con el bien del prójimo: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia y castidad.
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El Padre y el Hijo revelados por el Espíritu Santo. Antes de la Pascua, Jesús anuncia el envío de “otro Paráclito” (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf Gn 1,2) y “por los profetas” (Credo de Nicea-Constantinopla), estará ahora junto a los discípulos y en ellos
El nombre propio del Espíritu Santo. “Espíritu Santo”, tal es el nombre propio de Aquel que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el bautismo de sus nuevos hijos (cf Mt 28,19). (CIC n. 691)
Los apelativos del Espíritu Santo. Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el “Paráclito”… se traduce habitualmente por “Consolador”, siendo Jesús el primer consolador (cf 1 Jn 2,1). El mismo Señor llama al Espíritu Santo “Espíritu de Verdad” (CIC n. 693)
“Pero del Espíritu Santo sólo debemos esperar la santidad, y esta santidad no nos será negada, si sabemos perseverar en el esfuerzo y esperar la hora señalada por la divina Providencia. El alma que ha puesto en Dios su confianza no puede quedar confundida”
“Cuando he tratado, visto y hablado almas que aspiran a la santidad, y que desconocen el camino que a ella conduce con toda seguridad, se me apena el corazón, y es grande por esto mi pena. Para ayudarlas a conseguir lo que desean con tan grande deseo de su alma, voy a decirlas lo que a mí me ha sido dado y enseñado por un sapientísimo Maestro, que es fuente y manantial de Sabiduría y Ciencia…. No pongáis vuestros ojos en lo que cuesta; ponedles en lo que vale; siempre ha sido así: el costar mucho lo que mucho vale. ¿Y qué es el trabajo que ponemos en el propio conocimiento, para lo que por ellos se nos da?
(Francisca Javiera del Valle, Decenario al Espíritu santo, p. 188-89)
“El Espíritu Santo se sirve de la palabra del hombre como de un instrumento. Pero es Él el que interiormente perfecciona la obra” (Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 177.a)
“Dios nos ha dado, pues, un gran auxiliador y protector […] Permanezcamos vigilantes para abrirle las puertas de nuestro corazón. Él no se cansa de buscar a cuantos son dignos de Él, y derrama sobre ellos sus dones” (San Cirilo de Jerusalén, Catequesis, n. 16)
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NECESIDAD DE UNA FORMACIÓN DOCTRINAL RELIGIOSA
“La primera dificultad respecto al buen funcionamiento de la inteligencia es que ésta odia totalmente funcionar, al menos más allá del límite en que el funcionamiento empieza a requerir esfuerzo. El resultado es que cuando surge algún tema que verdaderamente incumbe a la inteligencia, o ésta permanece en absoluta inactiva, o bien interviene la imaginación en su lugar. No hay nada que hacer con la inteligencia hasta que la imaginación queda fuertemente sujetada en su lugar, lo que es excepcionalmente difícil.
sábado, 25 de abril de 2020
OTRA OPORTUNIDAD PARA RESALTAR LA VIRTUD DE LA FE
abril 2020
El cristianismo. Fin de la Edad Antigua
jueves, 26 de marzo de 2020
jueves, 19 de marzo de 2020
Se denomina libre al que no es esclavo o no está sometido al dominio de otro sino que es dueño y señor de sí y de sus actos; y en este sentido afirma Aristóteles en su Metafísica que “el hombre libre es causa de sí mismo. De esta acepción, los términos libre y libertad se han trasladado a significar el modo peculiar de ciertas acciones del hombre…
Así la Libertad, es una propiedad de la voluntad humana, y se apoya en ésta (GER, vol. 14, p. 316)
- La Libertad como ausencia de coacción. Otro modo: la esclavitud
- Libertad como dominio de los propios actos.
No libertad religiosa, tampoco Liberalismo, simplemente el buen uso de la libertad recibida
gratuitamente del Creador: un don, un regalo. Después dijo Dios: Hagamos al hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza (Gen. 26)
“(La libertad de la voluntad) Sin una cierta preponderancia de lo interior sobre lo exterior, preponderancia inexistente en el ser inorgánico, que no cabe hablar de libertad.
Según Kant, la libertad inteligible consiste en que la voluntad es únicamente determinada por la razón pura, con independencia del influjo de las tendencias sensibles” (Walter Brugger)
La vida cristiana, requiere una permanente “Formación”, que le ayude a conocer lo que es
Realmente importante de su vida: el alma, la razón; el intelecto por encima de los sentimientos, también del utilitarismo que tanto se usa hoy. Lo sobrenatural prima sobre lo humano.
La libertad adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. (Josemaría Escrivá de Balaguer, Amigos de Dios 27)
Una frase conocida y que se emplea con frecuencia: Si permanecéis en mi palabra, seréis en verdad discípulos míos y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (San Juan 8,31-32)
Sin duda, la necesidad de las virtudes humanas: La Prudencia, La Fortaleza, La Sinceridad, El Sentido común, junto a la Humildad, que nos lleva a pedir consejo y de conocer y leer y meditar, en un Manual valioso: el Catecismo; tres referencias al citado:
Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de iniciativa y del dominio de sus actos (CIC, 730)
El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. (CIC nº 33)
La libertad es el poder radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno disponer de sí mismo. La liberta es en el hombre una fuera de crecimiento y de maduración en verdad y la bondad. (CIC 731)
Necesidad de una conciencia bien formada, para acertar en nuestras decisiones y de paso, ayudar a otros muchos. Implica responsabilidad. Hacer rendir, dar cuenta de los talentos recibidos,
Junto al empeño humano, siembre la petición de ayuda a Dios (LA GRACIA), todo es Gracia, lo cita san Pablo, lo repiten, Bernanos, Chesterton, etc.
"No me cansaré de repetir, hijos míos, que una de las más evidentes características del espíritu del Opus Dei es su amor a la libertad y a la comprensión" (San Josemaría, Carta 1954)
El Prelado del Opus Dei, en su Carta de 9.I.2018: La pasión por la libertad es un signo positivo de nuestro tiempo: significa reconocer son personas; dueños y responsables de sus propios actos; posibilidad de orientar su propia existencia y si no fuéramos libres no podríamos amar.
Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes (Papa Francisco, Evangeli gaudim, 24.11.13)
El Señor, en el Evangelio, de distintas maneras nos enseña o propone la necesidad de rendir,
de dar cuenta de nuestro paso por la tierra: Parábola de los Talentos, de la Mina de oro, etc.
Se pueden recibir 10, 5, o 2 talentos. No de enterrar, sino de rendir.
La vida sobrenatural (gracia santificante) es siempre un don: un don que está llamado a crecer. Pero sólo con la cooperación de la libertad, bajo el impulso de la gracia actual. El cristiano puede impedir su crecimiento, pero no puede alcanzarlo él sólo con sus fuerzas
(R.Butkhart-J.López, Vida cotidiana y santidad, vol. II, p. 203)
Que tu vida no sea una vida estéril. Sé útil. Deja poso. Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor. Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores del odio. Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón. (Josemaría Escrivá, Camino 1)
miércoles, 11 de marzo de 2020
El hombre (todos los individuos del género humano, personas
humanas, mujeres y varones) no solo vive, sino que se preguntan por
su identidad y toma decisiones con las que da orientación a su vivir.
Las personas y los grupos sociales tratan de comprenderse a sí mismos
dentro del conjunto de las realidades que les envuelven. Una vida
consciente y libre requiere significado y sentido. La persona existe
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