sábado, 15 de agosto de 2020



UN  COMENTARIO  SOBRE  EUROPA

         Creo que Europa agoniza. Los procesos de autodestrucción siempre son reversibles, pero el tiempo apremia. Desde hace algunos años,  la decadencia se ha ido acelerando. Todas las civilizaciones que ignoran la insigne dignidad de la persona humana acaban desapareciendo. Hoy, como en tiempos del Imperio Romano, Europa manipula, comercia y juega con la vida del hombre, generando con ello las condiciones de su desaparición.

         El rechazo a la vida, la muerte de los niños no nacidos, de los discapacitados y de los ancianos, la destrucción de la familia y de los valores morales y espirituales, este es el primer acto suicida de toda una población. Asistimos impotentes a la decadencia de una civilización. El derrumbe de Europa es único en la historia de la humanidad.

         Es preciso añadir, no obstante, que, junto a unas instituciones que parecen suicidas y decadentes, en Europa existen también brotes de renovación. Conozco a muchas familias generosas y profundamente arraigadas en su fe cristiana. Veo también muchas comunidades religiosas fieles y fervorosas, que me llevan a pensar en los cristianos que, en los últimos momentos del Imperio Romano, custodiaban la llama vacilante de la civilización. Y quiero animarlos. Quiero decirles: vuestra misión consiste en vivir fielmente y sin componendas la fe que habéis recibido de Cristo. Así, sin ni siquiera daros cuenta, salvaréis la herencia de tantos siglos de fe. ¡No tengáis miedo de ser pocos!  No se trata de ganar elecciones ni de influir en las opiniones. Se trata de vivir el Evangelio: no de pensar en él como en una utopía, sino de vivirlo de un modo concreto. La fe es como el fuego: para poder trasmitirla tiene que arder. ¡Cuidad ese fuego sagrado! Que sea vuestro calor en medio del invierno de Occidente. Cuando un fuego ilumina la noche, los hombres van  reuniéndose poco a poco en torno a él. Esa deber ser vuestra esperanza.

Del libro Se hace tarde y anochece, del autor, Cardenal Robert Sarah, p.268-269

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