viernes, 11 de junio de 2021

 

                                       VIDA  TEOLOGAL

“Volvamos, una vez más, a escuchar las palabras de Jesús, cuando le preguntaron sobre el primero y  mayor de los mandamientos: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento  (Mt 22, 37-38). El Señor reafirma lo que es deber natural del hombre, y preceptuado positivamente por Dios en el Antiguo Testamento. La misma naturaleza pide ese amor, como fin propio y último, fuera del cual el hombre quedaría en la frustración más completa, pues, como afirma santo Tomás de Aquino, toda criatura tiene una inclinación natural a amar más a Dios que a sí misma (Summa Theologiae, I, q. 60, a 5.), aunque fácilmente esa inclinación queda inconsciente e, incluso, sofocada por la libertad personal.

El pecado, efectivamente, al introducir un desorden, un desequilibrio en la naturaleza humana, debilitó también la tendencia natural al Bien supremo, a la Bondad divina; apareció en lo más íntimo del hombre un principio de oposición, de resistencia: esa otra ley, que hacía clamar a san Pablo: “veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza  bajo la ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 23).

Fue por eso conveniente que Dios mismo revelara de modo sobrenatural, por su palabra, no solo los misterios propiamente sobrenaturales, que superan completamente el entendimiento humano, sino también las principales verdades religiosas de orden natural, para que pudieran ser así conocidas fácilmente por todos, con firme certeza, sin mezcla de error. El mandamiento del amor a Dios –como todos los mandamientos, que explicitan y aplican ese primero- es ante todo revelación: palabra de Dios que orienta el caminar humano; manifestación de su amor, que quiere que todos los hombres le conozcan, le amen, y amándole alcancen la plena y eterna felicidad.

Pero Dios, en su infinita bondad y misericordia, ha hecho que aquel amor natural que le debemos como criaturas se transforme en caridad sobrenatural, que es el amor a Dios Padre, propio de Dios Hijo y de quienes han sido elevados a participar de esa filiación sobrenatural. Un amor que el Espíritu Santo infunde en nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5), de modo que uniéndonos al Hijo Unigénito, a Cristo, somos transformados de siervos en hijos; de extraños en familiares de Dios (cfr. Ef 2, 19). “En Cristo, enseñados por Él, nos atrevemos a llamar Padre Nuestro al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese padre entrañable que espera que volvamos a Él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo pródigo” (S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 91).

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(Fernando Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres, p. 57-59, Ediciones Palabra)

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