VIDA TEOLOGAL
“Volvamos,
una vez más, a escuchar las palabras de Jesús, cuando le preguntaron sobre el
primero y mayor de los mandamientos: “Amarás
al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente.
Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt
22, 37-38). El
Señor reafirma lo que es deber natural del hombre, y preceptuado positivamente
por Dios en el Antiguo Testamento. La misma naturaleza pide ese amor, como fin
propio y último, fuera del cual el hombre quedaría en la frustración más
completa, pues, como afirma santo Tomás de Aquino, toda criatura tiene una
inclinación natural a amar más a Dios que a sí misma (Summa Theologiae,
I, q. 60, a 5.),
aunque fácilmente esa inclinación queda inconsciente e, incluso, sofocada por
la libertad personal.
El
pecado, efectivamente, al introducir un desorden, un desequilibrio en la
naturaleza humana, debilitó también la tendencia natural al Bien supremo, a la
Bondad divina; apareció en lo más íntimo del hombre un principio de oposición,
de resistencia: esa otra ley, que
hacía clamar a san Pablo: “veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley
de mi espíritu y me esclaviza bajo la
ley del pecado que está en mis miembros” (Rm 7, 23).
Fue
por eso conveniente que Dios mismo revelara de modo sobrenatural, por su
palabra, no solo los misterios propiamente sobrenaturales, que superan
completamente el entendimiento humano, sino también las principales verdades
religiosas de orden natural, para que pudieran ser así conocidas fácilmente por
todos, con firme certeza, sin mezcla de error. El mandamiento del amor a Dios
–como todos los mandamientos, que explicitan y aplican ese primero- es ante
todo revelación: palabra de Dios que orienta el caminar humano; manifestación
de su amor, que quiere que todos los hombres le conozcan, le amen, y amándole
alcancen la plena y eterna felicidad.
Pero
Dios, en su infinita bondad y misericordia, ha hecho que aquel amor natural que
le debemos como criaturas se transforme en caridad sobrenatural, que es el amor
a Dios Padre, propio de Dios Hijo y de quienes han sido elevados a participar
de esa filiación sobrenatural. Un amor que el Espíritu Santo infunde en
nuestros corazones (cfr. Rm 5, 5),
de modo que uniéndonos al Hijo Unigénito, a Cristo, somos transformados de
siervos en hijos; de extraños en familiares de Dios (cfr.
Ef 2, 19). “En Cristo, enseñados por Él,
nos atrevemos a llamar Padre Nuestro
al Todopoderoso: el que hizo el cielo y la tierra es ese padre entrañable que
espera que volvamos a Él continuamente, cada uno como un nuevo y constante hijo
pródigo”
(S. Josemaría, Es Cristo que pasa, n.
91).
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(Fernando Ocáriz, Amar con obras: a Dios y a los hombres,
p. 57-59, Ediciones Palabra)
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