LA ESPERANZA
CRISTIANA, 1ª
parte
Nos
hiciste, ¡oh Señor!, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en Ti.
Entre
las virtudes que dejan más profunda huella en el ánimo humano, que de modo más
manifiesto influyen sobre la vida y el obrar de los hombres, está la virtud
cristiana, teologal, de la esperanza. Un mismo hombre, en efecto, según viva
bajo el hálito de la esperanza o yazca bajo el peso de la desesperación, se nos
presenta -y es de verdad- como
un gigante o como un pigmeo. En nuestra convivencia y en nuestro trato
con los hombres somos cada día testigos
-no sin sorpresa ni pena- de
estas sorprendentes transformaciones; pues quizá más que ningún otro nuestro
siglo adolece de la carencia de esta virtud.
¡Cuántas filosofías, cuántas actitudes, cuántos estados anímicos de los
hombres de nuestro tiempo ahondan sus raíces en almas sin esperanza, que se debaten
entre la angustia y el miedo, una angustia que nada puede desatar, un miedo que
nada puede alejar!
La verdad, amigo mío, es que el hombre no puede vivir sin esperanza. La esperanza es la llamada del Creador, principio y fin de nuestra vida, al cual ninguna criatura humana puede escapar; es la voz del Redentor que desea ardientemente la salvación de todos los hombres (qui vult omnes homines salvos fiere, que quiere que todos los hombres se salven): nadie puede, sin perder la paz del alma, negarse a escucharla; es la profunda nostalgia de Dios, que El mismo dejó en nosotros -como don maravilloso- tras haber llevado a cabo, para cada uno de nosotros, aquellas inefables “obras de sus manos” que, en el lenguaje de los teólogos, se llaman Creación, Elevación y Redención.
Esta profunda nostalgia del corazón humano, pocos han sabido expresarla al través de los siglos cristianos con aquel suasorio tono de conocimiento adquirido, con aquellos conmovidos acentos de experiencia sufrida con los que la expresó San Agustín. Escritor de elevada intuición y de profundos estados de ánimo, supo definir en un grito de su gran espíritu toda la condición del hombre, transeúnte por esta tierra: Fecisti nos, Domine, ad Te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te, nos hiciste, ¡oh Señor!, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto hasta que descanse en Ti.
Detengámonos
por un instante sobre esta frase para tratar de hacer luz sobre nuestro pesar y
darnos una razón de nuestras ansiedades. La nostalgia que cada uno de nosotros
lleva en sí no se puede eliminar, no se puede desarraigar: arraigada en nuestra
misma persona humana, que está destinada a ver un día a Dios y a gozar para
siempre de El, esta nostalgia será siempre nuestra compañera de viaje, la amiga
de las horas alegres y tristes de nuestra jornada terrena. Sin embargo,
puede –y debe- ser aliviada, y tal es el cometido de la
virtud de la esperanza. En la segunda parte de la frase agustiniana se abre, en
efecto, como un respiradero: “…donec requiescat in Te”.Si
ese respiradero se cerrase, la inquietud y la nostalgia se volverían
desesperación y angustia.
Mientras estemos en camino, mientras seamos viandantes sobre esta tierra, llevaremos con nosotros, hermano mío, la nostalgia de Dios y una oscura inquietud, engendrada por la incertidumbre acerca de la consecución de nuestro último fin (pues nadie puede, en efecto, salvo privada revelación de Dios, sentirse cierto se su propia salvación eterna): nostalgia e inquietud que pueden -y deben, que ahora ya estamos convencidos de ello- ser aliviadas por la esperanza cristiana.
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Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 50-53)
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