“Nosotros,
los cristianos de este mundo, nos apoyamos sobre la esperanza; y cuando caiga
la esperanza, junto con la fe, al final de nuestra jornada terrena, entonces
tendremos la alegría de la posesión sin sombras y el reino de la caridad sin
más temores. Al final de nuestra vicisitud humana, hermano mío, habrá para cada
uno de nosotros o la alegría de la posesión o la desesperación de verse para
siempre privados de Dios.
La
esperanza, virtud teologal, nos hace tender continuamente hacia Dios, confiando, para llegar hasta El,
en el socorro que nos ha prometido: Confidite, Ego vici mundum,
tened confianza, Yo he vencido al mundo. El motivo formal (como suelen decir los teólogos) de esta
virtud es Dios, que siempre nos socorre: Deus auxilians, Dios auxiliador, la
omnipotencia auxiliadora. Sin embargo, a veces ocurre que nosotros, los
cristianos (y ésta es una de tantas contradicciones de nuestra vida),
sustituimos en nuestra alma y en nuestro
corazón esa grande y hermosa esperanza, que es la de Dios y la de nuestro
último fin, por otras esperanzas humanas más pequeñas, aunque sean hermosas. Y
no es que los cristianos no deban tener esperanzas humanas, antes al contrario:
incluso existen bellas y nobles esperanzas que deben estar en nuestro corazón
más que ninguna otra. Pero también aquí
-en la “provincia” de la esperanza-
es menester que en nuestra alma y en nuestro corazón existan el orden,
la jerarquía y la armonía de las esperanzas, y que ninguna esperanza
humana -por noble y bella que sea- pueda oscurecer la luz y disminuir la fuerza
de la esperanza de poseer y gozar para siempre, en la vida eterna, a Dios,
nuestro último fin.
Sucede
así a veces, en nuestra vida, que Dios, a través del juego de su Providencia,
hace caer miserablemente alguna esperanza humana que nuestra personal “medida
de valores” había hecho quizá
exorbitante, con el fin de impedir que pueda ocupar en nuestro corazón aquel
sitio que sólo la gran esperanza de Dios debe llenar. Es menester entonces que
nosotros sepamos seguir el juego de la Providencia y aprendamos a restablecer
el verdadero orden de los valores en la escala de la esperanza. Dios nos
ayudará eficazmente a calmar aquellas esperanzas humanas que, en obsequio al
orden por El establecido, no hemos vacilado en colocar en su justo puesto. Si,
por el contrario, a esa quiebra por disposición divina de humanos esperanzas
respondiéramos alejando pertinazmente de nosotros la gran esperanza de Dios,
cavaríamos entonces con nuestras propias manos un foso de rebeldía y de
desesperación.
No
tengo necesidad de decirte, amigo mío, cuántas crisis de este género he
conocido: también tú, en tu experiencia,
habrás conocido muchas. Crisis de las que, a menudo, sólo vemos el aspecto
humano y exterior, y a las cuales demos el nombre de complejo o de neurosis,
cuando su verdadera fisonomía es otra y su diagnóstico ha de ser de signo más
espiritual, de contenido más profundo.
Una
cosa es muy cierta: hasta que no poseamos y vivamos la verdadera virtud
cristiana de la esperanza, faltará en nuestra vida la firmeza y viviremos en la inestabilidad. Pasaremos con extremada
facilidad de la presunción, cuando todo vaya bien y nuestra vida progrese sin
sacudidas y desilusiones, al desaliento que apuntará y se anidará en nuestro
ánimo tan apenas vaya algo contra nuestras previsiones, choque contra nuestra
susceptibilidad, descomponga nuestros programas y desilusione nuestras
expectativas”.
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Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 54-56)
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