jueves, 12 de agosto de 2021


LA ESPERANZA CRISTIANA, 2ª parte, continúa
No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. (San Juan 14,1)

“Nosotros, los cristianos de este mundo, nos apoyamos sobre la esperanza; y cuando caiga la esperanza, junto con la fe, al final de nuestra jornada terrena, entonces tendremos la alegría de la posesión sin sombras y el reino de la caridad sin más temores. Al final de nuestra vicisitud humana, hermano mío, habrá para cada uno de nosotros o la alegría de la posesión o la desesperación de verse para siempre privados de Dios.

La esperanza, virtud teologal, nos hace tender continuamente  hacia Dios, confiando, para llegar hasta El, en el socorro que nos ha prometido: Confidite, Ego vici mundum, tened confianza, Yo he vencido al mundo. El motivo formal  (como suelen decir los teólogos) de esta virtud es Dios, que siempre nos socorre: Deus auxilians, Dios auxiliador, la omnipotencia auxiliadora. Sin embargo, a veces ocurre que nosotros, los cristianos (y ésta es una de tantas contradicciones de nuestra vida), sustituimos en  nuestra alma y en nuestro corazón esa grande y hermosa esperanza, que es la de Dios y la de nuestro último fin, por otras esperanzas humanas más pequeñas, aunque sean hermosas. Y no es que los cristianos no deban tener esperanzas humanas, antes al contrario: incluso existen bellas y nobles esperanzas que deben estar en nuestro corazón más que ninguna otra. Pero también aquí  -en la “provincia” de la esperanza-  es menester que en nuestra alma y en nuestro corazón existan el orden, la jerarquía y la armonía de las esperanzas, y que ninguna esperanza humana  -por noble y bella que sea-  pueda oscurecer la luz y disminuir la fuerza de la esperanza de poseer y gozar para siempre, en la vida eterna, a Dios, nuestro último fin.

Sucede así a veces, en nuestra vida, que Dios, a través del juego de su Providencia, hace caer miserablemente alguna esperanza humana que nuestra personal “medida de valores”  había hecho quizá exorbitante, con el fin de impedir que pueda ocupar en nuestro corazón aquel sitio que sólo la gran esperanza de Dios debe llenar. Es menester entonces que nosotros sepamos seguir el juego de la Providencia y aprendamos a restablecer el verdadero orden de los valores en la escala de la esperanza. Dios nos ayudará eficazmente a calmar aquellas esperanzas humanas que, en obsequio al orden por El establecido, no hemos vacilado en colocar en su justo puesto. Si, por el contrario, a esa quiebra por disposición divina de humanos esperanzas respondiéramos alejando pertinazmente de nosotros la gran esperanza de Dios, cavaríamos entonces con nuestras propias manos un foso de rebeldía y de desesperación.

No tengo necesidad de decirte, amigo mío, cuántas crisis de este género he conocido: también  tú, en tu experiencia, habrás conocido muchas. Crisis de las que, a menudo, sólo vemos el aspecto humano y exterior, y a las cuales demos el nombre de complejo o de neurosis, cuando su verdadera fisonomía es otra y su diagnóstico ha de ser de signo más espiritual, de contenido más profundo.

Una cosa es muy cierta: hasta que no poseamos y vivamos la verdadera virtud cristiana de la esperanza, faltará en nuestra vida la firmeza y viviremos en  la inestabilidad. Pasaremos con extremada facilidad de la presunción, cuando todo vaya bien y nuestra vida progrese sin sacudidas y desilusiones, al desaliento que apuntará y se anidará en nuestro ánimo tan apenas vaya algo contra nuestras previsiones, choque contra nuestra susceptibilidad, descomponga nuestros programas y desilusione nuestras expectativas”.                                  

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Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 54-56)

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