jueves, 26 de agosto de 2021

 

                 LA  ESPERANZA  CRISTIANA,   y última

 La virtud de la esperanza que, si se la vive profundamente, es firmeza invencible y confiado abandono, es una constante fidelidad al deber, nos coloca precisamente por encima de tales fluctuaciones; ¿Te acuerdas de las palabras de Cristo a las encrespadas y amenazadoras aguas del mar de Galilea? Tace, obmutes ce, calla, enmudece. Parecen representar la voz de la esperanza que, con su fuerza, impone silencio al tumulto interior del desaliento. Et venit tranquillitas magna, y sobrevino (prosigue el pasaje evangélico), una calma infinita. Es precisamente el fruto de la esperanza: la calma, la serenidad, la paz.

 
La esperanza, amigo mío, como nos enseñan los teólogos, da una certidumbre de tendencia: spes certitudinaliter tendit in suum finem, la esperanza tiende con certeza hacia su fin, afirma Santo Tomás. No obstante nuestros fracasos, nuestras contradicciones, nuestras culpas, debemos siempre esperar en Dios, que ha prometido su ayuda a los que se la pidan con humildad y con confiada perseverancia: Petite et accipietis, nos dijo; pedid y os será dado.

La batalla de la esperanza cristiana  hemos de afrontarla cada día: Dominus regit me  et mihi deerit, el Señor me gobierna y nada ha de faltarme, plenamente conscientes de que ella no descansa sobre nuestros méritos o virtudes, sino sobre la misericordia y omnipotencia de Dios. A la luz de la esperanza, en efecto, Dios nos aparece más que nunca non aestimator meriti, sed veniae largitor, no como apreciador de méritos, sino como perdonador de nuestras culpas, según repetimos todos los días en una de las oraciones de la santa Misa con que nos disponemos a la Comunión. Hemos de apoyarnos sobre las fuerzas que nos vienen de esta virtud teologal y aprender así a combatir los impulsos de desaliento que estorban nuestro camino cotidiano hacia la perfección evangélica; debemos aprender a resistir, también a diario, las mordeduras del pesimismo, las cuales tienden a exacerbarse con el desastre del tiempo y la monotonía de la vida.

 La esperanza cristiana conduce a las almas al abandono: quien de verdad espera en el Señor, es, en efecto, siempre fiel a la voluntad significada de Dios (fidelidad que entra en el ámbito de la virtud de la obediencia) y dispone así eficazmente su ánimo para el abandono ante la voluntad de beneplácito de Dios. Pero este perfecto abandono, al que conduce la virtud de la esperanza, difiere profundamente –lo sabes bien- del “quietismo”, precisamente porque el abandono, cuando es verdadero, está acompañado por la esperanza y por la constante fidelidad a los deberes de cada día,  hasta en las pequeñeces de cada momento.

 La esperanza, hermano mío, no debe ser nunca un cómodo sustitutivo de nuestra pereza. Nos lo recuerda el Señor, en dos milagros realizados por El: en Caná de Galilea transformó el vino, y cuando ante grandes multitudes multiplicó los panes y los peces. Tanto en uno como en otro milagro, la omnipotencia del Señor intervino cuando todas las posibilidades humanas estaban agotadas, cuando los hombres habían hecho todo lo que podían hacer: el agua no se transformó en vino sino cuando los fieles siervos hubieron colmado las cubas de agua, usque ad summum, hasta los bordes, y antes de multiplicar los panes y los peces, el Señor pidió el sacrificio total de todos sus medios de subsistencia, es decir, de los panes y los peces que ellos tenían; y no importaba que fueran pocos, pues lo importante era que diesen todo lo que tenían. Para empezar a vivir la virtud de la esperanza, no nos queda así más que invocar el auxilio de nuestra Madre celestial, de aquella que es spes nostra, esperanza nuestra, Mater mea, fiducia mea, ¡Madre mía, confianza mía!”

         (Del libro Ascética meditada, Salvador Canals, Colección Patmos, p. 56-62)

No hay comentarios:

Publicar un comentario