lunes, 4 de octubre de 2021

 

                                                     MANSEDUMBRE, 1ª parte

“Amigo mío, tú que conoces la vida del Señor sabes perfectamente que Jesucristo quiso unir en 
una misma página del Evangelio la mansedumbre y la humildad. Nos lo recuerda ahora con su
voz amiga y con palabras claras: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde et  invenietis 
réquiem animabus vestris, aprender de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis 
paz para vuestras almas.

La mansedumbre y la humildad son, como ves, dos virtudes que deben permanecer unidas en nuestro corazón, dos hermanas que viven la misma vida, dos metales preciosos que se funden completándose: uno con su solidez, el otro con su raro esplendor. Dos aspectos muy positivos y muy viriles de nuestra vida interior, pues con la humildad ganamos el corazón de Dios y con la dulzura atraemos a nuestros hermanos y conquistamos sus corazones.

Ahora que meditamos en presencia de Dios, quiero decirte que esta virtud es para todos, luego también para ti. A todos nos es muy necesaria, puesto que la vida es una continua relación con los demás, una convivencia, una serie de relaciones, la ocasión de encuentros de todo género. Tu familia, tus hermanos, tus amigos; tus relaciones profesionales y sociales; tus superiores, tus iguales, tus subordinados; es ahí donde nos espera el Señor. En todas esas convivencias, relaciones y encuentros ha de resplandecer tu mansedumbre cristiana.

Si sabes ungir, amigo mío, tu carácter con la fuerza y vigor de estas virtudes, tu corazón se semejará al corazón de Cristo: Mitis sum et humilis corde, soy manso y humilde de corazón.

El sacerdote debe ser manso para llevar al trato con las almas la caridad y la paciencia cristiana y ser, de este modo, eficaz; la madre cristiana asegurará la educación fuerte y duradera, de sus hijos si sabe ejercitarse en la mansedumbre; en la intimidad de la familia reinará la paz si esta virtud se ha afirmado en las relaciones mutuas; y si en las relaciones profesionales y sociales apareciese la mansedumbre, serían muy distintas, y muchos que buscan el vano la paz por otros caminos, no tardarían en hallarla.

Todos propendemos a creer que es mejor y más fácil hacer el bien a gritos y con órdenes perentorias, que la educación se asegura con amenazas y con brusquedades de modales, que el respeto se obtiene con sólo levantar la voz y usar maneras autoritarias.

¿Qué sitio dejamos, entonces, en nuestra vida, a la mansedumbre cristiana? ¿Para qué nos la ha recomendado Jesús en el Evangelio?

¡Cuántas veces, amigo mío, nos habrá respondido la vida misma a esas preguntas, enseñándonos que la eficacia se esconde casi siempre tras la mansedumbre de Cristo! Y que el bien es el fruto que recogen quienes buscan y saben hallar palabras claras y amables, las usan en un discurso sereno y persuasivo y las ungen con el bálsamo de los buenos modales.

¡En cuántas ocasiones nos ha hecho comprender la experiencia que las correcciones y los reproches, hechos sin mansedumbre cristiana, han cerrado el corazón de la persona que los había recibir, para que nos hayamos de olvidar nunca que cuando dejamos de ser padre, hermano o amigo para nuestro prójimo, todo lo que sale de nuestros labios lleva consigo fatalmente el germen de la esterilidad!

Procura siempre por medio de la mansedumbre cristiana, que es amabilidad y afabilidad, tener en tus manos los corazones de las personas que la Providencia Divina ha puesto en el camino de tu vida y ha recomendado a tus cuidados.

Pues si pierdes el corazón de los hombres, difícilmente podrás iluminar sus inteligencias y obtener que sus voluntades sigan el camino que les indiques"

                 (Ediciones Rialp, Colección Patmos nº 110, Ascética meditada, p. 69-72)

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