CELIBATO Y CASTIDAD, 1ª parte
“La
castidad, amigo mío, la castidad perfecta, de la que voy a hablarte ahora, es
el reverso de la medalla del amor. Un sencillo ejemplo, tomado del amor humano,
nos ayudará a comprender y a profundizar el sentido que esta virtud ha de tener
para nosotros. Cuando en el mundo se ama de verdad a una persona, y se la ama
hasta el punto de quererla como compañero de toda la vida, este amor es y deber
ser necesariamente exclusivo: este amor ocupa plenamente el corazón y la vida
de la persona, y lógicamente, excluye otros amores incompatibles con él.
Pues
con este mismo corazón con que amamos en el mundo y a las personas del mundo,
hemos de amar a Dios nuestro Señor: y ese mismo corazón que damos a los amores
nobles y limpios de la tierra es el que hemos dado a Jesús nosotros, los que
hemos ido tras El, renunciando con alegría a otros afectos, que por el hecho de
ser humanos, no dejan de ser grandes.
Los
que corrieron tras un amor terreno tenían los ojos abiertos y tienen el corazón
lleno; y nosotros, los que hemos corrido tras un amor del cielo, teníamos
también los ojos abiertos y tenemos lleno el corazón. Y este amor de Dios que
se concreta en el celibato y en la castidad perfecta es también exclusivo y
prohíbe cualquier otro amor que sea incompatible con él.
Nihil
carius Christo,
nada ni nadie es más amable que Jesucristo, proclamó ya san Pablo y
siguen repitiendo todos los que para seguir más de cerca a Jesucristo han
renunciado a todos los bienes de la tierra, incluidos los lícitos. Y con san
Pablo también, en la valoración de las cosas humanas, han repetido y repiten:
Omnia arbitror ut stercora ut Christum lucrifaciam, todas las
cosas de la tierra son nada, cuando se trata de ganar a Cristo.
Miremos,
hermano mío, al celibato y al amor por la castidad perfecta como a exigencias,
para ti y para mí, del amor de Jesucristo. Nuestra alma, nuestro corazón y
nuestro cuerpo son suyos, se los hemos dado con los ojos bien abiertos. Y no
olvidemos que no nos falta ni nos puede faltar nada: Deus meus et omnia,
¡mi Dios y mi todo!
No
puedo decirte -porque te diría algo inexacto- que la castidad, la pureza, es la
primera de las virtudes, pues tú sabes perfectamente -deseo tan sólo
recordártelo- que la primera virtud, comenzando por la base, es la fe: esta
virtud es el fundamento de todo nuestro edificio espiritual. Sabes también que
la primera de las virtudes, contemplando el edificio espiritual desde lo alto,
es la caridad, pues tan sólo a través de ella -reina de las virtudes- nos
unimos directamente con Dios.
Pero
tampoco sería exacto si no añadiese ahora que la castidad, la pureza de vida,
forma el ambiente, el clima propicio para que puedan desarrollarse aquellas dos
virtudes y, con ellas, todas las demás.
No es difícil, por tanto, comprender la importancia, la necesidad de estas virtudes en la vida espiritual. Sin esta virtud que crea el ambiente, el clima, nunca seríamos hombres de vida interior; sin esta virtud, seriamente vivida y profesada con alegría y con amor, no podremos poseer una verdadera vida sobrenatural. El hombre sensual es la antítesis del hombre espiritual; el hombre carnal no puede percibir las cosas del espíritu, las cosas de Dios: es un prisionero de la tierra y de los sentidos, y nunca podrá elevarse a gustar los bienes del cielo y los goces espirituales, profundos y serenos del alma”.
(Salvador Canals, Ascética meditada,
en Colección Patmos 110, p. 90-93, Ediciones Rialp)
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