VIRTUDES VERDADERAS Y VIRTUDES FALSAS, segunda y última parte
“Toda esta delicada acción divina requiere tiempo: el tiempo es así el gran aliado de Dios en la obra de la santificación de las almas, la cual es siempre la obra de toda una vida. Y el tiempo, amigo mío, es un gentilhombre; no lo olvides.
Recuerdo que con alegría aprendí, de boca de un santo religioso, este proverbio, tan sencillo como luminoso: juvenes videntur sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos, pero no lo son: los viejos no lo parecen, pero lo son. Los ardores de la juventud que empieza a seguir de cerca a Jesús, son flores, son promesas: pero el trabajo sereno, profundo e intenso, de las almas en el servicio de Dios, es fruto maduro y sazonado, es eficacísima realidad.
Recuerdo que con alegría aprendí, de boca de un santo religioso, este proverbio, tan sencillo como luminoso: juvenes videntur sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos, pero no lo son: los viejos no lo parecen, pero lo son. Los ardores de la juventud que empieza a seguir de cerca a Jesús, son flores, son promesas: pero el trabajo sereno, profundo e intenso, de las almas en el servicio de Dios, es fruto maduro y sazonado, es eficacísima realidad.
Querer una santidad sin esfuerzo, buscar una virtud sin pruebas y sin luchas, sin batallas ni derrotas, es un sueño de juventud que no resiste a la experiencia consumada de una verdadera vida espiritual.
Hay, en cambio, virtudes que se afirman en medio de dificultades; virtudes que, con esfuerzo y merced al paso del tiempo, llegan a reinar; virtudes que, después de muchas luchas y victorias, adquieran la prontitud, la facilidad y la constancia propias de las verdaderas virtudes. Todas estas características, unidas a un gusto espiritual por el ejercicio de los actos virtuosos, son pruebas y el sello que hace reconocer por verdadera una virtud.
Y es precisamente para que tú, hermano mío, alcances esta meta por la que Dios nuestro Señor pone a prueba tu oración, con esas arideces; tu apostolado, con esa aparente esterilidad; tu humildad, con las humillaciones; tu fe y tu confianza, con las dificultades; tu paciencia, con las tribulaciones; tu caridad, con los defectos y las miserias de los demás, y también, con la contradicción de los buenos.
De todas estas dificultades de tu esfuerzo convencido y prolongado en el tiempo y de tu serena paciencia, han de nacer y de fortificarse las verdaderas virtudes. Permíteme que insista: in patientia vestra possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas; a costa de vuestra paciencia adquiriréis la santidad.
Dios nuestro Señor no quiere que tus virtudes sean flores de estufa: serían falsas virtudes. Todas las consideraciones que hemos meditado juntos nos enseñan el camino que conduce a las verdaderas virtudes y nos enseñan, también, que las virtudes, cuando son verdaderas, poseen una intrínseca solidez, que no depende de estímulo o de apoyos exteriores.
Las virtudes verdaderas se ambientan en el mundo, sin confundirse con él, y se confirman en el mundo y en medio de las dificultades, como los rayos de sol que hieren el barro y lo secan sin mancharse.
Las virtudes dan unidad a la vida de las personas que las ejercitan. Las falsas virtudes conducen a esa separación, que es tan temible, entre las prácticas de piedad y la vida de cada día; las falsas virtudes forman compartimentos estancos en la conducta cotidiana y no pueden así regar, por falta la fecundidad, de toda la vida de una persona. Hay personas que son aparentemente buenas en algunas circunstancias o algunos momentos del día o de la semana, por costumbre, por comodidad, por debilidad.
Las falsas virtudes son fango dorado que, visto desde lejos, parece oro, pero que cuando se coge en la mano se ve inmediatamente, por falta de peso, que ese oro es falso y basta con un ligero arañazo para poner al descubierto el fango que se oculta tras el ligerísimo velo de oro.
En cambio, las verdaderas virtudes son oro, oro puro, sin escorias, aunque algunas veces este oro puro esté manchado por alguna salpicadura de fango. Oro sucio de fango. Pero el Señor coge entre sus manos este oro puro y quita esas manchas con sus manos divinas, para que brille el precioso metal en todo su esplendor.
¡Que la Virgen María, Reina de las virtudes, ¡nos enseñe a desear y a practicar las verdaderas virtudes!”
(Salvador Canals, Ascética y mística, p. 102-105, Colección Patmos nº 110)
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