domingo, 4 de septiembre de 2022

 

DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, AL TERCER DÍA RESUCITÓ
DE ENTRE LOS MUERTOS
Artículo 5, tercera parte

     “En cuarto lugar, recibimos una lección de amor. Si Cristo descendió a los infiernos para librar 
a los suyos, también nosotros debemos bajar allá para ayudar a los nuestros.Ellos por sí solos nada pueden; por tanto, debemos ayudar a los que se hallan en el purgatorio. Demasiado insensible sería quien no auxiliara a un ser querido encarcelado en la tierra; más insensible es el que no auxilia a un amigo que está en el purgatorio, pues no hay comparación entre las penas de este mundo y las de allí. “Compadeceos de mí, compadeceos de mí siquiera vosotros mis amigos, porque la mano del Señor 
me ha tocado” (Iob 19, 21).
“Es santo y piadoso el pensamiento de rogar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados 
(2 Mach 12, 46).

De tres maneras principalmente, según dice Agustín, se les puede auxiliar: con misas, con oraciones y con limosnas. Gregori añade una cuarta, el ayuno. No es extraño: también en este mundo una persona puede dar satisfacción por otra. Todo ello hay que entenderlo únicamente de los que están en el purgatorio. (La existencia del purgatorio y la posibilidad de ayudar a las almas que allí se encuentran por medio de sufragios, fueron definidas por el Concilio II de Lyon (1274), el Florentino (1439) y el Tridentino (1547).

     Dos cosas necesitan conocer el hombre: la gloria de Dios y los castigos del infierno. Estimulados por la gloria y atemorizados por el castigo se guardan y retraen los hombres del pecado. Pero ambas cosas son bastante difíciles de conocer. De la gloria leemos: “¿Quién investigará lo que hay en el cielo?” (Sap 9, 16). Difícil es para los terrenales, porque “el que es de la tierra, de la tierra habla” (Jn 3, 31): sin embargo, no es difícil para los espirituales, porque “el que viene del cielo, está por encima de todos”, según dice a renglón seguido. Por eso bajó Dios del cielo, y se encarnó, para enseñarnos las cosas celestiales.
     Era también difícil conocer los castigos del infierno. En boca de los impíos se ponen estas palabras: “De nadie se sabe que hay vuelto del infierno” (Sap 2, 1). Pero tal cosa no puede decirse ya: así como descendió del cielo para enseñarnos las cosas celestiales, igualmente resucitó de los infiernos para instruirnos sobre éstos. Por consiguiente, es necesario creer no sólo que se hizo hombre, y murió, sino que resucitó de entre los murtos. Por ello profesamos: “Al tercer día resucitó de entre los muertos”.
Muchos otros resucitaron de entre los muertos también, como Lázaro, el hijo de la viuda, la hija de Jairo. Sin embargo, la Resurrección de Cristo se diferencia de la de éstos y la de las demás en cuatro puntos:

     Primero, en la causa de la Resurrección. Los otros que resucitaron, no resucitaron por su propio poder, sino que el de Cristo, o ante las súplicas de algún santo; Cristo, en cambio, por su propio poder resucitó, porque no era hombre sólo sino también Dios y la Divinidad de la Palabra nunca se separó ni de su alma ni de su cuerpo; por eso, el cuerpo recuperó al alma, y el alma al cuerpo, en cuanto quiso. “Porque tengo para entregar mi alma, y poder tengo para recobrarla de nuevo” (Jn 10, 18). Aunque murió, no fue por debilidad ni por necesidad, sino por su poder, puesto que lo hizo libremente; esto bien claro está, porque al entregar su espíritu clamó con gran voz, cosa de la que son incapaces los demás moribundos, pues por debilidad mueren. Por ello dijo el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios” (Mt 27, 54). Por consiguiente, lo mismo que entregó el alma por su propio poder, así también por su propio poder la recobró; por lo cual se dice que “resucitó”, y no que fue resucitado, como si la causa hubiese sido otro. “Yo me dormí, y tuvo un profundo sueño, y me alcé” (Ps 3, 6). Esto no está en contradicción con lo que se afirma: “A este Jesús lo resucitó Dios” (Ac 2,32), pues lo resucitó el Padre. y también el Hijo, porque uno mismo es el poder del Padre y el del Hijo".

               (Santo Tomás de Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 5, p. 73-76, Colección Patmos n. 155)

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