PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
“En su discurso en el Areópago, en Atenas, san Pablo dice: “En él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 28). Ninguna partícula del universo puede subsistir, si no está impregnada de Dios. Sin embargo, hay una presencia efectiva y una morada actual de Dios en el mundo. Todo el Antiguo Testamento relata la historia de su venida y de su permanencia entre los hombres, de cómo los ha gobernado y dirigido y del destino que su amor por ellos los hizo cargar sobre sus espaldas. Pero la última y sustancial venida, presencia y morada de Dios entre nosotros es Cristo. El prólogo del Evangelio de san Juan dice que la Palabra “estaba en el mundo y el mundo fue hecho por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron”, Y agrega, “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (san Juan 1, 10-11; 14)
Donde estaba Jesús esta Dios. Cuando Jesús entraba en el templo, iba a una casa o caminaba por las calles, allí estaba Dios, en un forma tan particular y expresiva, que se debe añadir que, así como estaba allí, al mismo tiempo no estaba en el umbral del templo, en otra casa o en otra calle cualquiera. Hablar así parece extraño, infantil, espiritualmente torpe, pero, sin embargo, es verdad. La verdad es siempre la verdad, y ella declara que algo real y esencial se presenta, es visto y expresado manifiestamente. Pero hay distintos grados jerárquicos de la verdad, pues algunos son superiores y más nobles que otros. Es una verdad maravillosa la que afirma que Dios está en todas partes, gobierna como Creador cada lugar del mundo y lo sostiene con su poder y con su amor. Pero hay otra verdad, mucho más noble y sagrada, que nos revela que Dios ha venido efectivamente en Cristo, de tal modo que allí donde estuvo Cristo también de una manera novedosa y específica, estaba presente Dios, una manera que nuestro pensamiento no comprende, porque no puede ponerla en consonancia con la omnipresencia divina, que es experimentada por la intimidad viva de nuestro espíritu como el más profundo misterio del amor de Dios.
A partir de esto, se logra también la respuesta de por qué el templo eclesial es casa de Dios y recinto sagrado. En primer lugar, por el hecho de que el obispo, en virtud de su ministerio, lo separa del vínculo universal que tiene el mundo del hombre con la realidad natural, lo aparte de las finalidades y aplicaciones de la existencia cotidiana y se lo adjunta a Dios. De este modo, lo convierte en propiedad de Dios, en expresión de su inaccesibilidad, reflejo de su santidad y signo de su soberanía. Pero esto es, antes que nada, una anticipación, pues, en sentido específico, el lugar se torna sagrado en virtud de la celebración del memorial del Señor. En la consagración del pan y del vino, él mismo se hace actualmente presente en una forma que sólo es válida aquí. Él permanece en medio de la comunidad reunida de los fieles, con su amor redentor y con su destino salvífico universal. En la comunión, él se da como alimento y luego vuelve a marcharse. Así, una y otra vez, tiene lugar el “paso del Señor”, y la Iglesia es el espacio el cual se consuma esta venida, permanencia y partida del Señor. Tales pensamientos nos preparan para celebrar la santa Misa. Afirmar que el templo es el lugar sagrado al cual él vendrá, que es el lugar donde permanecerá y del cual volverá a ausentarse, nos arranca de la distracción y nos hace vencer la indiferencia”
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El espacio
sagrado, capítulo 5, segunda y última, p. 36-38)
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