“El cristianismo burgués es una forma
defectuosa de entender y vivir el Evangelio, presente en algunas sociedades
contemporáneas como la nuestra. ¿En qué consiste? Al igual que otros conceptos
relevantes, burgués es una expresión polisémica. En su sentido más común, sirve
para referir a un miembro de la clase social acomodada, que desempeña una
profesión liberal o -en terminología marxista- es dueño de los medios de
producción. En otro sentido frecuente, describe la acritud de quien evita la exigencia
y procura llevar una vida aburguesada, cómoda. De este modo se emplea, a veces,
en contextos religiosos para recriminar a quienes viven un cristianismo que excluye
la cruz. Sin embargo, ninguno de estos sentidos es el relevante para lo que
aquí se pretende explicar.
A un cristiano burgués le definen dos
rasgos característicos. Primero, concebir la religión de manera individualista
y segundo, haber olvidado el fuerte sentido de misión presente en la Iglesia
desde sus orígenes. Podría decirse que se trata de una fe egoísta, pues la
máxima preocupación consiste en salvar la propia alma. Además, y esto es quizá
lo más distintivo, su principal deseo es alcanzar la seguridad y la
estabilidad. De este modo se anega el ímpetu creador de quien concibe la vida
como respuesta a una llamada. El horizonte espiritual de alguien así resulta
previsible, incluso aburrido.
Empleando conceptos de Ortega y Gasset,
podría hablarse de un cristianismo con mentalidad de masa, que no desea salir
de la vulgaridad -la media sociológica- ni aspirar a la existencia noble de
quien pone sus talentos al servicio de un ideal superior. Reinan el conformismo
y la asimilación. Al igual que sucede con el hombre-masa de Ortega, el
cristianismo burgués no es un fenómeno exclusivo de una clase social, puede
darse en personas de distinta condición. De modo paradójico, esta mentalidad a
veces se encuentra entre aquellos que respetan los principales mandamientos,
participan en actos religiosos y dan limosna, es decir, quienes parecen llevar
una vida cristiana exigente.
La clave para explicar este fenómeno se
encuentra en la sociología religiosa, pues la cultura propia de cada momento
histórico configura la manera en que las personas encarnan la fe. Cultura y
religión forman un binomio difícil de separar. Incluso en sociedades
poscristianas como la española, resulta innegable el influjo que lo religioso
sigue ejerciendo. A la vez, como en todo binomio, también hay influencia en la
otra dirección. Por su carácter histórico, la religión cristiana no es
impermeable a los valores dominantes de cada época.
Fe Benedicto XVI quien más claramente
denunció semejante deriva del mensaje de Jesús. Según sostiene en “Spe Salvi”,
se ha llegado a pensar en el cristianismo como algo “estrictamente
individualista” o una “búsqueda egoísta de la salvación” por influjo de algunas
ideas propias de las sociedades modernas. En concreto, sería resultado de haber
privatizado la noción cristiana de esperanza. El intento de resolver los
problemas del mundo “como si Dios no existiera” provocó que la religión quedara
excluida en la esfera de la conciencia, el hogar y el templo, como bien ha
explicado Charles Taylor en “La era secular”.
Es cierto que esta evolución histórica
trajo efectos positivos como la separación Iglesia-Estado y la consagración de
la conciencia personal como un ámbito inviolable. Sin embargo, también tuvo
secuelas negativas. Los creyentes olvidaron la dimensión social de su fe, según
advirtió Henri de Lubac en “Catolicismo. Aspectos sociales del dogma”. Además,
surgieron actitudes moralistas, que reducen la religión a lo ético (es decir, a
lo puramente natural), traicionando así la esencia del cristianismo, por utilizar
la conocida expresión de Romano Guardini”. Continúa
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