La confesión sacramental, un
camino de libertad y
de amor a Dios
de amor a Dios
Necesitamos la gracia que nos concede el Señor a través de los sacramentos. La novedad en nuestra existencia viene por esa participación en la vida divina.
San Josemaría amaba con locura esas “huellas de Cristo” y animaba, a cada persona que trataba, a que frecuentase con devoción los sacramentos para vivir vida cristiana. Invitaba, inspirándose en la parábola del hijo pródigo, a “volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 64)
En una catequesis de niños de primera Comunión, Benedicto XVI explicaba: “Es verdad que nuestros pecados son casi siempre los mismos, pero limpiamos nuestras casas, nuestras habitaciones, al menos una vez por semana, aunque la suciedad sea siempre la misma, para vivir en un lugar limpio, para recomenzar; de lo contrario, tal vez la suciedad no se vea, pero se acumula. Algo semejante vale también para el alma, para mí mismo; si no me confieso nunca, el alma se descuida y, al final, estoy siempre satisfecho de mí mismo y ya no comprendo que debo esforzarme también por ser mejor, que debo avanzar. Y esta limpieza del alma, que Jesús nos da en el sacramento de la Confesión, nos ayuda a tener una conciencia más despierta, más abierta, y así también a madurar espiritualmente y como persona humana (…). Es muy útil para mantener (…) la belleza del alma, y madurar poco a poco en la vida” (Benedicto XVI, Encuentro con niños Primera Comunión, Plaza san Pedro 15.X.2005)
de Madrid, 17 de septiembre 1014)
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