En comparación con la mayor parte de las culturas antiguas, damos muy poca importancia a los nombres de las personas. Se ponen a los niños y a las niñas sin pensárselo demasiado: casi siempre en relación con los personajes de moda en el deporte, el cine a las series de televisión.
En otras culturas y desde la más remota antigüedad, los nombres de las personas no eran un adorno convencional y como exterior, sino que querían expresar algo de la misma persona y quizá presagiar su futuro.
Hablar del nombre es hablar de la persona. Maltratar el nombre es maltratar a la persona. Esto también sucede con el Nombre de Dios. Se comprende que hacia el Nombre de Dios sientan distinto respeto las personas que creen de las que no creen. Para el que cree, se trata del Dios verdadero, y al nombrarlo, de alguna manera se le hace presente, con toda su dignidad y su fuerza. Por eso usa el Nombre de Dios con reverencia y los creyentes lo escriben con mayúscula.
En castellano, la vieja traducción del
segundo mandamiento, conserva su sabor. Se habla de no tomar el Nombre de Dios
“en vano”. Vano es lo que resulta demasiado ligero. Se pide no tratar el Nombre
de Dios con ligereza, como sin darse cuenta; por broma o juego. Aunque es peor
si se toma en serio de mala manera, como cuando se usa en conjuros y otras
prácticas mágicas.
En hebreo clásico, el nombre se presentaba con cuatro consonantes. En griego “tetra-gramma” (cuatro letras). Por eso, se llama también el “tetragrama” sagrado. Las cuatro letras son: una “y” (“iota” en hebreo), una hache (“he en hebreo), un “v” (“vau” en hebreo) y otra “he” hebrea: YHVH. Así se suele encontrar en la puerta de las sinagogas y también en algunos lugares de culto cristiano.
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