LA RESUCCIÓN DEL SEÑOR
El hecho de la Resurrección del Señor
La resurrección de Jesús
es tema central de la predicación apostólica, y forma una unidad indisoluble
con el misterio de la crucifixión y de la muerte. “A este Jesús -dice san
Pedro-, Dios lo ha constituido Señor y Mesías” (Hch 2,32.36). Es la misma
afirmación que encontramos en los discursos de san Pablo: “Os anunciamos -dice
en la sinagoga de Antioquía- la realización de la promesa hecha a nuestros
padres, que Dios ha llevado a cabo para nosotros, sus descendientes, al
resucitar a Jesús, según estaba escrito en el salmo segundo: “Tú eres mi Hijo,
yo te he engendrado hoy” (Hch 13,32-33).
La Resurrección es,
antes que nada, la glorificación del mismo Cristo, “hecho obediente hasta la
muerte y muerte de cruz, por lo que Dios lo exaltó y le otorgó un nombre que
está sobre todo nombre” (Flp 2,8-9). Esta glorificación, que le corresponde en
atención a su dignidad de Hijo, al mismo tiempo, ha sido conquistada -merecida-
por Jesucristo, conforme se subraya en el texto citado de Filipenses: Dios lo
exaltó por haber sido obediente hasta la muerte de cruz, es decir,
Cristo, obedeciendo, mereció su exaltación. Esta exaltación fue también objeto
de esperanza para Cristo, y de oración, conforme se ve p. ej., en Jn 17, 1 y 5.
En este misterio se
manifiesta la íntima naturaleza del Señorío de Jesús: “Si confiesas con tu boca
al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los
muertos, serás salvo”, escribe san Pablo poniendo de manifiesto que la fe en
Jesús como Señor está en dependencia de la fe en el acontecimiento supremo en
que se manifiesta: la resurrección (cfr Rom 10,9). Es el mismo pensamiento que aparece
en los discursos de san Pedro (cfr Hch 2,32. 36; 3, 13-26). La resurrección de
Jesús tiene, pues, una dimensión soteriológica indiscutible. Con la
resurrección de Jesús, Dios da cumplimiento a sus promesas de un Mesías salvador
(cfr Hch 13,30. 32-37). La relación entre la resurrección de Jesús y nuestra
salvación es tan estrecha, que san Pablo no duda en afirmar: “Si Cristo no ha resucitado,
vana es nuestra predicación, vana es nuestra fe” (1 Co 15,14 y 17).
El testimonio del Nuevo
Testamento: el anuncio de Jesús, el sepulcro vacío, las apariciones a los
discípulos.
En el Nuevo Testamento
se encuentran numerosísimos testimonios referentes a la resurrección del Señor,
incluso en aquellos escritos que se detienen poco en la narración de hechos de
la vida de Jesús. Hay como una universal urgencia de dar testimonio de la
resurrección de Cristo, de forma que este acontecimiento se encuentra reflejado
no sólo en los cuatro evangelios, sino en los discursos misioneros de san Pedro
y san Pablo recogidos en Hechos, en las cartas paulinas y en otros escritos apostólicos.
Los relatos de la
resurrección, al mismo tiempo que ponen de relieve que existe identidad entre
el cuerpo sepultado y el cuerpo resucitado de Cristo, dan fe de que, siendo el
mismo, se encuentra en un estado superior en el que no está sometido a las
normales leyes físicas. Así se desprende de la forma en que tienen lugar las
apariciones: Jesús entre en el cenáculo estando las puertas cerradas (cfr Lc
24,36; Jn 20,19.26). Porque le ven pueden testificar con un testimonio que es
único; pero, al mismo tiempo, esa visión es un don de la gracia que, a su vez,
han de aceptar por la fe. Jesús dice a Tomás: “Porque me has visto has creído;
dichosos lo que sin ver creyeron” (Jn 20,29). Se trata de una auténtica
experiencia, que sólo fructifica si es acogida en la fe.
(Fernando
Ocáriz, Lucas F. Mateo-Seco, José Antonio Riestra, El
misterio de Jesucristo,
4ª edición, selección texto, p. 457 y ss. Editorial Eunsa)
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