miércoles, 13 de agosto de 2025

                                          SEÑOR, ¿QUIÉN ERES?

Yo soy el Alfa y la Omega, el Primero y el Último, el Principio y el Fin. (Apocalipsis 22, 13)

Los discípulos percibían atónitos que era Dios mismo, pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta.                 (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, p. 355)

     Cuando Jesús dice YO, ¿quién es el sujeto, ¿quién la persona? ¿quién está detrás de esta expresión aparentemente tan simple? Había nacido en Belén, la ciudad de David. Su aparición pública tiene lugar junto al Jordán en el año decimoquinto del emperador Tiberio César. La predicación de Juan había atraído a numerosos judíos que recibían su bautismo; también Jesús acudió como uno más a este lugar. Después de ser bautizado, mientras estaba en oración se abrió el cielo, y descendió el Espíritu Santo sobre Él como una paloma, y se oyó una voz del cielo: Tú eres mi Hijo amado, en Ti me he complacido. (2)

      ¿Qué pensaron quienes oyeron esta voz del cielo?

      Nosotros sabemos quién es Jesús; sus contemporáneos no pudieron conocer su identidad divina a primera vista, en primer lugar, porque Él es en todo como nosotros y porque solo a través de los milagros, el trato y la conversación se podía vislumbrar su divinidad; “al tomar sobre sí la naturaleza humana completa, el Hijo de Dios quiso asumir con ella las características naturales de esta humanidad y, entre ellas, la pasibilidad y la mortalidad”. (3)

      En cierta ocasión, mientras navegaban los discípulos, de noche y en medio de una tempestad, se apareció de pronto sobre las olas una figura humana: Ellos al verle caminar sobre el mar gritaron; pensaron que era una fantasma; todos le vieron y se asustaron. Pero Él, enseguida, les habló con ellos y les dijo: ¡Soy yo, no temáis! Y subió a la barca con ellos y cesó el viento (4). En este soy Yo es el Hijo eterno quien habla, es Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero.     

Más allá de toda categoría humana

      “Los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que Él era mucho más que uno de los profetas, alguien diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosa, de su potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de modo de tratar las tradiciones de la Ley… Los discípulos percibían atónitos: “Este es Dios mismo” (4)

      Con frecuencia leemos en el Evangelio estas expresiones Yo soy, soy Yo, que solo presentan un ligero cambio en el orden de las dos palabras. Sin embargo, esta variación encierra un gran significado: desde la zarza que ardía sin consumirse en el desierto, Moisés escuchó la voz de Dios, y a la pregunta sobre cuál era el nombre del que hablaba, la respuesta fue: Yo soy el que soy. (5) Este modo de llamarse es misterioso, pero es preciso reconocer que el nombre de Dios no puede tener palabras humanas que no signifiquen del todo; nuestro lenguaje carece de esta capacidad.

      La divinidad de Jesucristo tiene su fundamento en la igualdad de naturaleza con el Padre, igualdad que implica la preexistencia: una existencia eterna y sin principio. En su vida terrena, temporal, posee una gloria igual a la del Padre, aunque permanece oculta bajo el velo de la carne. Jesús atestigua que existencia anterior al decir que vino al mundo y que salió del Padre. (6)

  Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. (7) No hizo alarde alguno: ha descendido para identificarse con nuestra pobre condición humana.

                 Notas: 2). Lucas 3,21-22; 3) Ocáriz, Mateo-Seco, Riestra, El misterio de Jesucristo; 4) Marcos 6,49-50; 5)

                Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, I, p. 355; 6) Éxodo 3,14; 7) Filipenses 2,6-8.
                               (Francisco Fernández-Carvajal, El Misterio de Jesús de Nazaret, p. 31-32, Ediciones Palabra)

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