DE LA
ELECCIÓN
“La primera de
las reglas del arte de pensar creemos
que consiste en esta simple palabra: Elige, o sea, escoge. “Amo mi elección”,
dice una divisa de una antigua familia inglesa. I like my choice. Pero
para amar la elección, antes hay que haberla hecho.
“Quienquiera –decía
Vauvenargues- que tenga la mente verdaderamente profunda debe tener la fuerza
de fijar su pensamiento fugitivo, de retener lo que ha visto bajo su mirada
para reflexionar sobre el fondo y llevar a un punto una larga cadena de ideas”.
Este esfuerzo no es otro que el pensamiento mismo. No sería difícil demostrar
que así se persigue y se logra en nosotros el trabajo constante de la vida, que
es clasificación, examen y selección. ¿Qué son los seres humanos sino
instrumentos de selección: cómo pueden alimentarse o reproducirse sino por una
elección que, siempre instintiva al comienzo, se convertirá cada vez más en
tributaria de su voluntad, y estará
hecha cada vz más a su imagen? Y nuestros sentidos, ¿qué son ya, sino aparatos
hechos para captar en el concierto infinito de las ondas cósmicas lo que forman
los sonidos y los colores, y muchas otras cosas que quizás nos influyen sin
llegar hasta el fondo de la conciencia?
Toda elección
implica por tanto un juicio. Y esto es ya el pensamiento.
Ésta es la razón
(por decirlo de pasada) por la que estos cuadernos de extractos de lecturas que
nuestros abuelos guardaban con gusto constituían un método, modesto pero
excelente, para aprender a pensar con un poco de ayuda.
Estos cuadernos
de elección, eran ya para los adolescentes un medio para conocerse, lo cual no
puede nunca realizarse directamente, sino observándose vivir, según su
disposición espontánea y sus aptitudes naturales, al anotar sus preferencias.
Contaba Chateaubriand en sus Mémoires que
Joubert, ese delicioso escritor de comienzos de siglo, Joubert el amigo de las
sentencias diáfanas y que hablan al alma a través de la mente, rompía, cuando
leía, las páginas que no le gustaban y así tenía una “biblioteca a su medida,
compuesta de obras vacías, envueltas en cubiertas demasiado grandes”. No
aconsejaría imitarlo; sería impío, y no veo por otro lado ninguna obra que
pueda resistir este trato; si no es precisamente el libro mismo de Joubert, que
es una pura quintaesencia. Bien pensado, este método destructor presupone que
uno será siempre el mismo, y no prevé lo que puede ocurrir: que después de diez
años de vida no se amen los mismos pasajes de un libro. Joubert tenía una salud
delicada, escribía a lápiz y de una vez. Copiar, sin duda, lo habría fatigado.
El ligero esfuerzo que hacía por romper las hojas insípidas, además de
satisfacer sus justas cóleras, era una manera inocente de ejercer la venganza
del buen gusto, y tenía la ventaja de seleccionar lo mediocre para sólo retener
lo mejor”.
(Jean Guitton,
Nuevo arte de pensar, p. 48-49, Ediciones Encuentro)
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