sábado, 18 de julio de 2020


                                          DE  LA  ELECCIÓN

“La primera de las reglas del  arte de pensar creemos que consiste en esta  simple palabra: Elige, o sea, escoge. “Amo mi elección”, dice una divisa de una antigua familia inglesa.  I like my choice. Pero para amar la elección, antes hay que haberla hecho.

“Quienquiera –decía Vauvenargues- que tenga la mente verdaderamente profunda debe tener la fuerza de fijar su pensamiento fugitivo, de retener lo que ha visto bajo su mirada para reflexionar sobre el fondo y llevar a un punto una larga cadena de ideas”. Este esfuerzo no es otro que el pensamiento mismo. No sería difícil demostrar que así se persigue y se logra en nosotros el trabajo constante de la vida, que es clasificación, examen y selección. ¿Qué son los seres humanos sino instrumentos de selección: cómo pueden alimentarse o reproducirse sino por una elección que, siempre instintiva al comienzo, se convertirá cada vez más en tributaria  de su voluntad, y estará hecha cada vz más a su imagen? Y nuestros sentidos, ¿qué son ya, sino aparatos hechos para captar en el concierto infinito de las ondas cósmicas lo que forman los sonidos y los colores, y muchas otras cosas que quizás nos influyen sin llegar hasta el fondo de la conciencia?

Toda elección implica por tanto un juicio. Y esto es ya el pensamiento.

Ésta es la razón (por decirlo de pasada) por la que estos cuadernos de extractos de lecturas que nuestros abuelos guardaban con gusto constituían un método, modesto pero excelente, para aprender a pensar con un poco de ayuda.

Estos cuadernos de elección, eran ya para los adolescentes un medio para conocerse, lo cual no puede nunca realizarse directamente, sino observándose vivir, según su disposición espontánea y sus aptitudes naturales, al anotar sus preferencias. Contaba Chateaubriand en sus Mémoires que Joubert, ese delicioso escritor de comienzos de siglo, Joubert el amigo de las sentencias diáfanas y que hablan al alma a través de la mente, rompía, cuando leía, las páginas que no le gustaban y así tenía una “biblioteca a su medida, compuesta de obras vacías, envueltas en cubiertas demasiado grandes”. No aconsejaría imitarlo; sería impío, y no veo por otro lado ninguna obra que pueda resistir este trato; si no es precisamente el libro mismo de Joubert, que es una pura quintaesencia. Bien pensado, este método destructor presupone que uno será siempre el mismo, y no prevé lo que puede ocurrir: que después de diez años de vida no se amen los mismos pasajes de un libro. Joubert tenía una salud delicada, escribía a lápiz y de una vez. Copiar, sin duda, lo habría fatigado. El ligero esfuerzo que hacía por romper las hojas insípidas, además de satisfacer sus justas cóleras, era una manera inocente de ejercer la venganza del buen gusto, y tenía la ventaja de seleccionar lo mediocre para sólo retener lo mejor”.
                       (Jean Guitton, Nuevo arte de pensar, p. 48-49, Ediciones Encuentro)

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