HUMILDAD, 2ª parte y última
“La humildad, amigo mío nos lo enseñan los
santos, es la verdad. ¡Qué gran motivo para aceptarla y vivirla! Noverim
me! ¡Que yo me conozca, Señor! Este conocimiento íntimo y sincero de
nosotros mismos nos elevará de la mano hacia la santidad.
Déjame
que te diga –pues me lo he dicho muchas
veces a mi mismo- que no eres nada: la existencia la has recibido de
Dios, nada tienes que no hayas recibido de El; tus talentos, tus dones, de
naturaleza y de gracia, son precisamente esto: dones; ¡no lo olvides! Y la gracia es gracia y fruto de los méritos
del Salvador.
Pero
a esta nada que tú eres, amigo mío, tú has añadido el pecado, pues has abusado
muchas veces de la gracia de Dios, por maldad o, por lo menos, por debilidad.
Y
a estas dos realidades has añadido una tercera, más triste que las primeras, la
de que siendo nada y pecado… has vivido de vanidad y de orgullo.
Nada…,
pecado…, orgullo… ¡Qué fundamento tan seguro para nuestra humildad, para que
ésta sea ciertamente humildad verdadera, humildad de corazón.
El
soberbio y el incrédulo tienen algo más en común de cuanto parece. El incrédulo
es un ciego que atraviesa el mundo y ve las cosas creadas, sin descubrir a
Dios. El soberbio descubre y ve a Dios en la naturaleza, pero no logra
descubrirlo y verlo en sí mismo.
Si
descubres a Dios en ti mismo serás humilde y atribuirás a El todo lo que de
bueno haya en ti: Quid habes quod non accepisti? ¿Qué tienes que no hayas recibido? No cerrarás neciamente los ojos
sobre ninguna de las virtudes o de las cualidades que existen en tu alma, porque
sabes que vienen de Dios y que un día El te pedirá cuenta de ellas. Te
esforzarás para que den fruto: no sepultarás ninguno de tus talentos. Y
conservando el mérito de las obras buenas, sabrás dar a Dios la gloria de
ellas: Deo omnis gloria! ¡Para
Dios toda la gloria! La vana complacencia no hallará sitio en tu alma
humilde.
A
través del camino abierto por la humildad la paz de Dios entrará en tu alma.
Hay una promesa divina: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde
et invenietis requiem animabus vestris. Aprender de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz
para vuestras almas. Un corazón sincero y prudentemente humilde no se turba
de nada. Estate seguro, amigo mío, de que, casi siempre, la causa de nuestras
turbaciones y de nuestras inquietudes está en la preocupación excesiva por la
propia estima o en el inquieto anhelo de la estimación de los demás.
El
alma humilde pone la propia estimación y el deseo de la estimación ajena en las
manos de Dios. Y sabe que allí estarán seguras.
Saca,
pues, fuerza de la humildad para decir al Señor: si a Ti no sirven, tampoco yo
sé qué hacer de ellas. Y en este generoso abandono hallarás la paz prometida a
los humildes.
Que la humildad de María, hermano mío, nos sirva de consuelo y de modelo”.
(Ediciones Rialp, Colección Patmos nº 110, Salvador
Canals, Ascética meditada, p. 66-68)
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