miércoles, 22 de septiembre de 2021

 

                                               HUMILDAD, 2ª parte y última 

“La  humildad, amigo mío nos lo enseñan los santos, es la verdad. ¡Qué gran motivo para aceptarla y vivirla! Noverim me! ¡Que yo me conozca, Señor!  Este conocimiento íntimo y sincero de nosotros mismos nos elevará de la mano hacia la santidad.

Déjame que te diga –pues me lo he dicho muchas  veces a mi mismo- que no eres nada: la existencia la has recibido de Dios, nada tienes que no hayas recibido de El; tus talentos, tus dones, de naturaleza y de gracia, son precisamente esto: dones; ¡no lo olvides!  Y la gracia es gracia y fruto de los méritos del Salvador.

Pero a esta nada que tú eres, amigo mío, tú has añadido el pecado, pues has abusado muchas veces de la gracia de Dios, por maldad o, por lo menos, por debilidad.

Y a estas dos realidades has añadido una tercera, más triste que las primeras, la de que siendo nada y pecado… has vivido de vanidad y de orgullo.

Nada…, pecado…, orgullo… ¡Qué fundamento tan seguro para nuestra humildad, para que ésta sea ciertamente humildad verdadera, humildad de corazón.

El soberbio y el incrédulo tienen algo más en común de cuanto parece. El incrédulo es un ciego que atraviesa el mundo y ve las cosas creadas, sin descubrir a Dios. El soberbio descubre y ve a Dios en la naturaleza, pero no logra descubrirlo y verlo en sí mismo.

Si descubres a Dios en ti mismo serás humilde y atribuirás a El todo lo que de bueno haya en ti: Quid habes quod non accepisti? ¿Qué tienes que no hayas recibido? No cerrarás neciamente los ojos sobre ninguna de las virtudes o de las cualidades que existen en tu alma, porque sabes que vienen de Dios y que un día El te pedirá cuenta de ellas. Te esforzarás para que den fruto: no sepultarás ninguno de tus talentos. Y conservando el mérito de las obras buenas, sabrás dar a Dios la gloria de ellas: Deo omnis gloria! ¡Para Dios toda la gloria! La vana complacencia no hallará sitio en tu alma humilde.

A través del camino abierto por la humildad la paz de Dios entrará en tu alma. Hay una promesa divina: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde et invenietis requiem animabus vestris. Aprender de Mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis la paz para vuestras almas. Un corazón sincero y prudentemente humilde no se turba de nada. Estate seguro, amigo mío, de que, casi siempre, la causa de nuestras turbaciones y de nuestras inquietudes está en la preocupación excesiva por la propia estima o en el inquieto anhelo de la estimación de los demás.

El alma humilde pone la propia estimación y el deseo de la estimación ajena en las manos de Dios. Y sabe que allí estarán seguras.

Saca, pues, fuerza de la humildad para decir al Señor: si a Ti no sirven, tampoco yo sé qué hacer de ellas. Y en este generoso abandono hallarás la paz prometida a los humildes.

Que la humildad de María, hermano mío, nos sirva de consuelo y de modelo”. 

 (Ediciones Rialp, Colección Patmos nº 110, Salvador Canals, Ascética meditada, p. 66-68)

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario