HUMILDAD, 1ª parte
Derribó el solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes (Evangelio san Lucas, 1, 52)
" Muchas veces he pensado y ahora aprovecho la ocasión para decirlo por escrito, que la virtud de la humildad se resiente del valor del nombre que lleva y de las realidades que encierra.
Ninguna
otra virtud es, en efecto, tan menospreciada y tan poco y mal conocida,
tan ignorada y tan deformada, como esta
virtud cristiana. La virtud de la humildad es una virtud humillada.
Y
no sé si le hace más daño el olvido en
que la deja el mundo, las burlas y el escarnio con que muchos la acogen, o la
falsía y la poca elegancia con que algunos la presentan.
Me
parece, amigo mío, que es verdaderamente necesario que nosotros los cristianos
conozcamos mejor esta virtud y sintamos profundamente su importancia; que
luchemos por conquistarla y por vivirla rectamente, para presentarla de este
modo con su verdadera fisonomía a los ojos de un mundo enfermo de vanidad y de
soberbia. A este apostolado del buen ejemplo, tan eficaz y olvidado, debemos tú
y yo sentirnos invitados por Jesucristo, cuando dice: Discite a Me quia mitis sum et
humilis corde, aprender de Mi que
soy manso y humilde de corazón. Humildes de corazón: así nos quiere el
Señor, con aquella humildad que nace del corazón y da fruto en obras. Porque la
otra humildad, que nace y muere en los labios, es falsa; es una caricatura.
Palabras, actitudes, modos, no pueden por sí solos crear una virtud; pero sí
deformarla.
La
inteligencia debe abrirnos el camino del corazón y ayudarnos a depositar allí,
con efecto, la buena semilla de la verdadera humildad, que, con el tiempo y la
gracia de Dios, echará raíces profundas y dará sabrosos frutos.
La
humildad verdadera, amigo mío, empieza en el punto luminoso en que la
inteligencia descubre y admite, con la fuera necesaria para que el corazón
pueda amarla, esa virtud fundamental, simple y profunda, del sine
Me nihil potestis facere, sin Mí
no podéis hacer nada.
Debemos
aprender a partir, con nuestras manos soberbias, el pan blanco de la verdad
evangélica y distribuirlo ante nuestros ojos ofuscados, que tienen en tan gran
estima nuestro “yo” y nuestras cualidades.
¡Escúchame! Todos nuestros esfuerzos para llegar a ser
mejores y para crecer en el amor de Jesús y en la práctica de las virtudes
evangélicas, serán vanos si su gracia no nos ayuda: nisi Dominus aedificaverit eam, si el Señor no edifica su casa, en vano se
cansan quienes la construyen.
La
más atenta y constante vigilancia es también perfectamente inútil sin la
custodia fuerte y amorosa de su gracia: nisi Dominus custodierit civitatem, in vanum
vigilat custos, si el Señor no
custodia la ciudad, es inútil la vigilancia del centinela.
Nada
pueden así nuestras palabras y nuestras acciones, cuando pretendemos servirnos
de ellas para hacer bien a las almas. Nuestro apostolado y nuestra fatiga, sin
el agua pura de su gracia, son una agitación estéril: neque qui plantat est aliquid,
neque qui rigat, sea qui incrementum dat, Deus, no cuenta el que planta o el que riega, sino Dios Nuestro Señor, que
da el incremento.
Pero
esta gracia que nos es necesaria para mejorar en la virtud, para resistir a las
tentaciones y para que nuestro apostolado sea fecundo, el Señor le concede a
los que son humildes de corazón: Deus superbis resistit humilibus auten dat
gratiam, Dios resiste a los
soberbios y da su gracia a los humildes.
El
Señor, que con suma bondad y con vigilancia llena de delicadeza, distribuye
copiosamente su gracia, no se sirve de los soberbios para llevar a cabo sus
designios: teme que se condenen”.
(Salvador Canals, Ascética
meditada, p. 63-66)
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