viernes, 17 de septiembre de 2021

 

HUMILDAD, 1ª parte

Derribó el solio a los poderosos, y ensalzó a los humildes (Evangelio san Lucas, 1, 52)

Muchas veces he pensado y ahora aprovecho la ocasión para decirlo por escrito, que la virtud de la humildad se resiente del valor del nombre que lleva y de las realidades que encierra.

Ninguna otra virtud es, en efecto, tan menospreciada y tan poco y mal conocida, tan  ignorada y tan deformada, como esta virtud cristiana. La virtud de la humildad es una virtud humillada.

Y no sé si le  hace más daño el olvido en que la deja el mundo, las burlas y el escarnio con que muchos la acogen, o la falsía y la poca elegancia con que algunos la presentan.

Me parece, amigo mío, que es verdaderamente necesario que nosotros los cristianos conozcamos mejor esta virtud y sintamos profundamente su importancia; que luchemos por conquistarla y por vivirla rectamente, para presentarla de este modo con su verdadera fisonomía a los ojos de un mundo enfermo de vanidad y de soberbia. A este apostolado del buen ejemplo, tan eficaz y olvidado, debemos tú y yo sentirnos invitados por Jesucristo, cuando dice: Discite a Me quia mitis sum et humilis corde, aprender de Mi que soy manso y humilde de corazón. Humildes de corazón: así nos quiere el Señor, con aquella humildad que nace del corazón y da fruto en obras. Porque la otra humildad, que nace y muere en los labios, es falsa; es una caricatura. Palabras, actitudes, modos, no pueden por sí solos crear una virtud; pero sí deformarla.

La inteligencia debe abrirnos el camino del corazón y ayudarnos a depositar allí, con efecto, la buena semilla de la verdadera humildad, que, con el tiempo y la gracia de Dios, echará raíces profundas y dará sabrosos frutos.

La humildad verdadera, amigo mío, empieza en el punto luminoso en que la inteligencia descubre y admite, con la fuera necesaria para que el corazón pueda amarla, esa virtud fundamental, simple y profunda, del sine Me nihil potestis facere, sin Mí no podéis hacer nada.

Debemos aprender a partir, con nuestras manos soberbias, el pan blanco de la verdad evangélica y distribuirlo ante nuestros ojos ofuscados, que tienen en tan gran estima nuestro “yo” y nuestras cualidades.

¡Escúchame!  Todos nuestros esfuerzos para llegar a ser mejores y para crecer en el amor de Jesús y en la práctica de las virtudes evangélicas, serán vanos si su gracia no nos ayuda: nisi Dominus aedificaverit eam, si el Señor no edifica su casa, en vano se cansan quienes la construyen.

La más atenta y constante vigilancia es también perfectamente inútil sin la custodia fuerte y amorosa de su gracia: nisi Dominus custodierit civitatem, in vanum vigilat custos, si el Señor no custodia la ciudad, es inútil la vigilancia del centinela.

Nada pueden así nuestras palabras y nuestras acciones, cuando pretendemos servirnos de ellas para hacer bien a las almas. Nuestro apostolado y nuestra fatiga, sin el agua pura de su gracia, son una agitación estéril: neque qui plantat est aliquid, neque qui rigat, sea qui incrementum dat, Deus, no cuenta el que planta o el que riega, sino Dios Nuestro Señor, que da el incremento.

Pero esta gracia que nos es necesaria para mejorar en la virtud, para resistir a las tentaciones y para que nuestro apostolado sea fecundo, el Señor le concede a los que son humildes de corazón: Deus superbis resistit humilibus auten dat gratiam, Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes.

El Señor, que con suma bondad y con vigilancia llena de delicadeza, distribuye copiosamente su gracia, no se sirve de los soberbios para llevar a cabo sus designios: teme que se condenen”.

                                                        (Salvador Canals, Ascética meditada, p. 63-66)

No hay comentarios:

Publicar un comentario