LAS HUMILLACIONES, 2ª y última parte
Nuestra primera reacción frente a
todo esto ha de ser una reacción de humildad. Aceptar la humillación o el
fracaso como verdadera humildad, con la que se llama humildad de corazón,
porque en él tiene sus raíces y de él saca toda su fuerza. Y no sólo aceptar la
humillación, sino amarla, amar nuestra propia miseria y llegar por ese camino a
dar gracias al Señor porque ha hecho que nos conozcamos tal como somos en
realidad.
Evitaremos,
por consiguiente, todo lo que sea o sepa a rebeldía interior contra estas
humillaciones o fracasos. ¡Qué falta de humildad de corazón demostraríamos si
nos rebelásemos contra ese estado de humillación, en el que la bondad y la
Providencia de Dios quieren poner a nuestra alma para que madure y se una más a
Él!
No sólo
debes impedir ese rebeldía, sino que debes también evitar con cuidado toda
justificación ante ti mismo y ante los
demás.
Las
fáciles y abundantes justificaciones que, si no eres verdaderamente humilde,
hallarás para alimentar tu soberbia, que surge en defensa del alto concepto que
tienes de ti mismo, cortarán al nacer todos los frutos de humildad y de eficacia
que Dios reservaba a tu alma. ¡No te justifiques ante tu alma sola y humillada!
Ahoga en la humildad ese razonamiento soberbio que ha de cerrar, en apariencia,
una herida mal cicatrizada. Ten la valentía de despreciar ese contraataque del
orgullo que quiere recuperar las posiciones que perdió tu amor propio. Vuelve
la espalda y el rostro a la insidiosa caricia de la soberbia. Persuádete de que
ésta es la hora de Dios. Ama nesciri et pro nihilo reputari,
gusta que no te comprendan y de que te tengan por nada.
Pero tampoco
debes desalentarte ante la humillación. Este es el último escollo que tu
psicología tiene que superar para que no quede ningún complejo en tu carácter,
ni limitación alguna en tu capacidad de trabajo y de servicio de Dios. El bálsamo
de optimismo y de la confianza obrará de modo que la herida -cauterizada por la
humildad- cicatrice perfectamente y se transforme en un trofeo de gloria. La
desconfianza y el desaliento provocarían un terrible daño a tu lucha ascética y
a tu vida de apostolado.
Después
de haber reaccionado con humildad de corazón y de haber evitado, también con
humildad, los escollos que acabo de indicarte, nos volveremos a levantar, amigo
mío, con gran confianza. ¡Qué buen punto de partida para nuestra confianza esta
humillación aceptada con humildad!
Sintamos con San
Pablo la fuerza y el empuje que la virtud de la esperanza que, como el viento
del mar, hincha las velas de la nave de nuestra vida interior: Cum
infirmor tunc sum, cuando soy más débil, es cuando soy más fuerte.
Ahora que soy más consciente de mi debilidad podrá apoyarme eficazmente en la
fortaleza de Dios. Pues esta esperanza volverá a despertar el adormecido amor y
hará, amigo mío, que hallemos palabras apropiadas para expresarlo al Señor. Y
no conozco palabras más apropiadas que ese momento espiritual que las de Pedro
a Cristo, palabras de amor contrito y confiado, en su primer encuentro después
de la triple negación: Domine, tu onmia noscis, ¡tu scis quia amo Te!;
Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo. Tú sabes ¡oh Señor!, que te
amo a pesar de todas las cosas y sobre todas las cosas. Y el peso que nos
oprimía desparece y de la humillación no queda otra cosa que humildad,
experiencia, confianza y amor.
La humildad y la
confianza llevan de la mano a nuestra alma hacia la alegría y la decisión. ¡Cuántos
los recursos de la humildad! Nuestras fuerzas han aumentado, nuestra decisión
se ha hecho más firme y más prudente. La alegría arranca entonces a nuestra
alma las alborozadas palabras de San Pablo: Libenter gloriabor
infirmitativus meis, me gloriaré gustosamente en mis debilidades.
Y la decisión se concreta en aquellas otras palabras del Doctor de las Gentes: Omnia
possum, ¡todo lo puedo!
El coloquio con la
Virgen María, que es toda humildad, surge tan espontáneo que prefiero no
escribirlo: prefiero que tu alma y la mía lo tengamos con Ella a solas”.
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Ediciones Rialp, Colección Patmos, nº 110, p. 80-83)
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