LA RUTA DEL ORGULLO, 1ª parte
“Existe
un camino que no es, ciertamente, el de la salvación, ni de la felicidad, y por
el cual -ello, no obstante- solemos adentrarnos los hombres con gran facilidad.
Es la ruta del orgullo. Déjame pues, amigo mío, que a propósito de ella, te
confíe algún pensamiento y alguna reflexión, de modo que aprendamos juntos a
reconocerla desde el prime instante y a evitarla siempre.
La
ruta del orgullo tiene un principio bastante triste, porque comienza con la
negación de Dios en nuestras almas y en nuestras vidas. Alguien ha hecho notar,
a este respecto, con gran agudeza, que el ateo y el orgullo tienen muchos puntos
en común. El ateo, en efecto, se niega a admitir la existencia de Dios al
través de la prueba de la creación y de las criaturas; no ve a Dios nuestro
Señor en el creado. Y el orgulloso se niega a reconocer a Dios en su alma y en
su vida: no vislumbra a Dios nuestro Señor en los dones de la naturaleza y de
gracia que enriquecen su personalidad y fructifican en su vida.
El
orgullo, en realidad, no es más que una estimación desordenada de las
cualidades propias y de los propios talentos. No es más que la idea desmesurada
y desordenada que nos hemos formado de nosotros mismos. Cultivamos
voluntariamente y con una especie de interior circunspección este alto concepto
de nuestro propio ser, y no admitimos ninguna sombra, por pequeña que sea, ni
referencia alguna a otras personas y no soportamos ningún reproche o
corrección. Atribuimos a nosotros mismos -olvidándonos por completo de Dios
nuestro Señor- todo lo que somos y todo lo que valemos. Y al obrar así,
excluimos a Dios y a los demás de nuestra vida: tan sólo yo importo, dice
obstinadamente el orgulloso, contemplándose complacido y meciéndose con
presunción a sí mismo.
En
las almas que siguen la ruta del orgullo, no encuentran eco alguno aquellas
palabras de San Pablo: Quid habes, ¿quod non accepisti?, ¿qué
tienes de tuyo que no hayas recibido? Y ni siquiera se rinden estas almas
antes aquellas otras palabras, que completan el razonamiento del Apóstol: ¿Quid
gloriaris quasi non acceperis?, ¿por qué te jactas, como si no hubieses
recibido todo lo que posees?
Si
existe un camino que haga complicadas a las almas, éste es la ruta del orgullo.
La ruta del orgullo es un laberinto en el que las almas se desorientan y se
pierden. El orgullo destruye la simplicidad de las almas, aquel ser y aparecer
sin pliegues -sine plicis- que es una encantadora característica
de las personas humildes.
¡Cuántos
pliegues se forman, por el contrario, en el alma contaminada por el orgullo!
Este pecado capital, en efecto, induce -cada vez avasalladoramente- a
replegarse de continuo sobre sí mismo: a volver infinitas veces a demorarse con
el pensamiento sobre los propios talentos, sobre las propias virtudes, ocasión
o circunstancia en la que se triunfó. Y esto es el mundo, vacío y mezquino de
la vana complacencia.
Del
mundo interior se pasa al mundo exterior: la ruta del orgullo continúa su
progresión implacable. Todo aquello que estas personas han construido dentro de
sí, desean ahora edificarlo a su alrededor. Y aunque el Señor dijo: Gloria
mea alteri non dabo, no daré mi gloria a otros, el alma
orgullosa responde a ese mandato divino apropiándose, posesionándose, de dicha
gloria.
Esta
desgraciada ruta jamás puede pasar por el Señor. Nada ni nadie podrá hacer
decir a las almas que han tomado este camino: Gratia Dei sum id quod sum,
sólo por la gracia divina soy lo que soy. Su mirada y su pensamiento jamás
se levantarán, por encima de sus propias cualidades y de sus propios éxitos,
hasta Dios nuestro Señor, para darle gracias por su bondad. La mirada y el
pensamiento de estas alma s se demora siempre a ras de tierra. La ruta del
orgullo empieza con la exclusión de Dios y con el repliegue sobre uno mismo.
El
horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El
orgulloso no lograr mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus
virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama
tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos”.
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(Salvador Canals, Ascética
meditada, p.84-87, Colección Patmos, nº 110, Ediciones Rialp)
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