domingo, 14 de noviembre de 2021

 

LA RUTA DEL ORGULLO, 1ª parte

“Existe un camino que no es, ciertamente, el de la salvación, ni de la felicidad, y por el cual -ello, no obstante- solemos adentrarnos los hombres con gran facilidad. Es la ruta del orgullo. Déjame pues, amigo mío, que a propósito de ella, te confíe algún pensamiento y alguna reflexión, de modo que aprendamos juntos a reconocerla desde el prime instante y a evitarla siempre.

La ruta del orgullo tiene un principio bastante triste, porque comienza con la negación de Dios en nuestras almas y en nuestras vidas. Alguien ha hecho notar, a este respecto, con gran agudeza, que el ateo y el orgullo tienen muchos puntos en común. El ateo, en efecto, se niega a admitir la existencia de Dios al través de la prueba de la creación y de las criaturas; no ve a Dios nuestro Señor en el creado. Y el orgulloso se niega a reconocer a Dios en su alma y en su vida: no vislumbra a Dios nuestro Señor en los dones de la naturaleza y de gracia que enriquecen su personalidad y fructifican en su vida.

El orgullo, en realidad, no es más que una estimación desordenada de las cualidades propias y de los propios talentos. No es más que la idea desmesurada y desordenada que nos hemos formado de nosotros mismos. Cultivamos voluntariamente y con una especie de interior circunspección este alto concepto de nuestro propio ser, y no admitimos ninguna sombra, por pequeña que sea, ni referencia alguna a otras personas y no soportamos ningún reproche o corrección. Atribuimos a nosotros mismos -olvidándonos por completo de Dios nuestro Señor- todo lo que somos y todo lo que valemos. Y al obrar así, excluimos a Dios y a los demás de nuestra vida: tan sólo yo importo, dice obstinadamente el orgulloso, contemplándose complacido y meciéndose con presunción a sí mismo.

En las almas que siguen la ruta del orgullo, no encuentran eco alguno aquellas palabras de San Pablo: Quid habes, ¿quod non accepisti?, ¿qué tienes de tuyo que no hayas recibido? Y ni siquiera se rinden estas almas antes aquellas otras palabras, que completan el razonamiento del Apóstol: ¿Quid gloriaris quasi non acceperis?, ¿por qué te jactas, como si no hubieses recibido todo lo que posees?

Si existe un camino que haga complicadas a las almas, éste es la ruta del orgullo. La ruta del orgullo es un laberinto en el que las almas se desorientan y se pierden. El orgullo destruye la simplicidad de las almas, aquel ser y aparecer sin pliegues -sine plicis- que es una encantadora característica de las personas humildes.

¡Cuántos pliegues se forman, por el contrario, en el alma contaminada por el orgullo! Este pecado capital, en efecto, induce -cada vez avasalladoramente- a replegarse de continuo sobre sí mismo: a volver infinitas veces a demorarse con el pensamiento sobre los propios talentos, sobre las propias virtudes, ocasión o circunstancia en la que se triunfó. Y esto es el mundo, vacío y mezquino de la vana complacencia.

Del mundo interior se pasa al mundo exterior: la ruta del orgullo continúa su progresión implacable. Todo aquello que estas personas han construido dentro de sí, desean ahora edificarlo a su alrededor. Y aunque el Señor dijo: Gloria mea alteri non dabo, no daré mi gloria a otros, el alma orgullosa responde a ese mandato divino apropiándose, posesionándose, de dicha gloria.

Esta desgraciada ruta jamás puede pasar por el Señor. Nada ni nadie podrá hacer decir a las almas que han tomado este camino: Gratia Dei sum id quod sum, sólo por la gracia divina soy lo que soy. Su mirada y su pensamiento jamás se levantarán, por encima de sus propias cualidades y de sus propios éxitos, hasta Dios nuestro Señor, para darle gracias por su bondad. La mirada y el pensamiento de estas alma s se demora siempre a ras de tierra. La ruta del orgullo empieza con la exclusión de Dios y con el repliegue sobre uno mismo.

El horizonte del orgulloso es terriblemente limitado: se agota en él mismo. El orgulloso no lograr mirar más allá de su persona, de sus cualidades, de sus virtudes, de su talento. El suyo es un horizonte sin Dios. Y en este panorama tan mezquino ni siquiera aparecen los demás: no hay sitio para ellos”.

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(Salvador Canals, Ascética meditada, p.84-87, Colección Patmos, nº 110, Ediciones Rialp)

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