CELIBATO Y CASTIDAD, 4ª y última parte
“Con nuestra profunda y clara convicción sobre el significado y la belleza de esta virtud; con nuestra decisión firme y actual que nos hará repetir y afirmar que volveríamos a hacer mil veces lo que hicimos porque estamos convencidos de que es lo mejor que podíamos hacer; con nuestros ojos y nuestros corazones puestos en Jesucristo, al cual hemos confiado nuestras vidas, podremos decir con verdad que hemos defendido nuestro derecho al amor. Y aún te diré más, sirviéndome de la feliz expresión de un monje poeta: somos el mundo de los aristócratas del amor.
Y
no tengo necesidad de decirte, porque ya te lo he dicho, que la castidad no
puede ser una virtud soportada; la castidad debe ser, en nuestras vidas, una
virtud afirmada con alegría, amada con pasión y custodiada con delicadeza y
vigor.
Si
vemos así la pureza como fruto y fuente de amor, la consolidaremos en nuestra
vida, la amaremos y la custodiaremos en toda su maravillosa extensión y grandeza:
Dios nuestro Señor nos pide la pureza de cuerpo y corazón, de alma y de
intención.
La
pureza, hermano mío, es una virtud frágil, o mejor, llevamos el gran tesoro de
esta virtud en vasos frágiles -in vasis fictilibus-: por esto le
hace falta una custodia prudente, inteligente y delicada.
Pero
para la custodia y para la defensa de esta virtud tenemos armas invencibles:
las armas de nuestra debilidad, de nuestra oración y de nuestra vigilancia.
La
humildad es la disposición necesaria para que el Señor nos conceda esta virtud:
Deus…humilibus dat gratiam, Dios da la gracia a los humildes.
No hay duda de que la unión que existe entre esas dos virtudes, entre la
humildad y la castidad es muy íntima. Hasta el punto de que una vez leí
complacido que un escritor espiritual daba a la humildad el nombre de castidad
del espíritu.
Pero tampoco olvidemos, hermano
mío, que para defender esta virtud y para crecer en ella, es absolutamente
necesario que escuchemos y que sigamos con gran delicadeza el consejo de
Jesucristo: Vigilate et orate. Vigilad y orar.
Una
vigilancia que nos llevará a huir con decisión y prontitud de las ocasiones y
de los peligros. Una vigilancia que también se manifestará en el momento de
nuestra apertura, sincera y filial, a la dirección espiritual. Una vigilancia
que nos enseñará a mortificar los sentidos y la imaginación.
La oración, la amistad con Jesús en la Santísima Eucaristía, el Sacramento de la Penitencia y la devoción a la Virgen Inmaculada son los medios, eficaces y necesarios, que nos aseguran la virtud de la castidad”.
(Salvador Canals, Ascética meditada, en
Colección Patmos 110, p. 96-98, Ediciones Rialp)
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