LA SERENIDAD, primera parte
“De pequeño, según costumbre de
todos los niños, construía yo castillos de barro con piedras y trozos de
madera; y si alguien, sin darse cuenta, pasaba por encima y me los
destruía… ¡Qué disgusto el mío! ¡Qué
tragedia!
Cuando ahora pienso en aquellos
juegos de niño, me divierto; y si revivo en la memoria todas aquellas tragedias
infantiles, no puedo por menos de sonreír.
Pues juegos de niños y tragedias
infantiles son, si sabemos mirarlas sobrenaturalmente, tantas y tantas
preocupaciones de personas de años muy mayores y de juicio muy maduro
La virtud de la serenidad es una
rara virtud que nos enseña a ver las cosas en su verdadera luz y a apreciarlas
en su justo valor: el que real y objetivamente tienen, que nos es revelado por
el equilibrio y por el buen sentido; y el valor sobrenatural que deben
conseguir, al cual nos lleva el espíritu de fe.
Nos falta la serenidad cuando
deformamos la realidad, cuando hacemos de un grano de arena una montaña; cuando
nos afligen con su peso cosas que no deberían turbarnos; todas y cada una de
las veces que no tenemos en cuenta, en nuestros juicios, a la Providencia
Divina y a la luz de las verdades eternas.
¿Qué quedaría en nuestra vida,
amigo mío, de tantas preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella
entrase esta virtud cristiana de la serenidad? Nada, o casi nada.
Mira, si no, cómo el simple
transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en
cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del
futuro.
Y es que, el tiempo, al pasar,
deja cada cosa en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos
preocupó y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son
apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida.
Pues de esta serenidad del
presente y del futuro quiero hablarte. Necesitamos de la serenidad de la mente,
para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación,
necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la
ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra
acción, para evitar oscurecimientos, superficiales e inútiles derroches de
nuestras fuerzas.
La mente serena da firmeza y
pulso para el mando; la mente serena encuentra la palabra justa y oportuna que
ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y con sentido de la perspectiva,
sin olvidarse de los detalles y de las circunstancias, que han de resaltar en una
visión de conjunto.
Creo que te debo repetir, amigo
mío, que la virtud de la serenidad es una rara virtud, porque la vida de muchas
personas está dominada por los nervios; porque no pocas existencias se consuman
en imaginaciones y fantasías; y porque hay caracteres que todo lo convierten en
tragedia o melodrama.
La persona meticulosa -
¡cominera! - sólo ve los detalles y
asfixia con su insistencia, el teórico no ve más que los problemas generales y
se aparta de la vida: tan sólo la persona serena sabe ver el conjunto y el
detalle y deducir de todo ello una eficaz y concreta síntesis”. Continúa
(Salvador Canals, Ascética meditada,
p. 106-108, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)
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