viernes, 11 de febrero de 2022

                                                       LA SERENIDAD, primera parte

    “De pequeño, según costumbre de todos los niños, construía yo castillos de barro con piedras y trozos de madera; y si alguien, sin darse cuenta, pasaba por encima y me los destruía…  ¡Qué disgusto el mío! ¡Qué tragedia!

   Cuando ahora pienso en aquellos juegos de niño, me divierto; y si revivo en la memoria todas aquellas tragedias infantiles, no puedo por menos de sonreír.

   Pues juegos de niños y tragedias infantiles son, si sabemos mirarlas sobrenaturalmente, tantas y tantas preocupaciones de personas de años muy mayores y de juicio muy maduro

    La virtud de la serenidad es una rara virtud que nos enseña a ver las cosas en su verdadera luz y a apreciarlas en su justo valor: el que real y objetivamente tienen, que nos es revelado por el equilibrio y por el buen sentido; y el valor sobrenatural que deben conseguir, al cual nos lleva el espíritu de fe.

    Nos falta la serenidad cuando deformamos la realidad, cuando hacemos de un grano de arena una montaña; cuando nos afligen con su peso cosas que no deberían turbarnos; todas y cada una de las veces que no tenemos en cuenta, en nuestros juicios, a la Providencia Divina y a la luz de las verdades eternas.

    ¿Qué quedaría en nuestra vida, amigo mío, de tantas preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella entrase esta virtud cristiana de la serenidad? Nada, o casi nada.

    Mira, si no, cómo el simple transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del futuro.

  Y es que, el tiempo, al pasar, deja cada cosa en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos preocupó y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida.

    Pues de esta serenidad del presente y del futuro quiero hablarte. Necesitamos de la serenidad de la mente, para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación, necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra acción, para evitar oscurecimientos, superficiales e inútiles derroches de nuestras fuerzas.

    La mente serena da firmeza y pulso para el mando; la mente serena encuentra la palabra justa y oportuna que ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y con sentido de la perspectiva, sin olvidarse de los detalles y de las circunstancias, que han de resaltar en una visión de conjunto.

    Creo que te debo repetir, amigo mío, que la virtud de la serenidad es una rara virtud, porque la vida de muchas personas está dominada por los nervios; porque no pocas existencias se consuman en imaginaciones y fantasías; y porque hay caracteres que todo lo convierten en tragedia o melodrama.

    La persona meticulosa - ¡cominera! -  sólo ve los detalles y asfixia con su insistencia, el teórico no ve más que los problemas generales y se aparta de la vida: tan sólo la persona serena sabe ver el conjunto y el detalle y deducir de todo ello una eficaz y concreta síntesis”.   Continúa

 

(Salvador Canals, Ascética meditada, p. 106-108, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)

 

 

 

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