jueves, 24 de marzo de 2022

                                                LA CRÍTICA, segunda parte

     “Esta crítica, profundamente humana, porque conoce nuestros límites, es profundamente cristiana, porque respeta lo que pertenece al Señor, y así concilia y conserva la amistad, incluso la de quienes nos son contrarios, porque se manifiesta llena de respeto y de comprensión hacia la personalidad ajena.

     El hombre honrado, y con mayor razón el cristiano, no juzga ni critica lo que no conoce. Expresar un juicio, formular una crítica, supone un perfecto conocimiento, en todos sus aspectos, de lo que es objeto de consideración. La seriedad, la rectitud y la justicia caerían por su base si no se procediese de este modo.
     Al llegar a este punto, seguramente que tú y yo nos acordamos de muchos juicios y de muchas críticas improvisadas, formulados sin conocimiento de causa: el juicio del hombre superficial, que habla de lo que no conoce; de la crítica del que se apropia de lo que ha oído decir por otros, sin tomarse la molestia de verificarlo; de la conducta del inconsciente, que juzga hasta aquello de lo que ni siquiera ha oído hablar. Y nos damos cuenta también con cuánta facilidad transformamos en juicio -disfrazándola de juicio crítico- una simple impresión. La crítica del ignorante es siempre injusta y funesta.
     La crítica, la crítica cristiana, tiene siempre requisitos de tiempo, de lugar y de modo, sin los cuales se transforma fácilmente en detractación o en difamación. No estaría mal, a este propósito, que tú que te consideras un hombre maduro, capaz de juicio y de seguro criterio, te preguntes si hay en tu vida este mínimo de prudencia cristiana que te pone a cubierto de las insidias de tu lengua y de tu pluma. Pues hablar sin pensar y escribir sin reflexionar puede ser peligroso para tu alma, aunque estés en posesión de la verdad.
     Debo añadir aún, amigo mío, que la crítica se colorea de animus que detrás de ella se esconde, de la disposición interior de la cual procede. Hay un animus bueno y un animus malo; lo cual debemos tener presente, puesto que constituye un criterio seguro para juzgar moralmente del uso que hagamos de nuestra capacidad de valoración y de crítica.
     El fracasado, el envidioso, el irónico, el orgulloso y avasallador, el fanático, el amargado y el ambicioso, tienen un animus malo, no recto, que se manifiesta inmediatamente en su crítica.
     En cambio, el hombre honesto, el amigo, el cristiano llevan dentro de sí un animus bueno, que trasluce igualmente de sus juicios. Este animus bueno es la caridad, el deseo del bien de los demás, que asegura a su crítica todas aquellas cualidades de que la buena crítica ha de estar adornada. Pues para que la crítica sea justa y constructiva, eficaz y santificante, hace falta amar a los demás, amar al prójimo. En tal caso el ejercicio de la crítica es siempre un acto de virtud en el que hace uso de ella y un auxilio para el que la recibe: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, hermano defendido por su hermano, es como ciudad amurallada”.  Continúa

                  (Salvador Canals, Ascética meditada, p. 117-119, Colección Patmos nº 110)

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