viernes, 22 de abril de 2022

                                       LA IMAGINACIÓN, primera parte

     “Ninguna persona prudente tomaría nunca a un loco por consejero en los problemas más delicados de su propia vida. Todos consideraríamos imprudente y poco sensato a quien se condujera de tal modo.

     Esta verdad, tal clara y evidente en la vida y en los negocios, no lo es tanto, al menos en la práctica, en la vida interior y en el problema de nuestra santificación. La imaginación es una loca -la loca de la casa, la llamaba Santa Teresa, con su habitual buen humor-, y sin embargo, ¡cuántas veces la elegimos, más o menos conscientemente, para consejera de los problemas más delicados de nuestra alma!
     Esta loca que nos distrae con su alboroto y nos disipa con su algarabía; que nos comunica  sus variados temores y nos turba con sus aprensiones, que nos susurra al oído sospechas infundadas, que nos tiraniza con sus ambiciones y nos muerde con su envidia; esta loca que nos hace salir de la realidad con fantásticos ensueños, llenos de euforia o de pesimismo, y que nos instila suavemente el veneno de la sensualidad y del amor propio: esta loca -lo sabemos por experiencia- es la gran enemiga de nuestra vida interior, es la eterna aliada del mundo, del demonio, de la carne. 
     Es ella la que turba tu vida de oración y te hace temer la mortificación; la que introduce en tu alma la tentación de la carne y de la soberbia; la que falsea tu conocimiento de Dios y te priva del sentido sobrenatural; la que te adormece con el sueño de la frivolidad o te sumerge en el letargo de la tibieza; la que apaga el fuego de la caridad o enciende el de la desconfianza y de la discordia.
     Es tan loca como un caballo desbocado; tan inquieta como una mariposa; si no la dominas y la guías, jamás serás un alma interior y sobrenatural.
     Si no la dominas, jamás podrás gozar de esa calma serena, que es tan necesaria para servir a Dios.
     Si no le pones freno, jamás tendrás aquel realismo que una vida de santidad exige. Calma, realismo, serenidad, objetividad: virtudes que nacen allí donde termina la tiranía de la imaginación; virtudes que crecen y se fortifican en el esfuerzo ascético de dominar y de controlar la fantasía.
     Te decía que la tiranía de la imaginación es grande. Tan grande, que altera las ideas, que falsea las situaciones de la vida, que deforma a las personas.
     El Evangelio ofrece una prueba muy elocuente de esta tiranía. Estamos en el lago de Genesaret y es una noche oscura de tempestad; los apóstoles tienen que remar duramente, combatiendo contra un fuerte viento contrario. Su barquichuela, zarandeada por las olas, contiene a doce hombres que luchan para resistir la impetuosa fuerza del viento, Jesús se ha retirado solo a lo alto de un monte vecino y ora.
     Quarta vigilia noctis venit ad eos, ambulans super mare. Pero en la cuarta vigilia de la noche Jesús se acerca hacia los apóstoles caminando sobre las aguas.
     Y los doce…, videntes eum super mare ambulatem, turbati sunt, dicentes: quia fantasma est: al ver a Jesús que anda sobre las aguas, se turban y exclaman: ¡Es un fantasma!
     Fíjate: la adorable figura del Maestro, que viene para estar con ellos, para ayudarlos, para calmar la tempestad imponiendo silencio a las olas con su palabra imperiosa, asume en aquellas imaginaciones el aspecto de un fantasma que les infunde miedo y les turba.
     ¡Cuánta veces se repite en nuestra vida este episodio evangélico! ¡En cuántas ocasiones nuestra alma, víctima de la imaginación, se atemoriza y queda turbada!
     Juegos de la fantasía, fantasmas de la imaginación son esas cruces imaginarias que suelen atormentarnos y nos agobian con su peso. No creo exagerar si te digo que el noventa por ciento de nuestros sufrimientos, de esos sufrimiento que, con escaso conocimiento de la Cruz de Cristo, llamamos cruces, son imaginarios, o por lo menos están agrandados o deformados por el cruel dominio de nuestra imaginación. Esta es la razón por la que tanto nos pesan y nos agobian nuestras cruces humanas e inventadas”.        Continúa

   (Salvador Canals, Ascética meditada, p.129-132, Colección Patmos nº 110, Ediciones Rialp)

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