DIALOGAR: UNA
VIRTUD PARA CONVIVIR
No se puede decir que sí,
si no se aprende a decir que no (Alexand Zorin)
“El
hombre tiene, como don de Dios, la palabra. Un lenguaje para vivir en relación
con los demás hombres y con todos los seres, con el universo: él pone nombre a
todo lo que conoce.
Otros
factores expresivos -la actitud, los gestos, el énfasis, el tono, la mirada, la
risa, la seriedad, la sonrisa…- que constituyen el lenguaje no verbal,
modifican, acrecientan, desdibujan, transforman el valor y significado de las
palabras dichas: los humanos contamos con múltiples recursos de comunicación.
La palabra es un gran don para relacionarnos fácilmente con los demás hombres. Hacer
el bien con la palabra requiere el ejercicio de las mejores facultades que
tenemos y de no pocas virtudes que debemos adquirir y ejercer.
Saber escuchar. Aprender de Dios.
Escucharle.
Dios habla, nos llama, reclama nuestra atención, insiste: Yo soy el Señor
Dios tuyo, escucha mi voz. Escucha, pueblo mío. Ojalá me escuchase mi pueblo, y
caminase Israel por mi camino (Salmo, n. 80). Es casi una súplica que nace de
un amor infinito que desea solo nuestra felicidad.
Hay
situaciones de confusión en las que preguntamos al Señor: ¿qué podemos hacer?,
¿qué es lo que importa de verdad entre todo lo que me pasa? El Señor responde
de muchas maneras a través de circunstancias, de las oportunidades que se
presentan, de las personas que nos quieren.
La buena y la mala escucha: Oír
no es lo mismo que escuchar.
La buena escucha requiere sintonizar, hacerse cargo del estado del otro,
no solo de lo que dice, sino también de qué le pasa y por qué dice estas cosas
y calla otras, cuál es su intención, qué siente, qué necesita, comprender la
entonación, la energía o el desaliento con que habla. Escuchar bien reclama
nuestro ser entero, olvidarse de lo demás y ser todo para el otro que habla.
Solo de esta forma será posible responder bien y, sobre todo, llegar a un
encuentro verdadero entre persona y persona. Un padre cuando escucha a su hijo
de trece años es todo para él; no es un tercio para niño, y dos tercios para
oír las noticias.
No
podemos concebir a Jesús distraído y pensando en otras cosas cuando uno de los
discípulos, o alguien que se le acerca, le dice o pregunta algo. Jesús entra de
lleno en el tema que le presentan y atiende a la persona: así ocurre con
Nicodemo, con la samaritana, con el joven rico, con Bartimeo, el ciego de
nacimiento, y con todos. Cada uno podría contar después que el Señor le atendió
con un interés especial, único. Toda la atención de Jesús estaba por entero con
quien le hablaba.
Escuchar
requiere no interrumpir el discurso del que habla. A veces, conviene preguntar
para aclarar un detalle; otras veces, decir algo para manifestar que se
comprende o que se está de acuerdo. Este silencio atento favorece la
escucha. Algunas veces habrá que decir con toda sencillez que no tenemos
respuesta para el problema consultado, que necesitamos un tiempo para
reflexionar; conviene ser honrados y no improvisar el consejo.
También
es necesario saber escuchar en las conversaciones entre un grupo de personas:
no quitarse la palabra, interrumpir; no cambiar de tema sin más ni más, no
dejar terminar al que habla. Hay personas que, si no opinan, sienten que no
existen. Otras personas se escuchan a sí mismas: la vanidad les lleva a
recrearse con las propias palabras. Causan un efecto cómico.
En
tertulias entre amigos, amigas, matrimonios, ocurren también muchos disparates.
Desde el que cuenta chistes hasta la extenuación de sus oyentes, hasta el que
se toma en serio las más mínimas afirmaciones, las tergiversa y las discute”
continúa
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó
haciendo el bien, p. 155-158, primera parte, Ediciones Palabra)
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