viernes, 17 de junio de 2022

                             YO ESTARÉ CON VOSOTROS SIEMPRE…
            "Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo"

    “Orate frates! ¡Orar hermanos! Escucha y medita, amigo mío, estas palabras que el sacerdote pronuncia durante la Misa, vuelto hacía los fieles, abriendo los brazos en gesto de caridad y con voz casi suplicante. Con las mismas palabras, con el mismo tono de súplica y con la fuerza del profundo convencimiento que el Señor ha puesto en mi alma sacerdotal, quiero repetirte al oído en estos momentos de recogimiento: ora, amigo mío…, es necesario; hermano mío, ¡haz oración! Protege y fomenta tu espíritu de oración.

     Uno de los mayores tesoros que posee la Iglesia, nuestra Madre, es la oración de sus hijos y de sus hijas. Ella cuenta con tu oración para rehacerse y para crecer. Tiene necesidad vital del silencio y de la actividad de tu oración. Tratemos, pues, tú y yo, de compenetrarnos y de imbuirnos de este sentido de responsabilidad: introduzcamos en nuestra vida, en nuestro quehacer cotidiano, un poco de tiempo para dedicarlo a la oración mental, si aún no lo hacemos: y si en el plan de nuestra jornada, hemos dispuesto ya cierto tiempo para consagrarlo a la intimidad con Dios, perseveremos en nuestro propósito y mejoremos nuestra vida de oración.
     ¿Recuerdas aquel pasaje de la Sagrada Escritura en que se cuenta la tremenda batalla peleada por el pueblo elegido contra los Amalecitas? Mientras el ejército hebreo combatía en la llanura, Moisés, el caudillo de Israel, oraba al Señor con los brazos tendidos: si los brazos de Moisés permanecían extendidos -es decir, si su oración a Dios era intensa y perseverante- la victoria sonreía a los hombres de Israel; pero si los brazos de Moisés, vencidos por el cansancio, se bajaban, la victoria se alejaba de pueblo de Dios. Entonces - ¿te acuerdas? - los dos que acompañaban a Moisés lo hicieron sentar sobre unas piedras y sostuvieron sus brazos hasta que la victoria fue completa y el triunfo definitivo.
     Tú y yo tenemos que persuadirnos cada vez más (y eso es lo que ahora estamos haciendo) de la necesidad de nuestra oración para que la Iglesia gane sus batallas y para que nosotros podamos ganar también las batallas cotidianas de nuestra vida interior. Esta convicción consolidará y dará vigor a nuestros brazos extendidos, a nuestra vida de oración.
     Concreción, amigo mío, concreción en nuestra oración, en esta elevación de la mente y del corazón a Dios para adorarlo, darle gracias y pedirle luz y fortaleza. He conocido almas desorientadas y mezquinas, víctimas de su oración estéril, almas cuya oración estaba desarraigada de la vida: al principio de su jornada, ponían a Jesús en un rinconcito de su alma, pero le negaban toda intervención en el resto del día.
     En la concreta y ferviente oración de cada día se renovará y reforzará tu tendencia a la santidad: In meditatione mea exardecit ignis. Se enciende el fuego en mi meditación. Conocerás a Jesucristo y su doctrina llegará a serte familiar, y te conocerás también a ti mismo: Noverim te, ¡noverim me! Si te conocieras, me conocería. La vida de oración debe ser defendida como se defiende un tesoro: 
la Iglesia tiene necesidad de ella, porque es el fundamento seguro de nuestra santidad personal, y porque nuestro Señor se dirigió a todos cuando dijo: Oportet semper orare… Conviene orar siempre
     Los enemigos reales de tu oración son: la imaginación –“la loca de la casa”- que te turba y distrae con sus vuelos y con sus piruetas; tus sentidos despiertos y poco mortificados; la falta de preparación remota, por la cual te encuentras tan lejos de Dios.
     Antes de terminar, repite a Jesús, por medio de la Virgen María -que es Rosa mystica et Vas insigne devotionis, Rosa mística y Vaso insigne de devoción-, las palabras humildes y llenas de confianza de los Apóstoles: Domine, ¡doce nos orare! ¡Señor, ensénanos a orar!

                (Salvador Canals, Ascética meditada, p. 152-157 (selección), Colección Patmos n. 110, Ediciones Rialp)

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