viernes, 5 de agosto de 2022

                                    VIDAS EJEMPLARES,  EL CURA DE ARS  (13)

     “Cuando Juan Bautista M.ª Vianney iba a ser enviado a la pequeña parroquia de Ars (230 habitantes), el Vicario general de la diócesis le dijo: “No hay mucho amor de Dios en esta parroquia; usted procurará introducirlo”. Y eso fue lo que hizo encender en el amor al Señor que llevaba en el corazón a todos aquellos campesinos y a incontables almas más. No poseía gran ciencia, ni mucha salud, ni dinero… pero su santidad personal, su unión con Dios hizo el milagro. Pocos años más tarde una gran multitud de todas las regiones de Francia acude a Ars, y a veces han de esperar días para ver a su párroco y confesarse. Lo que atrae no es la curiosidad de unos milagros que el trata de ocultar. Era más bien el presentimiento de encontrar un sacerdote santo, “sorprende por su penitencia, tan familiar con Dios en la oración, sobresaliente por su paz y su humildad en medio de los éxitos populares, y sobre todo tan intuitivo para corresponder a las disposiciones interiores de las almas y librarlas de su carga particularmente en el confesionario”.

      En cierta ocasión, a un abogado de Lyon que volvía de Ars, le preguntaron qué había visto allí. Y contestó: “He visto a Dios en un hombre”. Esto mismo hemos de pedir hoy al Señor que se puede decir de cada sacerdote, por su santidad de vida, por su unión con Dios, por su preocupación por las almas. En el sacramento del Orden, el sacerdote es constituido ministro de Dios y dispensador de sus tesoros, como le llama san Pablo. Estos tesoros son: la Palabra divina en la predicación; el Cuerpo y Sangre de Cristo, que dispensa en la Santa Misa y en el Comunión; y la gracia de Dios en los sacramentos. Al sacerdote le es confiada la tarea divina por excelencia, “la más divina de las obras divinas”, según enseña un antiguo Padre de la Iglesia, como es la salvación de las almas” Es constituido embajador, mediador, entre Dios y los hombres.

      Con frecuencia el Cura de Ars solía decir: “¡Qué cosa tan grande es ser sacerdote! Si lo comprendiera del todo moriría. Dios llama a algunos hombres a esta gran dignidad para que sirvan a sus hermanos. Sin embargo, “la misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no solo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también los fieles laicos”, (Juan Pablo II, Christifideles laici, 23). Dios ha puesto al sacerdote cerca de la vida del hombre para ser dispensador de la misericordia divina:

Apenas nace el hombre a la vida, el sacerdote lo regenera en el bautismo, le confiere una vida noble, más preciosa, la vida sobrenatural, y lo hace hijo de Dios y de la Iglesia de Jesucristo.

 Para fortilicarlo y hacerlo más opto para combatir generosamente las luchas espirituales, también un sacerdote, revestido de especial dignidad, lo hace soldado de Cristo por medio de la Confirmación.

 Cuando apenas niño es capaz de discernir y apreciar el Pan de los Ángeles, don del Cielo, el sacerdote lo alimente y fortalece con el manjar divino y vivificante. Si ha tenido la desgracia de caer, el sacerdote lo levanta en nombre de Dios y lo reconcilia con Él por medio del sacramento de la Penitencia. Si lo llama a formar una familia y para cooperar con Él en la transmisión de la vida humana en el mundo y para aumentar el número de fieles sobre la tierra y después de los elegidos en el Cielo, el sacerdote está allí para bendecir sus bodas, y su amor noble. Cuando finalmente, el cristiano, próximo ya el desenlace de su vida mortal, necesita la fortaleza, necesita el auxilio para presentarse ante el Divino Juez, el ministro de Cristo, inclinándose sobre los miembros doloridos de los moribundos, los conforta y purifica con la unción del sagrado óleo. Así, después de haber acompañado a los cristianos a través de la peregrinación terrena de la vida hasta las mismas puertas de la eternidad. Por tanto, desde la cuna hasta la tumba, más aún, hasta el Cielo, el sacerdote es para los fieles guía, consuelo, ministro de salvación, distribuidor de gracia y bendiciones”.

                 (Papa S. Pío IX, Encíclica Ad catholici sacerdotii, 20 de diciembre 1935)       

                     (Francisco Fernández-Carvajal, Hablar con Dios, tomo IV, p. 559-565, selección)

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