DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR
A LOS VIVOS Y A LOS MUERTOS
El
Símbolo de los Apóstoles. Artículo 7
“Misión del rey y del señor es juzgar:
“El rey, que está sentado en el trono de justicia, con una mirada suya disipa
todo mal” (Prov
20,8),
Puesto
que Cristo subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios como Señor de
todas las cosas, es evidente que juzgar es misión suya. Por eso en la
profesión de fe católica afirmamos que “ha de venir a juzgar a los vivos y a
los muertos”.
Los mismos ángeles lo aseguraron: “Este
Jesús, que de entre vosotros ha subido al cielo, volverá como lo habéis visto
marcharse” (Act
1,11).
Tres cosas hay que
considerar con respeto a este juicio: primera, su procedimiento; segunda,
que se trata de un juicio temible; tercera, la forma de prepararnos a
él.
A), En su procedimiento
concurren tres factores: el juez, los que están juzgados, la materia del
juicio.
El Juez es Cristo. “El es a quien Dios ha
puesto por juez de vivos y muertos” (Act 10,42), ya sea que
tomemos por muertos a los pecadores y por vivos a los que viven con rectitud, o
bien que interpretamos literalmente como vivos a los que para entonces vivirán
y como muertos a todos los que habrán fallecido. Es juez no sólo en cuanto
Dios, sino también en cuanto hombre, y esto por tres motivos.
Primero, porque es
necesario que los que sean juzgados vean al juez; pero la Divinidad es tan
deleitosa que nadie puede contemplarla sin gozo; por tanto, ningún condenado
podrá verla, porque gozaría. Por eso es preciso que aparezca en su condición de
hombre, para ser visto por todos. “Le dio potestad de juzgar porque es Hijo de
hombre” (Jn
5,27).
Segundo, porque en
cuanto hombre mereció este cargo. En cuanto hombre fue juzgado inicuamente; por
ello Dios lo nombró Juez del universo entero: “Tu causa ha sido juzgada como la
de un impío: recibirás a cambio poder de juagar” (Iob 36,17).
Tercero, para que los
hombres no se desesperen, puesto que por un hombre van a ser juzgados. Si Dios
sólo juzgara, los hombres aterrados se desesperarían. “Verán al Hijo del hombre
venir en una nube” (Lc
21,27).
Los que serán juzgados son todos los que
existieron, existen y existirán: “Todos tendremos que comparecer ante el
tribunal de Cristo, para recibir premio o castigo por lo que hayamos hecho en
esta vida”
(2 Cor 5,10).
Pero, como dice Gregorio, hay entre ellos
cuatro categorías. En primer lugar, de los que comparecerán, unos son buenos,
y otros, malos. De los malos unos serán condenados sin juicio,
los incrédulos, cuyas obras no serán sometidas a discusión, porque “el que no
cree, ya está juzgado” (Jn
3,18).
Otros serán condenados después de ser juzgados, los creyentes que
murieron en pecado mortal: “El salario del pecado es la muerte” (Rom 6,23). Por la fe que
tuvieron no se verán privados del juicio.
También de los buenos unos se salvarán
sin juicio, los que por Dios fueron pobres de espíritu; es más, juzgarán a los
demás: “Vosotros, que me habéis seguido, en la regeneración, cuando el Hijo del
hombre se siente en el trono de su majestad, vosotros también os sentaréis
sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19,28); lo cual ha de
entenderse no sólo de los Discípulos, sino de todos los pobres; de otra forra,
Pablo, que trabajó más que ninguno, no se contaría entre los jueces: Hay, pues,
que interpretarlo de todos los que siguen a los Apóstoles y de los varones
apostólicos. Por ello Pablo escribe: “¿No sabéis que juzgaremos a los ángeles?”
(1
Cor 6,3).
“el Señor vendrá a juzgar acompañado de los ancianos y príncipes de su pueblo” (Is 3,14)”. Continúa
(Santo Tomás de
Aquino, Escritos de Catequesis, Artículo 7, El símbolo de los Apóstoles,
p. 82-85, Colec. Patmos n. 155)
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