viernes, 18 de noviembre de 2022

PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA
Romano Guardiani, capítulo 2: El callar y la palabra

      “En el capítulo anterior, hablábamos del silencio delante de Dios. Dijimos que sólo desde él se puede configurar la comunidad que celebra la santa misa y erigir la Iglesia cómo el ámbito en el cual aquélla se realiza. Por eso, se puede decir justamente que lograr el silencio es el comienzo del culto sagrado. Ahora avanzamos un paso más y afirmamos que el silencio está en íntima relación con el hablar y con la palabra.
      Gran misterio es la palabra. Es tan efímera, que se extingue en un instante, es tan poderosa, que marca destinos y decide el sentido de la existencia. Es un producto delicado que hace sentir sus notas en el espacio, pero, a la vez, contiene algo eterno: la verdad. La palabra proviene del interior del hombre. Como sonido, procede del órgano de su cuerpo; como expresión, procede de su espíritu y de su corazón.
      La palabra viva está formada por diversos estratos. El más externo consiste en la comunicación simple de una noticia o de una orden. En caso de necesidad, esa comunicación se puede también ser realizada artísticamente. Esto sucede con la escritura, de la misma manera que, por intermedio de un aparato, se producen sonidos, que el lenguaje humano reproduce. Tales signos de la escritura y tales fonemas verbales extraen su sentido del lenguaje viviente efectivamente hablado, y cumplen 
propósitos específicos.
      ¿Pero cómo se relaciona la palabra con la interioridad del corazón? Esta última vive del sentimiento y de lo que éste experimenta en cuanto al valor que tienen las cosas, al aprecio que se les dispensa y a la importancia plena que se les concede. ¿Pero no es verdad que este sentimiento se expresa en forma perfecta en la palabra, en tanto que ésta fluye inmediatamente? ¿Y no es cierto que esta palabra, articulada inmediatamente, puede ser expresada, mientras reflexiona poco y nada? A la larga, también es verdad que el corazón del hombre, que habla permanentemente se vacía. La palabra abre las puertas de esta cárcel, hace que lo oculto salga a la luz y libera lo que está encerrado; posibilita que el hombre asuma responsabilidades y se perfeccione.
      Por eso, hay que ejercitar el silencio también para hablar. La liturgia está conformada en gran parte por palabras que proceden de Dios o se dirigen a él. Estas palabras no deberían degenerar en palabrerío. Pero esto ocurre con todas las palabras, incluso con las más profundas y sagradas, cuando no son pronunciadas correctamente. En ellas debe resplandecer la verdad, tanto la verdad de Dios como la del hombre redimido. En ellas deben expresarse el corazón, tanto el corazón de Cristo en el que vive el amor del Padre como el corazón del hombre que depende de Cristo. Por medio de las palabras, nuestro ser íntimo debe penetrar en el ámbito de la veracidad sagrada, ámbito que delante de Dios configura a la comunidad y al misterio abarcado por ella. Más aún, el mismo -misterio sagrado- tiene que consumarse, por medio de la palabra humana que Cristo confió a los suyos, cuando les dijo: “Haced esto en conmemoración mía”.
      En consecuencia, todo esto tiene que concretizarse en estas palabras, las cuales deben ser grandes, serenas y plenas de sabiduría interior. Pero ellas sólo son así, cuando provienen del silencio. Nunca 
se puede dejar de apreciar suficientemente la importancia del silencio para la celebración de la Santa Misa, tanto del silencio preparatorio, como también del que se produce una y otra vez durante el transcurso. El silencio abre la fuente interior de la cual proviene la palabra”

                  (Romano Guardini, Preparación para la celebración de la Santa Misa (selección), p. 18-21)

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