PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: El altar como umbral
Romano Guardiani, capítulo 7, segunda parte
“Se necesita sólo la disposición interior y una reflexión serena, con las que el creyente vive realmente este misterio y su corazón responde con profundo respeto. Más aún, en algunas ocasiones propicias, puede incluso experimentar algo similar a lo que experimentó Moisés: cuando apacentaba el rebaño en la soledad del monte Horeb, y se le apareció “el Ángel del Señor en una llama de fuego, que salía de en medio de la zarza. Al ver que la zarza ardía sin consumirse”, Moisés intentó acercarse…” (Ex 3, 1-5). Es muy importante que el hombre experimente alguna vez el temor por la presencia de Dios y se alejo de los lugares sagrados, para que le sea evidente, en lo más íntimo de sí, que Dios es Dios, y que él es hombre.
La confianza en Dios, la cercanía y el refugiarse en él se aflojan y debilitan, cuando faltan el conocimiento de la majestad que aleja de sí y el temor ante la santidad divina. Hacemos bien en rogar a Dios para que nos permita pasar por esta experiencia. Probablemente el altar sea el mejor lugar en el que podemos experimentarla. Pero el umbral no sólo es límite sino también tránsito. Más allá de él se puede pasar a otro lugar, deteniéndose en él se puede recibir a aquél que se acerca desde allí. En este sentido, el umbral es algo que constituye una unidad, ya que es ámbito de unión y encuentro. También esto está presente en el altar. La síntesis de la revelación lo constituye el mensaje que proclama que Dios nos ama. El amor de Dios no es la ampliación infinita de aquello que encontramos también en nosotros mismos. Ese amor debía ser revelado, en consecuencia, es un misterio, algo inaudito de lo cual somos perfectamente conscientes, cuando vemos claramente quién es Dios y quiénes somos nosotros. Ese amor encuentra su expresión auténtica en el acontecimiento de la encarnación. Dios abandonó el reino que había reservado para sí, descendió, se ha hecho uno de nosotros y ha adoptado nuestra vida y nuestro destino. Ahora está entre nosotros, está de nuestro lado. Este es su amor, el que configura una proximidad que de ninguna manera el hombre había podido concebir para sí mismo. Este estado de ánimo se expresa en el altar, nos dice que Dios se ha vuelto hacia nosotros, que él ha descendido de las alturas, que desde su lejanía se la acercado a nosotros.
El altar nos expresa que Dios está entre nosotros, mejor dicho, en nosotros. El altar mismo afirma que hay un camino, que desde la lejanía de nuestra condición de criaturas, nos eleva hacia él; que desde lo profundo de nuestro pecado, nos conduce hacia él; que podemos recorrer este camino, pero no con nuestras propias fuerzas sino con las que él nos da. Podemos ascender hacia Dios, sólo porque ha trazado el camino hacia nosotros. Puesto que él ha descendido, entonces nos eleva. Él mismo, el que ha venido, es “el Camino, la Verdad y la Vida”
Lo que llamamos “oración” no es sino la consumación de este misterio. Siempre que invocamos a Dios nos colocamos frente a su umbral y lo cruzamos… Pero aquí, en la Iglesia, en el altar, este umbral se muestra esencialmente en su configuración más expresiva y específica, porque, en el misterio de la misa, alcanza su más plena perfección. A través de la autoinmolación de Cristo en su muerte redentora -presupone la encarnación del Hijo de Dios-, el umbral se manifiesta clara, definitiva y sencillamente como límite, en tanto es patente quién es el Dios santo y cuál es nuestro pecado, pero también simplemente como tránsito porque Dios se ha hecho hombre, para que lleguemos a ser partícipes de la naturaleza divina (2Ped 1, 4). De este modo, se pone de manifiesto que el altar es verdaderamente “el espacio sagrado”. Ante él, podemos decir “aquí” en una forma que excluye a todos los demás espacios.”
(Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 7, primera parte, p. 40-42)
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