jueves, 28 de marzo de 2024

 
PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN DE LA
SANTA MISA:  El altar como mesa
Romano Guardiani, capítulo 9

      “El Dios, sobre cuyo altar se ofrecen los dones, no es ni el fundamento vital del pueblo ni tampoco el misterio del mundo, sino que es el Creador y el Señor de todo. Por medio de la ofrenda, se le rinde tributo como tal Señor. Mediante esta ofrenda tributada, no se pretende ni se procura que Dios pueda vivir y permanecer fuerte, sino proclamar que todo le pertenece a él. El hombre sólo puede disponer de las cosas, si Dios se lo concede. En sentido estricto, el animal escogido del rebaño debe ser sacrificado únicamente delante del altar, no porque Dios necesite su sangre, sino porque toda vida es propiedad suya, la cosecha debe ser consumida sólo ante el altar, porque todo lo que “lleva semilla en sí mismo”, es propiedad de Dios. Esto se expresa en la ofrenda del animal y de las primicias del campo. Del altar, el hombre recibe nuevamente rebaños y semillas, con lo cual puede disponer de ellos.
      El altar es la mesa a la que nos convoca el Padre que está en el cielo. Por la redención hemos sido hechos hijos e hijas de Dios, razón por la cual él nos lleva a su casa. En el altar, somos convidados de su santa mesa. En ésta, la mano del Padre nos entrega el “pan del cielo”, justamente la Palabra que es la Verdad, y superando todo don imaginable, a su Hijo encarnado, el Cielo vivo (Juan 6). Significa que lo que se nos da es una realidad corporal y, a la vez, verdad plena de sentido, vida y persona, en una palabra, ofrenda.
      Ahora bien, si preguntamos si en la mesa Dios también recoge algo; si pensamos que la antigua creencia, según la cual hay una real comunidad de banquete entre Dios y el hombre, tampoco encuentra su consumación en la atmósfera pura de la fe cristiana… la respuesta no es sencilla, ya que se tiene miedo de atentar contra el temor reverencial. Siempre podemos recurrir a un misterio, que rebosa en las cartas de san Pablo y que también aparece en los discursos de despedida del Evangelio según san Juan. El fruto de la venida divina es la redención. Pero esto no significa únicamente perdón de los pecados y justificación, sino, además, que el mundo es devuelto al Padre. Y junto con ello significa no sólo que el hombre se dirige nuevamente hacia Dios por la obediencia y el amor, sino también que el hombre, y a través de él el mundo, es aceptado con toda su realidad en la vida de Dios. Esto es lo que Dios desea fervientemente que ocurra. Cuando se nos dice que él nos ama, no sólo significa que Dios piensa en nosotros con benevolencia, sino que nos ama en el más pleno y profundo sentido de la palabra.
      Dios anhela alhombre. Él extraña a su creación, quiere tenerla consigo. Cuando Cristo exclama en la cruz: “Tengo sed”, está expresando, antes que nada, la necesidad material del moribundo, pero no sólo eso (Juan 19,28). Cuando en el pozo de Jacob los discípulos le piden que coma del alimento que ellos le han traído, él les contesta: Mi comida es hacer la voluntad de aquél que me envió y llevar a cabo su obra (Juan 4,34). Aquí aparece una forma completamente misteriosa de hambre y de sed, como es el hambre y sed de Dios mismo. San Agustín afirma que recibir la eucaristía significa no tanto que nosotros comemos al Dios vivo, sino, más bien, que este Dios viviente nos introduce en sí mismo. No queremos abusar en estas cosas, porque son de una santidad velada. Sin embargo, debemos señalar que hay un misterio del amor y de la comunidad divina, que se realiza efectivamente en el altar.
 
               (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 9, última. p. 44-45)

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