PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN DE LA
SANTA MISA: El altar como
mesa
Romano Guardiani, capítulo 9
“El Dios, sobre cuyo altar se ofrecen los
dones, no es ni el fundamento vital del pueblo ni tampoco el misterio del
mundo, sino que es el Creador y el Señor de todo. Por medio de la ofrenda, se
le rinde tributo como tal Señor. Mediante esta ofrenda tributada, no se
pretende ni se procura que Dios pueda vivir y permanecer fuerte, sino proclamar
que todo le pertenece a él. El hombre sólo puede disponer de las cosas, si Dios
se lo concede. En sentido estricto, el animal escogido del rebaño debe ser
sacrificado únicamente delante del altar, no porque Dios necesite su sangre,
sino porque toda vida es propiedad suya, la cosecha debe ser consumida sólo
ante el altar, porque todo lo que “lleva semilla en sí mismo”, es propiedad de
Dios. Esto se expresa en la ofrenda del animal y de las primicias del campo.
Del altar, el hombre recibe nuevamente rebaños y semillas, con lo cual puede
disponer de ellos.
El altar es la mesa a la que nos convoca
el Padre que está en el cielo. Por la redención hemos sido hechos hijos e hijas
de Dios, razón por la cual él nos lleva a su casa. En el altar, somos
convidados de su santa mesa. En ésta, la mano del Padre nos entrega el “pan del
cielo”, justamente la Palabra que es la Verdad, y superando todo don imaginable,
a su Hijo encarnado, el Cielo vivo (Juan 6).
Significa que lo que se nos da es una realidad corporal y, a la vez, verdad
plena de sentido, vida y persona, en una palabra, ofrenda.
Ahora bien, si preguntamos si en la mesa
Dios también recoge algo; si pensamos que la antigua creencia, según la cual
hay una real comunidad de banquete entre Dios y el hombre, tampoco encuentra su
consumación en la atmósfera pura de la fe cristiana… la respuesta no es
sencilla, ya que se tiene miedo de atentar contra el temor reverencial. Siempre
podemos recurrir a un misterio, que rebosa en las cartas de san Pablo y que
también aparece en los discursos de despedida del Evangelio según san Juan. El
fruto de la venida divina es la redención. Pero esto no significa únicamente
perdón de los pecados y justificación, sino, además, que el mundo es devuelto
al Padre. Y junto con ello significa no sólo que el hombre se dirige nuevamente
hacia Dios por la obediencia y el amor, sino también que el hombre, y a través
de él el mundo, es aceptado con toda su realidad en la vida de Dios. Esto es lo
que Dios desea fervientemente que ocurra. Cuando se nos dice que él nos ama, no
sólo significa que Dios piensa en nosotros con benevolencia, sino que nos ama
en el más pleno y profundo sentido de la palabra.
Dios anhela alhombre. Él extraña a su
creación, quiere tenerla consigo. Cuando Cristo exclama en la cruz: “Tengo
sed”, está expresando, antes que nada, la necesidad material del moribundo,
pero no sólo eso (Juan 19,28). Cuando en el pozo de Jacob los
discípulos le piden que coma del alimento que ellos le han traído, él les
contesta: Mi comida es hacer la voluntad de aquél que me envió y llevar a
cabo su obra (Juan 4,34). Aquí aparece una forma completamente misteriosa de hambre y de
sed, como es el hambre y sed de Dios mismo. San Agustín afirma que recibir la
eucaristía significa no tanto que nosotros comemos al Dios vivo, sino, más
bien, que este Dios viviente nos introduce en sí mismo. No queremos abusar en
estas cosas, porque son de una santidad velada. Sin embargo, debemos señalar
que hay un misterio del amor y de la comunidad divina, que se realiza
efectivamente en el altar.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 9, última. p. 44-45)
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