El domingo tiene carácter casi sacramental.
En el sacramento, la configuración de un proceso natural -como ser el lavado o
la confesión de la culpa- está unida al imperio de la gracia. En tanto esa
figura natural se realiza, la gracia se torna eficaz, de la misma manera que el
acto del alma espiritual repercute en el movimiento corporal y se configura en
cada acto humano. El domingo es algo parecido a esto. El esfuerzo natural que
se acumula en el domingo por los seis días de trabajo, y el aflojamiento de la
tensión, que se produce por el descanso dominical, configuran el acontecimiento
natural en el que Dios ha insertado el misterio de su descanso, para compartirlo
con nosotros. Guardar el domingo significa interiorizar el misterio del descanso
divino luego de la obra de la creación del mundo, venerarlo y ponerlo de manifiesto
al organizar el día.
Tan bello es este pensamiento en sí, como
tan difícil es su implementación. Si hablamos de esto, no podemos internarnos
en fantasías, sino que debemos mantenernos en el plano de la realidad.
El domingo está en peligro, justamente
porque no deriva del ritmo natural de la vida. Lo que es natural de algún modo
se impone. Pero la raíz del domingo está en la revelación, por eso se lo puede
destruir fácilmente, aun cuando también se hace patente en este día una
necesidad importante de nuestra vida natural. Pero, en forma incesante, se
presentan puntos de vista económicos, sociales o de cualquier otra índole, que
dejan de lado el domingo: el trabajo lo carcome, el esparcimiento ocupa el
lugar del descanso y destruye la sacralidad, o no se concibe el sentido de la
acción sagrada misma, por eso el descanso sólo es afirmado por obligación y da
origen a un estado de aburrimiento, que es peor que si se continuara trabajando.
De este modo, el domingo impone una obligación, que casa uno debe ver cómo la
resuelve, de acuerdo con sus condiciones personales.
Esta tarea es importante para cada uno,
pero también y ante todo para la familia. Debemos comprender qué es lo que está
el juego, ver lo que es valioso para nosotros y realizarlo con tanta decesión
como cuando nos decidimos a obrar, siempre que algo importante nos atañe o
afecta.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 11, p. 47-49)
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