Este destino divino se ha realizado en el
tiempo, pero la acción y el destino de Dios han tenido su origen en la voluntad
eterna. Esto aconteció una sola vez para siempre, razón por la cual allí, en
tanto acontecimiento terrenal, ha tenido su comienzo y su fin. Pero, al mismo
tiempo, esta voluntad divina permanece realmente invariable en el ámbito de la
eternidad, donde Cristo está con su destino delante el Padre. Sin embargo,
antes de morir, ha querido que su designio redentor sea conmemorado en forma
interrumpida. Es por eso que en la Última Cena Jesús les entregó a los suyos el
pan de su Cuerpo y el vino de su Sangre, diciéndoles: “Hagan esto en
conmemoración mía”. En consecuencia, los enviados por el Señor, para ejecutar
este mandato en todo el universo, actualizan lo que ocurrió en aquel entonces.
Este memorial que se consuma aquí no es solamente un recuerdo del pensamiento y
del corazón, sino que también resurge lo que es rememorado por ellos. Por medio
de la consagración, la verdadera gracia divina, presente en el ámbito de la
eternidad, se introduce en forma incesante en el tiempo.
En tanto que el Dios eterno existe en
nuestra dimensión temporal, según el tiempo santo en sentido específico. Éste
fue, en primer lugar, aquél que transcurrió entre el anuncio del ángel Gabriel
y la Ascensión del Señor. En este lapso, el Hijo de Dios encarnado estuvo entre
nosotros: vivió, obró y realizó su destino, en ese tiempo y en ningún otro. En
ese entonces, Dios se hizo realmente hombre, en aquel año del reinado de César
Augusto, y murió realmente en ese año “bajo Poncio Pilatos”. Ni antes ni después,
El Logos eterno hecho hombre ha existido en esos años. Esto se actualiza en la
celebración de la santa Misa. Cristo se introduce en medio de la comunidad
reunida y está corporalmente vivo y presente en ella, cada vez que el sacerdote,
a partir del poder que el Señor le ha concedido, repite las palabras sobre el
pan y el vino, y permanece allí hasta el momento de la comunión. De nuevo
tenemos un tiempo determinado, con principio y fin; un lapso breve, en el que,
en sentido estricto, se produce el “tránsito del Señor”.
Ser consciente de este carácter temporal
-de su comienzo, de su transcurso y de su fin- es esencial para la correcta
celebración de la misa. Se trata de un tiempo breve, pero que está impregnado
totalmente de eternidad. Esto es algo que se diluye fácilmente por la costumbre
de exponer el Santísimo durante la santa Misa -prohibida después de la reforma
litúrgica del Vaticano II-. Esta costumbre se origina en el deseo de los fieles
de tener lo más cerca posible al Señor en el misterio de la Eucaristía y
mantenerlo en medio de ellos. En esto hay algo muy vital, e incluso muchas
veces la Iglesia ha cedido a ese deseo. Pero se puede apreciar, justamente, que
cualquiera se da cuenta de que esto no se efectúa sin restricciones. La
exposición del Santísimo, durante la misa, suprime muy fácilmente la conciencia
del tiempo santo. Que la hostia permanezca sobre el altar en forma ininterrumpida
como su fuera una estrella, encubre el acontecimiento del” tránsito”, a través
del cual Dios se hace presente, permanece y vuelve a marcharse.
Es muy importante experimentar esta transitoriedad,
es decir, el momento sagrado que proviene de la eternidad. Nos absorbe en sí y,
en virtud de su permanencia, está con nosotros en forma diferente de la
acostumbrada: en seguida nos hace salir nuevamente a la caducidad de la
existencia cotidiana. Pero si hemos experimentado realmente esa transitoriedad,
somos depositarios de la semilla de eternidad que proviene de la Resurrección
del Señor, y nuestra vida en el mundo perecedero se transforma totalmente.
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