“Anticiparemos algo que será tratado después con más detalle, pero
que debe ser repetido en lo que se refiere al núcleo y a la esencia de toda la
misa. Lo que Jesús realizó por medio de esas palabras en la Última Cena fue
distinto lo que hizo en otra oportunidad, cuando dio una “muestra del poder de
Dios”, del cual estaba totalmente imbuido. Esas palabras no llamaban sólo a las
fuerzas de la creación a servir al Reino de Dios, sino que, además, constituyen
el fundamento de un nuevo mundo, junto con la Encarnación y la Resurrección.
Esas palabras son del mismo rango o jerarquía que aquéllas que en el principio
crearon el mundo. Pero para el Señor esas palabras debían consumar su obra
creadora una única vez, en esa noche, y hacerlo en forma incesante desde aquel
momento “hasta que él vuelva”, tal como dice san Pablo (1 Cor 11,26). Estas
palabras debían resonar en forma ininterrumpida en el transcurso de la
historia, y eso nuevo debía reproducir lo que esas palabras habían obrado por
primera vez en ese entonces. Por eso el Señor se las transmitió a sus
discípulos, encomendándoles: “haced esto en conmemoración mía”.
En consecuencia, cuando el sacerdote dice
estas palabras, éstas no sólo son comunicadas, sino que ellas mismas surgen y
crean. Por eso también es evidente que aquí no sólo estamos en presencia de un
hombre que le habla a la comunidad. Si bien el sacerdote pronuncia estas
palabras, ellas no le pertenecen: él sólo las transmite, pero en una forma tal
que no depende ni de su fe personal, ni de su piedad ni de su capacidad moral,
sino de su oficio. A través de su oficio, el sacerdote efectúa lo que el Señor
ha encomendado. Quien en realidad pronuncia estas palabras ahora, al igual que
antes, es Cristo: únicamente él puede pronunciarlas. El sacerdote simplemente
le presta al Señor su voz, sus pensamientos, su voluntad, su libertad… en la
misma forma que el agua sirve para el Bautismo, aunque el nuevo nacimiento no
se origina en su capacidad purificadora, sino en el poder de Cristo. Cristo es
el que bautiza, al igual que es él quien pronuncia las palabras de la
consagración en la misa.
Nuestra propia actitud tiene que estar de
acuerdo con la índole de estas palabras. En ellas no se trata simplemente de un
escuchar y de un aceptar piadosos, pero tampoco de una consumación en sentido
específico. Lo primero sería poco, pero lo segundo sería por cierto demasiado.
El sentido correcto lo da la exclamación del diácono, quien afirma luego de las
fórmulas consagratorias: “Mysterium fidei - ¡Misterio de la fe!”. La
exclamación anuncia que ahora se revelan la obra más íntima de Dios y su amor más
profundo. Nos exige estar atentos e introducirnos en ellos, con toda la energía
de la que es capaz nuestra fe”.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / La acción sagrada, capítulo 15/2, p. 61)
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