Este amor encuentra su más bella
expresión en la Gloria, cuando dice: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”.
“Dar gracias” significa agradecer, aclamar, demostrar la más pura benevolencia.
En especial, los griegos, al igual que los romanos, alababan, la virtud de la
magnanimidad, la libre nobleza del ser. Tal actitud aparece aquí en relación
con Dios y se expresa maravillosamente al decir “te damos gracias por tu
inmensa gloria”
Si esto es válido para toda ocasión, lo es en particular aquí. Las alabanzas del Antiguo Testamento provienen del entusiasmo profético, las del Nuevo Testamento del acontecimiento de Pentecostés. El libro de los Hechos de los Apóstoles y la Primera carta a los Corintios nos hacen saber cuán fuerte era el torrente interior y la efusión del Espíritu. Tan fuerte era, que su exteriorización rompía incluso el orden lógico de los pensamientos y del lenguaje, de tal modo que sólo se podían percibir balbuceos y clamores. Pero el mismo san Pablo exhorta a refrenar estas efusiones, ya que la palabra encauzada por la verdad y por la disciplina interior es superior a estos arrebatos y balbuceos. Los creyentes deben orar al Señor con “himnos y cánticos inspirados” (1Cor 14; Ef 5,19). De aquí surgen el himno eclesial. La alegría y la fuerza ascensional del Espíritu que el Padre nos ha enviado en su nombre a Cristo, se desbordan y retornan al Padre.
La palabra revelada exige que la
escuchemos con recogimiento y que nos entreguemos confiadamente a ella; la de
la consagración reclama que asistamos con profundo respeto y presenciemos esta
acción sagrada. La palabra de alabanza exige que nos la apropiemos y le demos
lo mejor de nosotros, mejor dicho, que nos ofrezcamos nosotros mismos, que nos
apoyemos en ella, que nos enseñe a orar y que nos eleve por encima de la
pequeñez y pobreza de nuestro ser miserable. También aquí podemos simplemente
repetir lo que iya hemos dicho muchas veces. Una buena preparación consistiría
en leer el Gloria, el Salmo o el Prefacio el día anterior a la celebración de
la Santa Misa o inmediatamente antes de su comienzo, dejar que esa lectura nos
vivifique interiormente y nos ejercite en la elevación espiritual que conlleva.
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