jueves, 1 de agosto de 2024

PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: La palabra de alabanza
Romano Guardiani, capítulo 16/2

      El hombre da gracias a Dios por todo, porque todo es don. Todo significa toda la existencia, tal como surgió de la creación y posteriormente de la redención. Este dar gracias es el sentimiento que más se aleja de toda pequeñez y egoísmo, es la gran apertura del corazón, es un amor que abarca en su totalidad la amplitud de la existencia y la plenitud de la verdad.

      Este amor encuentra su más bella expresión en la Gloria, cuando dice: “Te damos gracias por tu inmensa gloria”. “Dar gracias” significa agradecer, aclamar, demostrar la más pura benevolencia. En especial, los griegos, al igual que los romanos, alababan, la virtud de la magnanimidad, la libre nobleza del ser. Tal actitud aparece aquí en relación con Dios y se expresa maravillosamente al decir “te damos gracias por tu inmensa gloria”

      Las alabanzas son recorridas por un movimiento profundo, diferente del de la experiencia individual. Quien las pronuncia no es el individuo, sino la comunidad, es decir, la Iglesia. Pero la Iglesia es más que la mera suma de fieles, incluso es más que la gran organización que todo lo abarca. San Pablo y san Juan nos dicen que ella es un ser viviente poderoso -la humanidad renacida en Cristo-, en la que los individuos se configuran como células palpitantes. Esta Iglesia es la que habla en las alabanzas. Quizás se podría agregar que lo que se exterioriza en los himnos litúrgicos no es la alegría de esta Iglesia, sino la alegría de Dios mismo. San Pablo afirma que el mismo Espíritu Santo reza en nosotros “con gemidos inefables “(Rom 8,26).

      Si esto es válido para toda ocasión, lo es en particular aquí. Las alabanzas del Antiguo Testamento provienen del entusiasmo profético, las del Nuevo Testamento del acontecimiento de Pentecostés. El libro de los Hechos de los Apóstoles y la Primera carta a los Corintios nos hacen saber cuán fuerte era el torrente interior y la efusión del Espíritu. Tan fuerte era, que su exteriorización rompía incluso el orden lógico de los pensamientos y del lenguaje, de tal modo que sólo se podían percibir balbuceos y clamores. Pero el mismo san Pablo exhorta a refrenar estas efusiones, ya que la palabra encauzada por la verdad y por la disciplina interior es superior a estos arrebatos y balbuceos. Los creyentes deben orar al Señor con “himnos y cánticos inspirados” (1Cor 14; Ef 5,19). De aquí surgen el himno eclesial. La alegría y la fuerza ascensional del Espíritu que el Padre nos ha enviado en su nombre a Cristo, se desbordan y retornan al Padre.

      La palabra revelada exige que la escuchemos con recogimiento y que nos entreguemos confiadamente a ella; la de la consagración reclama que asistamos con profundo respeto y presenciemos esta acción sagrada. La palabra de alabanza exige que nos la apropiemos y le demos lo mejor de nosotros, mejor dicho, que nos ofrezcamos nosotros mismos, que nos apoyemos en ella, que nos enseñe a orar y que nos eleve por encima de la pequeñez y pobreza de nuestro ser miserable. También aquí podemos simplemente repetir lo que iya hemos dicho muchas veces. Una buena preparación consistiría en leer el Gloria, el Salmo o el Prefacio el día anterior a la celebración de la Santa Misa o inmediatamente antes de su comienzo, dejar que esa lectura nos vivifique interiormente y nos ejercite en la elevación espiritual que conlleva.

       (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / La palabra alabanza, capítulo 16/2 p. 63-65)

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