Cuando los que concurren a la iglesia se introducen en el espacio sagrado, lo hacen como personas individuales, con sus cualidades y circunstancias particulares, sus preocupaciones y anhelos. Cada uno está en sí y frente a los otros, cada uno está cerrado herméticamente en si mismo, imbuido de todas esas sensaciones basadas en las palabras: “yo… no tú”, con sentimientos de extrañeza, de indiferencia, de desconfianza, de arrogancia, de aversión y de enemistad; mediante los endurecimientos que trae consigo la lucha de la existencia cotidiana y los desengaños que ha experimentado la buena voluntad. Así ingresan en el templo, así se paran, se arrodillan y se sientan dentro de él. Pero esto no constituye todavía una comunidad.
Consideremos lo
que es incorrecto o cuestionable en esta actitud, como ser la dureza de
corazón, el orgullo, el rencor, etc. En su interior, se encuentran hombres con
sus pensamientos, sentimientos, aspiraciones, etc. Cada uno de los asistentes
con toda su actitud: “yo”. Pero esto también adquiere, por lo general, la forma
de un amor propio ampliado. En lugar de un yo individual, se presenta el yo
como grupo natural, el cual no tiene nada que ver con lo que efectivamente
significa la “comunidad”. En realidad, la comunidad es la asamblea de los que
pertenecen a Cristo, el pueblo santo de Dios unido en la fe y el amor. Lo
específico en ella es la obra de Dios, la nueva creación realizada por él. Pero
eso específico se expresa en la actitud de los hombres mismos.
Si alguna vez consideramos atentamente
las oraciones de la santa Misa, notaremos que en ellas la palabra “yo” se usa
en muy contadas ocasiones. Cuando aparece es porque tiene una razón precisa.
Por ejemplo, en la oración inicial, ante todo en el “yo confieso…”; en el
Credo, donde el individuo hace una profesión de fe personal ante la revelación
de Dios; en las oraciones inmediatamente antes de la comunión, porque
justamente proceden de lo más íntimo del individuo. Pero, por lo general, se
dice “nosotros”: te alabamos, te adoramos, te bendecimos, te damos gracias, te
glorificamos, perdónanos, socórrenos, ilumínanos… Este “nosotros” es la
comunidad, es algo reconocido, querido y perfeccionado en forma acorde a lo que
significa. Con esto decimos también que no estamos haciendo referencia
específicamente a la “vivencia comunitaria”, a la experiencia gozosa, grande o
impactante, de la unidad íntima de muchos frente a Dios, la cual a veces
sobrepasa a los individuos, los satisface y sostiene. Como toda vivencia
auténtica, esa experiencia es un don que o bien se prolonga por horas o bien no
es concedido, sin que se puede hacer algo respecto a eso. Aquí no estamos
hablando de la “vivencia”, sino de la “realización efectiva” de la comunidad.
No se trata de lo que se nos ofrece, sino de loque queremos y debemos hacer.
Para avanzar, tendremos que tener en
claro, ante todo, cuán profundamente estamos encerrados en nosotros mismos y qué
egoístas somos, a pesar de todo lo que decimos sobre la comunidad. Cuando
hablamos de comunidad, solemos referirnos sólo a una vivencia de autoexpresión,
en la que sentimos la vida colectiva a nuestro alrededor, y apoyados en ella
nos elevamos por encima de nuestra pequeñez, con lo cual nos sentimos más
fuertes o más entusiasmados que de costumbre. Pero, en realidad, los hombres
están siempre solos consigo mismos, aun cuando están durante mucho tiempo junto
a los demás. Lo que se opone verdaderamente a la comunidad no es el
individualismo, sino el egoísmo. Éste es el que debe ser derrotado, lo cual no
se consigue por un frecuente y extenso trato social, sino por la superación
interior del propio parecer, se asumen sus deseos como propios y uno se humilla
a sí mismo a causa de ellos.
Quizá en alguna ocasión, particular nos daremos cuenta de cuáles son los muros de indiferencia, de falta de respeto y de enemistad que se levantan entre nosotros y el otro, por lo cual antes de la misa o durante la oración inicial, buscaremos derribar esos muros. (continúa) (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / La comunidad y la Iglesia, 19/1, p. 72-74)
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