En el Yo confieso, el celebrante y los fieles reconocen su pecado. Su confesión se dirige a Dios y a la vez a los demás que están ante Dios, pero también se dirige a María, la Madre del Salvador, al arcángel Miguel a Juan Bautista, a los apóstoles Pedro y Pablo y a todos los santos. Después del arcángel, quien aparece aquí como el conductor de las milicias celestiales, se encuentra el mundo de los ángeles. Pero los santos, de quienes se habla aquí, no son solamente esos grandes personajes individuales a quien casi siempre designamos con este término, sino todos los hombres redimidos y vueltos a la casa del Padre celestial. También en otros lugares son mencionados los que ha sido llamados a entrar en la vida eterna.
Significa que la comunidad no se extiende sólo sobre toda la tierra, sino que, además, sobrepasa también los límites de la muerte. A partir de los congregados en torno al altar, se extiende hacia todos lados, y como comunidad verdaderamente sustentadora aparece la totalidad de la humanidad redimida.
La Iglesia en esta comunidad universal.
La conciencia de ser ella la que sustenta la acción sagrada se pone de
manifiesto una y otra vez. Es evidente que la misa es algo totalmente diferente
del acto religioso privado de un individuo. Pero tampoco es el culto de una
comunidad reunida en una forma particular, como es el caso de una secta. La
comunidad es “Iglesia” en toda la extensión de la palabra. Que tan grande es
esta extensión, se torna evidente cuando leemos lo que san Pablo y san Juan
dicen sobre ella. Ella es ilimitada, ya que se hace una sola cosa con la
creación redimida. “El nuevo hombre”, “el nuevo cielo y la nueva tierra” son
los nombres con los que se expresa su total compenetración. Esta Iglesia no es
simplemente la totalidad de los redimidos, ligados a la totalidad de las cosas,
sino que es, más bien, una unidad viviente. Ella está configurada y conformada,
lleva en sí una imagen esencial dominante: el Cuerpo Místico de Cristo. Tiene
poder para proclamar la doctrina de Cristo, administrar sus sacramentos y ser
una autoridad cuyo respeto o desconsideración se dirigen hacia Dios mismo. En
consecuencia, en la base de la acción litúrgica de la misa, no se halla
solamente el número infinito de almas y corazones, la fe y el amor de la
creación, sino también una unidad conformada, ordenada, respetable y dotada con
pleno poder.
(Romano Guardini, Celebración de la
Santa Misa / La comunidad y la Iglesia, 19/2, p. 74-76)
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