¿Qué pasó realmente cuando el Señor instituyó el
Misterio de la Eucaristía? Si meditáramos sobre lo que sucedió en ese momento, en
quién era el que le dio todo su ser y su obra a una acción que, en adelante,
renovada incesantemente, debe constituir el centro de la vida de los fieles,
quizá podríamos representarnos los detalles de tal institución de la siguiente
forma: en todo lo esencial, el Señor ha determinado tanto la estructura, como
también los detalles de las frases y de la acción. Esto más sagrado ha sido
preservado por él de los efectos destructores y deformantes de la historia, en
tanto lo ha situado inmediatamente en un ámbito espiritual reservado, protegido
por leyes rigurosas. Él ha podido encontrar una precisión tal que fuese
completamente entendida, aunque, por otra parte, ha tratado de separar
claramente lo nuevo de lo viejo.
La Iglesia siempre ha sabido que, en la
celebración eucarística, debe acontecer nuevamente lo mismo que en ese
entonces, pero no en la forma de ese núcleo es puesto en relación con todas las
fuerzas, motivos y circunstancias que pueden determinar una tal realización
efectiva.
¡Es por eso que la acción sagrada ha
tenido una historia tan extensa y tan diversa! No puede extrañar entonces que
en su fisonomía haya algo vivo e imperecedero, pero también algo transitorio y
extinguido.
Quiere decir entonces que la acción
sagrada se lleva a cabo en medio de la imperfección humana. Si la realiza un
sacerdote que tiene una relación vital con lo litúrgico, las palabras y
acciones aparecen persuasivas y convincentes, mientras que en otro adquieren
sencillamente un carácter forzado y antinatural. Además de ello está la
insuficiencia en el lenguaje, en las actitudes y en los movimientos, sin hablar
de todo aquello que puede ser el resultado de una pobra participación personal
y de una religiosidad carente de seriedad.
De todo esto pueden surgir grandes
obstáculos para los fieles. Cuando el fiel creyente acude a la celebración
sagrada, él la experimenta tal como es, junto con sus deficiencias. En este
caso, de él depende si permanece frente a ella como un espectador, que espera
que le “sea ofrecido algo conveniente” y se regocija o se siente desilusionado
o, en caso contrario, entiende que se trata de un culto que se realiza
comunitariamente y que, en consecuencia, no depende del sacerdote o de la
comunidad, sino también de él mismo.
En realidad, cada uno de nosotros es
responsable de la realización de la santa Misa, de acuerdo con el modo y la
medida de nuestras capacidades. En tanto el individuo está en condiciones de
remediar un inconveniente dentro del orden establecido de la celebración o
mejorar algo en su interior; debe hacerlo. En el resto, él debe aceptar la misa
tal como ella se celebra allí donde él concurre. No debe censurar demasiado los
defectos, y a causa de éstos no puede sentirse eximido de su propia cooperación
frente a todas las cosas. Debe reconocer que lo esencial de la misa no resulta
deformado a causa de las deficiencias, debe avanzar en conformidad con lo
esencial y de esta manera ayudar a realizar la obra santa.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / Obstáculos: la deficiencia, capítulo 22, p. 83-86)
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