La vida religiosa es la unión del hombre
con Dios. No consiste simplemente en un conocimiento o en una experiencia, sino
también en un estar-realmente-unido a él. Dios es, y también el hombre es, pero
frente a Dios y originado por él. De Dios al hombre y del hombre a Dios hay una
relación, más esencial y real que todo aquello que dentro del mundo puede
vincular a un ser a otro. Esta unión y efecto que ella produce en la
experiencia, en el pensamiento y en el obrar del hombre es la vida religiosa.
La vida religiosa puede recibir ahora una
doble orientación. Puede integrarse en el obrar cotidiano, en el intercambio
con los otros hombres, en la relación con las cosas, en el trabajo, la labor y
el combate de la existencia cotidiana. Puede ser que un hombre realiza en forma
responsable su labor diaria, porque es consciente de que esta última responde a
la voluntad de Dios; o respetuoso del mandamiento divino, vacila frente a una
injusticia; o bien, acoge con paciencia y compasión al prójimo, al estar
impregnado del amor de Cristo. Esta es una auténtica vida religiosa, hasta
cierto punto la demostración de la autenticidad religiosa. La religión llega a
ser aquí el alma de la misma existencia cotidiana, aquello que la Sagrada
Escritura llama “el caminar en presencia de Dios”. Pero la vida religiosa
también puede separar de las acciones y sucesos externos y dirigirse
inmediatamente a Dios, por e. j. cuando el individuo medita sobre la revelación
divina; cuando se dirige con sus peticiones a él; cuando camina interiormente
delante de Dios; cuando examina su propio obrar y se renueve en el bien.
Sin embargo, ahora debemos distinguir
algo. Lo que hacemos en este espacio reservado no surge de la espontaneidad de
nuestra vivencia y necesidad religiosa, como si concurriéramos a la iglesia a causa
de una gran penuria colectiva y expresáramos nuestra aflicción frente a Dios.
También este es naturalmente posible, y pertenece a las experiencias religiosas
más intensas que puede vivir un hombre, cuando él -junto con los otros- se pone
delante de Dios y siente que él es aquél de quien todo procede y hacia quien
todo se dirige. Pero lo que acontece en la Santa Misa no tiene este carácter,
por cuanto ella no es la expresión espontánea de la existencia, que se entiende
y se desenvuelve religiosamente en sí misma. Tampoco es el resultado de esa
energía creadora, que a partir de la agitación interior del momento articula la
palabra piadosa y la acción expresiva, sino que es algo ordenado en sí mismo y
establecido como válido para siempre. Nunca se desarrolla a partir de la relación
del individuo y de la comunidad con Dios, sino que sale al encuentro del hombre
y exige que él la reconozca, confíe en ella y la realice. No se basa en
creación, sino en la institución.
Pero tal institución no la puede realizar
cualquiera, sino sólo quien está facultado para hacerlo. Ella no tiene su
origen en la piedad personal o en la súbita idea creadora, sino en la
autoridad: quien tiene autoridad, puede realizarla en su ámbito. Allí donde el
padre es la cabeza reconocida -también en sentido religioso- de la familia,
puede introducir una costumbre o una celebración que luego une a la familia.
El hombre no tiene poder para disponer un
precepto tal. No hay ninguna autoridad terrenal que pueda obligar de una forma
tal, lo cual prueba el hecho que siempre afirmamos de que todo auténtico poder
proviene de Dios. Dios no le ha concedido al hombre establecer una acción que
obligue a todos los pueblos y épocas por igual.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / La Institución, capítulo 23/1, p.
88-90)
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