miércoles, 4 de mayo de 2022

 

HAY TRISTEZAS QUE SON DIRECTAMENTE ABSURDAS

La alegría y buen humor, también el optimismo, son indispensables para todo ser humano, 
de rigor para un cristiano

     “Las que proceden de la vanidad, del orgullo, no tienen fundamento real. Por estos senderos crecen malas hierbas, enredos virtuales que nada tienen que ver con la verdad.

     Porque la vanidad, el amor propio y el orgullo, crean fantasías acerca de uno mismo y de los demás. Quien se cree mejor que nadie se equivoca, y esto a pesar de que es bueno pensar bien de nosotros mismos, reconocer que hacemos bien muchas cosas, que somos muy valiosos para esto o para aquello, porque esto no es vanidad. El error empieza con las comparaciones y con los juicios peyorativos sobre los demás.
     Al orgulloso le resulta difícil la gratitud e ignora favores que son evidentes; por eso no puede alegrarse de tantos bienes recibidos.
     Desde estas actitudes, la tristeza sobreviene cuando consideramos que los otros no nos valoran, no nos alagan, no reconocen nuestra excelencia, no se dan cuenta de lo mucho que valemos, de lo mucho que trabajamos… Porque es muy fácil que la vanidad degenera en susceptibilidad. Las personas susceptibles, si no cambian, pueden volverse muy desgraciadas y rencorosas y permanecen eternamente carcomidas por hechos que no son como ellas los piensas. Un matrimonio fue invitado a comer en casa de unos amigos. Después del primer plato, comentó el marido: “¡qué buena estaba la paella!”. Y su mujer le reprochó “¿qué pasa?, ¿la que yo te pongo en casa no está buena?”. La tristeza que deriva de la susceptibilidad tiene mal arreglo: a veces es suficiente con cambiar una rueda, pero otras es necesario cambiar de coche. Demasiado rencor contenido necesita ser reparado. Demasiado desajuste en el corazón se pone de manifiesto ante cosas menores que son irrelevantes.
      Hay placeres que llevan al vacío. Satisfacen por el momento, son a veces incluso de larga duración; pero conducen al hastío y a la tristeza. Es así porque los humanos estamos hechos para fines más grandes, para afrontar retos, superar dificultades: cuando nos enfangamos en placeres insanos, se cierran esos horizontes y abren paso a la tristeza y el cansancio de vivir. Existen placeres saludables en los que hallamos valiosos beneficios que nos ayudan a vivir.
     De la envidia a la tristeza solo hay un paso. Un camino tortuoso y plagado de espinas es la envidia. Quien se interna por un sendero así tiene asegurada la infelicidad. La inquina por el bien ajeno provoca sentimientos malignos que arrastran al rencor. El corazón rencoroso nunca está alegre; le invade una tristeza que a veces se convierte en rabia, otras veces, en autocompasión malsana y puede conducir a la venganza.
     Una triple obligación. Estar alegres y rechazar la tristeza constituye un deber. Primero, hacia Dios, porque existe y ha querido que existamos, nos ama con locura y nos ha concedido multitud de bienes y dones, la mayoría desconocidos para nosotros. También nos ha rodeado de una naturaleza magnífica de la que disfrutamos. Permanecer en la tristeza ante estos tesoros recibidos significa ingratitud…
     Nuestra familia, todos nuestros amigos, las personas con quienes trabajamos, incluso aquellos con quienes nos cruzamos por la calle, necesitan nuestra alegría. Dios ama al que da con alegría (2 Corintios, 9,7). Y cuando los otros se encuentran con nuestra tristeza les hacemos daño… ¿Tenemos derecho a ser sembradores de tristeza y de inquietud?
     Y es un deber con nosotros mismos. La tristeza es un sendero tortuoso y sombrío. Afirma Tomás de Aquino que debilita nuestra capacidad de saber y conocer, suprime el uso de la razón, perjudica al cuerpo en sus funciones vitales. “Tener el espíritu consternado por el mal presente es contrario a la razón y, por tanto, incompatible con la virtud” (Santo Tomás, Suma Teológica, I, II, q, 59). 

             (Francisco Fernández-Carvajal, Pasó haciendo el bien, p. 79-80, Ediciones Palabra)

    

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