DIALOGAR:
UNA VIRTUD PARA CONVIVIR
EL
DIÁLOGO COMO ERROR
“Discutir por discutir. Se
tienen a veces diálogos improcedentes, inútiles, conflictivos, que más que unir
separan. Y hay personas inclinadas a provocarlos; quien conversa con ellos se encuentra
sin más con una polémica imprevista, no deseada.
Con estas personas cualquier motivo -idea
o palabra- basta para que comience una discordia que puede acabar en altercado.
Son personas tozudas que se aferran a una posición y no ceden, exigen del otro
que admita su idea, si escuchan, es para corregir lo que le dicen, siempre
rechazan, insisten…
Hay personas que nunca callan. Existen muchas personas que son
como la radio: su voz es un río constante que no cesa y aturde a los de
alrededor. A su lado es imposible decir algo: no hay pausa ni respiro ni lugar
para intervenir.
Desconocen el silencio porque no lo
llevan dentro, y pueden destruir el silencio íntimo de los demás. La Sagrada
Escritura nos dice que los sabios ocultan su saber, la boca del necio
anuncia la confusión.
Al hablar demasiado se corre también el
riesgo de hacer daño: es fácil derivar a la crítica y a la murmuración y la
indiscreción: “de callar no te arrepientas nunca: de hablar, muchas veces”
(Josemaría
Escrivá, Camino n. 639).
En
algunos casos, hablar es vicio o, quizá, una enfermedad. Es palabra ociosa
que no aprovecha ni al que habla ni al que la escucha, procede de un interior
vacío o superficial o frívolo. Y conviene recordar algo que dijo Jesús: de
toda palabra ociosa que digan los hombres darán cuenta el día del juicio
(Evangelio
San Mateo, 12,36).
La maldad en las palabras. El respeto que merecen las
personas reclama de todos decir siempre la verdad. Jesús señala el parecido que
existe entre el diablo y el hombre mentiroso. Dijo a los fariseos: vuestro
padre es el diablo porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo
que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.
(Evangelio San
Juan, 8,44).
La difamación, la calumnia. El respecto a la buena fama y a
la reputación de las personas prohíbe todo acto y toda palabra que pueda
causarles un daño injusto: “cada uno posee un derecho natural al honor de su
nombre, a su reputación y a su respeto”
(Vaticano II, Const. Gaudium et spes,
n. 26).
Es
muy grande el poder de las palabras, sus efectos son difíciles de prevenir; por
eso es necesario ser reflexivos, discretos y prudentes al hablar.
La discreción es una gran virtud. Los secretos verdaderos son para
guardarlos. Este es un deber de lealtad y de prudencia. Quienes no guardan un
secreto son personas poco de fiar porque traicionan a quienes han confiado en
ellos. Lo que se comunica basado en la confianza entre dos personas viene a ser
en cierto modo sagrado.
El escritor sagrado no vacila en
declarar: el hombre discreto encubre lo que sabe, más el corazón de los
imprudentes descubre su necedad (Pr 13,23). Muchos textos de la Escritura
señalan la semejanza entre sabiduría, justicia y discreción.
La discreción es virtud que
conlleva una actitud positiva que ennoblece a la persona. Se reconoce que es
respetuosa, leal, se confía en ella, ofrece seguridad.
Las palabras que nos decimos a
nosotros mismos.
Nuestro cerebro, que es un trabajador incansable, tiene la costumbre de
decirnos continuamente cosas. Existe en nuestro interior una especie de
desdoble del yo: es como si lleváramos dentro otro personaje con el que
entablamos diálogo. Este sujeto se dedica, a veces, a decirnos cosas
negativas: “siempre te equivocas”, “no te quiere”, “nunca lo conseguirás” …
Todas estas afirmaciones no son ciertas. Son reproches, augurios y predicciones
que no se cumplirán por lo extremas que son, por lo absolutas y rotundas. No
son verdad ni pueden serlo”.
(Francisco Fernández-Carvajal, Pasó
haciendo el bien, p. 163-169, Ediciones Palabra)