miércoles, 13 de julio de 2022

                                     DIALOGAR: UNA VIRTUD PARA CONVIVIR 
                                           EL DIÁLOGO COMO ERROR

       Discutir por discutir. Se tienen a veces diálogos improcedentes, inútiles, conflictivos, que más que unir separan. Y hay personas inclinadas a provocarlos; quien conversa con ellos se encuentra sin más con una polémica imprevista, no deseada.

   Con estas personas cualquier motivo -idea o palabra- basta para que comience una discordia que puede acabar en altercado. Son personas tozudas que se aferran a una posición y no ceden, exigen del otro que admita su idea, si escuchan, es para corregir lo que le dicen, siempre rechazan, insisten…
     Hay personas que nunca callan. Existen muchas personas que son como la radio: su voz es un río constante que no cesa y aturde a los de alrededor. A su lado es imposible decir algo: no hay pausa ni respiro ni lugar para intervenir.
     Desconocen el silencio porque no lo llevan dentro, y pueden destruir el silencio íntimo de los demás. La Sagrada Escritura nos dice que los sabios ocultan su saber, la boca del necio anuncia la confusión.
      Al hablar demasiado se corre también el riesgo de hacer daño: es fácil derivar a la crítica y a la murmuración y la indiscreción: “de callar no te arrepientas nunca: de hablar, muchas veces” (Josemaría Escrivá, Camino n. 639).
      En algunos casos, hablar es vicio o, quizá, una enfermedad. Es palabra ociosa que no aprovecha ni al que habla ni al que la escucha, procede de un interior vacío o superficial o frívolo. Y conviene recordar algo que dijo Jesús: de toda palabra ociosa que digan los hombres darán cuenta el día del juicio (Evangelio San Mateo, 12,36).
     La maldad en las palabras. El respeto que merecen las personas reclama de todos decir siempre la verdad. Jesús señala el parecido que existe entre el diablo y el hombre mentiroso. Dijo a los fariseos: vuestro padre es el diablo porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.
                                                                                                                                                    (Evangelio San Juan, 8,44).
     La difamación, la calumnia. El respecto a la buena fama y a la reputación de las personas prohíbe todo acto y toda palabra que pueda causarles un daño injusto: “cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto” 
                                                                                         (Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 26).
      Es muy grande el poder de las palabras, sus efectos son difíciles de prevenir; por eso es necesario ser reflexivos, discretos y prudentes al hablar.
    La discreción es una gran virtud. Los secretos verdaderos son para guardarlos. Este es un deber de lealtad y de prudencia. Quienes no guardan un secreto son personas poco de fiar porque traicionan a quienes han confiado en ellos. Lo que se comunica basado en la confianza entre dos personas viene a ser en cierto modo sagrado.
      El escritor sagrado no vacila en declarar: el hombre discreto encubre lo que sabe, más el corazón de los imprudentes descubre su necedad (Pr 13,23). Muchos textos de la Escritura señalan la semejanza entre sabiduría, justicia y discreción.
     La discreción es virtud que conlleva una actitud positiva que ennoblece a la persona. Se reconoce que es respetuosa, leal, se confía en ella, ofrece seguridad.
      Las palabras que nos decimos a nosotros mismos. Nuestro cerebro, que es un trabajador incansable, tiene la costumbre de decirnos continuamente cosas. Existe en nuestro interior una especie de desdoble del yo: es como si lleváramos dentro otro personaje con el que entablamos diálogo. Este sujeto se dedica, a veces, a decirnos cosas negativas: “siempre te equivocas”, “no te quiere”, “nunca lo conseguirás” … Todas estas afirmaciones no son ciertas. Son reproches, augurios y predicciones que no se cumplirán por lo extremas que son, por lo absolutas y rotundas. No son verdad ni pueden serlo”.
 
                         (Francisco Fernández-Carvajal, Pasó haciendo el bien, p. 163-169, Ediciones Palabra)

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