“En la vida del creyente, se
da el proceso siempre reiterado, renovado, una y otra vez, en el que él
concurre a la casa de Dios, atraviesa su puerta y encuentra en el interior del
recinto sagrado. Esto es importante, porque es inherente a la verdadera piedad.
El hombre se encuentra ahora ahí y oye, habla, obra y realiza su servicio.
Luego sale de allí y retorna nuevamente al ámbito de la existencia cotidiana y
al recinto privado de su casa, pero lo que ha experimentado en la Iglesia lo
lleva consigo como enseñanza, consejo y fortalecimiento.
Más aún, el espacio sagrado está
estructurado en diversas partes. Pertenece a lo esencial de la liturgia que en
ella las acciones importantes no están libradas a la casualidad o a la
situación anímica particular del individuo, sino que están ordenadas en la
forma más cuidada posible. El acontecimiento de la conmemoración, del
sacrificio redentor del Señor, no se realiza en cualquier lugar de este ámbito
sagrado, sino en uno determinado: el altar. Este altar es un gran
misterio, como figura religiosa originaria se encuentra en la mayoría de las
religiones.
En la época en la cual fueron escritos
los libros del Nuevo Testamento, el altar era la mesa en la que se celebraba el
misterio del banquete sagrado. Pero muy pronto, fue tomando su configuración
típica, la que nos es transmitida en su forma más antigua a través de las
catacumbas. En consecuencia, ¿qué significa el altar? Se puede expresar
su sentido a través de dos imágenes o símbolos: el umbral y la
mesa.
El umbral es la puerta y tiene un doble
significado: como límite y como tránsito. Dice donde termina algo y comienza
otra cosa. Antes que nada, como umbral, el altar constituye simplemente el
límite: entre el ámbito del mundo y el ámbito de Dios, entre los dominios
accesibles al hombre y la inaccesibilidad de Dios. El altar nos hace conocer cuán
distante está la mansión en la que Dios habita. Se puede decir que esa mansión
se encuentra “al otro lado del altar”, para indicar la lejanía de Dios; el
Todopoderoso y Soberano, exaltado por encima de todo lo terrenal.
En consecuencia, lo que asienta esta
lejanía y majestuosidad no son normas ni criterios, sino la esencia misma de
Dios, es decir, su santidad. Pero, por otra parte, esto no puede ser entendido
“solo espiritualmente”, o sea, abstractamente: en la liturgia todo es símbolo.
Y el símbolo menciona más, evoca algo inmaterial por medio de una figura
visible, tal como ocurrió antiguamente, cuando se representó a una mujer en un
edificio, con los ojos vendados y con una balanza en la mano, para decir que
ella era “la Justicia”, pues esta última no era visible.
La liturgia también tiene alegorías, pero las figuras específicas que utiliza son símbolos. “Símbolo” significa que lo evocado está oculto en sí mismo, pero es perceptible en la figura o en la forma, así como el alma humana en sí es invisible, aun cuando puede ser percibida y abordada en los gestos y en los movimientos de la mirada. El altar no es una alegoría, sino un símbolo. Que él es límite, que, ” por encima de él” se encuentra la Majestad infinita, que “al otro lado de él” está la lejanía inaccesible de Dios, el creyente no lo piensa porque esté acostumbrado a ello, sino porque sabe que es verdaderamente cierto.
(Romano Guardini, Celebración
de la Santa Misa / El altar como umbral capítulo 6, primera parte, p. 39-40)