miércoles, 19 de junio de 2024

 PREPARACIÓN PARA LA CELEBLACIÓN
DE LA SANTA MISA: La palabra de alabanza
Romano Guardiani, capítulo 16/1
    Dijimos antes, al hablar de la palabra de la revelación, que la Verdad es proclamada ante todo en la Epístola, en el Evangelio y en la homilía que sigue a continuación. Después hemos hablado de la palabra operante que se pronuncia en la consagración para cumplir con lo que el Señor ha encomendado. Además, en la misa se encuentra la palabra orante. No habría mucho para decir sobre ella, porque se entiende inmediatamente lo que significa. A pesar de ello, queremos fijar la atención en un punto importante.

    La oración aparece en la misa, ante todo en la forma expresiva de la alabanza o del himno. A este género pertenece la gran doxología, también llamada Gloria, a causa de la palabra con que comienza. Esta oración se inicia con la alabanza de los ángeles de Belén (Lc 2, 14), continúa con una serie de exclamaciones que alaban la soberanía de Dios, luego se transforma en una especie de letanía en la que se invoca a las tres santísimas Personas de la Trinidad Divina -ante todo a Cristo-, y culmina con la mención gozosa del Dios trinitario.

      También es alabanza el llamado Prefacio, el cual constituye la introducción a la oración suprema de la misa denominada Canon, que abarca la consagración. Ya en las frases introductorias, se pone de manifiesto cuán solemne es esa alabaza, porque en ellas el sacerdote y el pueblo se invitan mutuamente y en forma alternada a fortalecerse, elevando el espíritu. El himno propiamente dicho comienza con el homenaje al Padre que está en los cielos, basado en el misterio de la festividad que precisamente se celebra, y al concluir se une al coro de ángeles que contemplan la soberanía de Dios, para terminar con el cántico llamado Santo. La primera parte de este cántico está tomada de la visión del profeta Isaías, quien la escuchó de los labios de los querubines (Is 6,3), la segunda parte, del relato del evangelio sobre la entrada de Jesús en Jerusalén, cuando los niños lo aclamaban como “el Señor” (Mt 21,9).

       Además, en determinadas fiestas solemnes, encontramos alabanzas entre la Epístola y el Evangelio. Son las llamadas secuencias, es decir, himnos que ensalzan el acontecimiento objeto de la fiesta, a través de los cuales se invoca a Dios. Tales secuencias se cantan particularmente en las misas de Pascua, de Pentecostés y del Corpus Christi.

     Por último, muchas veces el tono de alabanza se refleja, por cierto, en forma muy tenue, a través de ciertas fórmulas de la entrada, del ofertorio y de la comunión, así como también en el Salmo, en el que, junto con la invocación del Aleluya, se entremezclan versos que se vinculan a la Epístola como si fueran un eco y con el Evangelio como si fueran un preludio. 

      Estas alabanzas continúan lo que acontece en los Salmos y en los cánticos del Antiguo y del Nuevo Testamento, en los que el hombre inspirado está penamente satisfecho porque experimenta la grandeza, la majestuosidad y la magnificencia terrible, el amor, y la intimidad de Dios, proclama su poder supremo y se vuelve hacia él lleno de admiración, venerándolo y ensalzándolo, Él vive inmerso en esta soberanía como si estuviese en una atmósfera particular y disfruta de ello. Cambia el pensamiento del que proviene la alabanza; más precisamente, cambia la forma de sentir y el deseo particular que se exteriorizan en la alabanza. Pero todo ello presenta una cosa en común: la altura espiritual, la atmósfera de la soberanía divina. En las alabanzas, la oración del hombre se aleja de lo cotidiano, en la forma más ampliamente posible. Esto se expresa particularmente en la introducción al Prefacio, cuando el sacerdote y el pueblo se ayudan mutuamente a dejar a un lado toda banalidad y a elevarse. En primer lugar, se desean el uno al otro la asistencia del poder divino. El sacerdote dice “El Señor esté con vosotros”, y el pueblo responde “y con tu espíritu”. Dios debe estar con el pueblo, ponerse en contacto con él y fortalecerlo interiormente. También debe estar con el sacerdote más precisamente con su espíritu. Por espíritu no nos referirnos al entendimiento, sino a esa interioridad que es la altura de la cual proceden los impulsos del amor, de la adoración y del entusiasmo. Después el sacerdote exclama “elevemos nuestros corazones”, y el pueblo responde “los tenemos levantados hacia el Señor”. A continuación, el sacerdote agrega una nueva petición y ruega “demos gracias a Dios”, y todos responden “es justo y necesario”. Apoyándose en esta última frase, el sacerdote introduce el Prefacio propiamente dicho, diciendo “es realmente justo y necesario darte gracias a ti en todo tiempo y lugar, Señor Dios santo, Padre todopoderoso y eterno…” Continúa

           (Romano Guardini, Celebración de la Santa Misa / La acción sagrada, capítulo 16/1 p. 62-63)

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