En Nazaret, la suprema cortesía de Dios
pide permiso al hombre, en la persona de una virgen, la Virgen por excelencia
desde entonces, para hacer su entrada, a corazón abierto, en la carne del
hombre.
Aquí la sorprendida voz de María dice
resueltamente que sí, y el Espíritu de Dios instala al punto la palabra del
Padre en nuestro entorno. Nunca antes de persona de Dios se había dignado
participar de la experiencia doméstica de sus criaturas, porque nunca antes los
misterios de Dios se habían puesto tan al alcance del hombre. Dios creador de
las criaturas, deja que una madre, la Madre por antonomasia, también desde
entonces, concree con Él en el misterio de la Encarnación. Y así comienza, al
filo de nuestra arcilla, la misteriosa historia de la salvación.
El aleteo de un ángel y el olor a limpia
virginidad de una mujer única, la Mujer, van a constituir ya siempre el
territorio donde crezca y alcance su madurez más trascendente, el corazón de un
niño que aquí aprendió a ser Dios, vestido de humanidad. A un lado, la
bondadosa gravedad del Padre, instando al cumplimiento de una antigua alianza;
al otro, una sencilla familia ejemplar que cultivó su santidad en el amor del
Padre, en el sabor de su voluntad y en la recurrencia de la plegaria, del
trabajo cotidiano y el afable trato vecinal, entre pucheros, cántaros y
virutas.
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